Por
Mauricio A. Jiménez
Ver primera parte aquí.
Aún nos queda por responder a la pregunta de que, si Jesús no podía pecar, entonces ¿hasta qué punto las tentaciones fueron reales? De otro modo: ¿Fue el Señor tentado realmente? Por otra parte, si Cristo no pudo haber pecado, ¿cuál fue entonces la finalidad de las tentaciones en el desierto?
Aún nos queda por responder a la pregunta de que, si Jesús no podía pecar, entonces ¿hasta qué punto las tentaciones fueron reales? De otro modo: ¿Fue el Señor tentado realmente? Por otra parte, si Cristo no pudo haber pecado, ¿cuál fue entonces la finalidad de las tentaciones en el desierto?
Antes de responder a estas preguntas, tenemos que hacer
especial énfasis en lo siguiente: si bien es cierto Jesús fue tentado en todo,
de la misma manera como nosotros somos también tentados (He. 4:15), no pudo ser
tentado en los deseos o apetitos de la carne —esto es, en la naturaleza
pecaminosa, según son tentados todos los hombres cuando existe concupiscencia (Stgo.
1:14). No podemos suponer que Jesús haya sido tentado a cometer pecados de
inmoralidad como —por ejemplo— homosexualidad o pederastia, o a cometer otros delitos
como hurto o asesinato a los que se le oponían. Incluso quienes piensan que
Jesús tenía la posibilidad de pecar seguramente estarán de acuerdo en que Él
jamás podría haber sido tentando en cosas semejantes a esas. Lo interesante, es
que si les pedimos a ellos que nos expliquen por qué Jesús no podría haber sido
tentado en esas cosas, tal vez, y con mucha razón, darían la misma explicación
que hasta aquí se ha venido presentado. Y es que ser tentado «en todo», no
quiere por supuesto decir «ser tentado con toda clase de tentación posible», y
esto debe servirnos como base para comenzar a entender la naturaleza de las
tentaciones del Señor.
Entonces, ¿en qué sentido el Señor fue «tentado en
todo según nuestra semejanza» de acuerdo a lo que leemos en Hebreos 4:15? Lo primero que tenemos
que observar, y aquí volvemos al punto de más atrás, es que el autor inspirado
de la carta a los Hebreos no está diciendo que Jesús fue tentado con todas las tentaciones
(y en toda clase de tentación) con que somos tentados el resto de los hombres,
sino más bien que fue tentado en la misma forma o manera como
somos tentados los hombres, según nuestra semejanza, como nosotros; esto es,
implicando la experiencia misma de la tentación (emocional y cognitiva) por
haberse identificado plenamente con la humanidad, no en su pecado (esto es,
habiendo asimilado el pecado), sino solo en cuanto humanidad. De otro modo:
Jesús supo lo que se sentía ser tentado, porque Él mismo también fue
tentado de la misma manera como somos tentados nosotros, i.e., en la
experiencia de la flaqueza humana.
Ahora bien, si nos remitimos al uso de los términos
por parte de nuestro hagiógrafo, todavía nos queda algo más por observar. En el
texto griego, la expresión que normalmente se ha traducido como «fue tentado» (o «ha sido tentado») corresponde
al verbo peiráo (πειράω), un verbo
relacionado con el sustantivo peíra («prueba»;
«intento»; «experimento»), un verbo que bien puede ser traducido también como: «probar»
e «intentar», además de «tentar». En el tiempo perfecto y modo participio
pasivo, como aquí (πεπειρασμένον),
el término se puede traducir también como: «ha
sido puesto a prueba» o «ha sido
probado». También existe una estrecha relación entre nuestro verbo peiráo
y otros dos vocablos griegos más. Uno es peirasmós, traducido a menudo
como «prueba/s» o «tentación» (p. ej. Lc. 22:28; Hch. 20:19; Stgo. 1:2; 1 Pe.
1:6; 4:12; Mt. 6:13; 26:41; Lc. 4:13; 1Co. 10:13; 2Pe. 2:9). El otro, y que
también nos interesa por ser el que se emplea en Hebreos 2:18 («pues por lo mismo que Él ha padecido siendo tentado,
es capaz de socorrer a los que son tentados»), es el verbo peirázo,
con el significado de «probar», tanto en el sentido de intentar (p. ej. Hch. 16:7; He. 24:6), como con el de poner a prueba (p. ej. Jn. 6:6; 2 Co. 13:5; He. 11:17, 37; Ap. 2:2; 2:10; 3:10). El mismo
verbo anterior también se traduce en las distintas formas del verbo «tentar»,
tanto en el sentido de atrapar o hacer caer en una trampa (p. ej. los fariseos y saduceos a
Jesús, Mt. 16:1; 19:3; 22:18; 35), como en el sentido de una tentación
conducente a algún pecado (p. ej. Gál. 6:1; Stg. 1:13-15).
Hasta aquí, parece que estamos en una buena posición
para suponer que lo que se ha traducido como «ha sido tentado», podría perfectamente ser traducido también
como «ha sido probado», lo que nos
permite pensar un poco más allá con respecto a la naturaleza de dichas tentaciones,
y bien admitir que estas no se originaron a causa de deseos o apetitos albergados
en el corazón de Jesús (lo que Santiago llama «concupiscencia», Stg. 1:14). De
manera entonces que estaríamos más bien ante esa clase de pruebas que vienen desde
afuera (causas externas) y no a pruebas o tentaciones que surgen de dentro;
esto es, de apetitos descontrolados y de pasiones inicuas (cf. Mt. 7:20-23). Es
importante entender esto último. Jesús fue tentado o probado en todo, así como
son tentados los hombres (i. e., «según nuestra semejanza»), pero nunca hubo en
Él una lucha interna, un debate moral interno o algún deseo inalienable que
fuera contrario a su naturaleza santa y divina. Como ya hemos dicho, Jesús no sólo
es uno con Dios, sino que tampoco posee como hombre una naturaleza pecaminosa
como el resto de los hombres —y, no obstante, fue plenamente humano por cuanto
experimentó la encarnación en todas sus esferas todo el tiempo que habitó en
medio de nosotros. Es importante señalar, además, que las pruebas en que Jesús
fue probado, siempre fueron a causa o en relación con su propio ministerio como
Cristo de Dios (no fueron tentaciones de la carne —la concupiscencia de la
carne), y nada más que en relación a su ministerio. Incluso cuando los fariseos
le tentaban, lo hacían sólo a propósito de las propias enseñanzas de Jesús y no
a partir de alguna otra cosa ajena a ello —y en todo caso siempre en base a situaciones
que no constituyen pecado.
Según Hebreos 2:18, Jesús es poderoso para ir en
auxilio de los que son tentados, por cuanto Él mismo padeció siendo tentado. De
esta afirmación se sigue entonces la siguiente objeción a modo de pregunta:
¿cómo puede Jesús compadecerse de nuestras debilidades e ir en socorro de los
que son tentados, cuando él mismo no experimentó la tentación al punto de la
posibilidad del pecado? Los que niegan la doctrina de la impecabilidad de
Jesús, bien suponen que no se puede hablar de verdadera tentación —de la
experiencia de la tentación— sin la posibilidad de caer en ella. Si fuera imposible pecar, razonan ellos, entonces ¿cómo
alguien podría ser realmente tentado?
Pues bien, el hecho de que Jesús no haya podido ceder a las
tentaciones (por cuanto no podía pecar), no quiere decir que no las haya
experimentado en toda su intensidad. Es perfectamente posible experimentar el
dolor del sufrimiento humano e identificarse con ello sin que esto implique la
posibilidad de ser abatido por este dolor. Hace algunos años leí una
ilustración de George Zeller, que me pareció del todo acertada a la hora de
abordar este asunto de la impecabilidad de Jesús y la realidad de sus
tentaciones. Voy a modificar un poco su ilustración para efectos de nuestro
presente estudio:
¿Podría un bote a remos, tripulado con
tres inexpertos marinos, armados solo con arco y flechas, conquistar al USS
Gerald R. Ford (hasta la fecha el portaaviones estadounidense más grande del
mundo)? Es probable que estemos todos de acuerdo en que esto es imposible,
absurdo de imaginar, por decir lo menos. Sin embargo, ¿puede el mismo bote a
remos atacar al Gerald R. Ford? Sí, es perfectamente posible, ¡aunque altamente
improbable! No tendría mucho sentido, pero se podría hacer. Pero esa
posibilidad; sin embargo, no supone el éxito del ataque en términos de conquistar
o llegar a hundir al portaaviones, porque no es lo mismo poder atacar que
vencer en el ataque. Del mismo modo entonces, Jesús pudo ser también tentado,
y, no obstante, era lo suficientemente perfecto en santidad y rectitud para
resistir a esas tentaciones sin caer a causa de ellas. En otras palabras,
Cristo pudo ser atacado, Él pudo ser realmente tentado, aunque era imposible
que Él fuera vencido.[1]
«Supongamos que un fuerte ha sido
construido y fortificado de tal manera que no pudiera ser derribado. ¿Puede la
gente tratar de atacarlo de todos modos? ¿Es correcto decir que, puesto que un
ejército no puede ser derrotado, no puede ser atacado?»[2]
En definitiva, podemos afirmar que las tentaciones de
las que habla Hebreos 2:18 y 4:15 fueron causa de padecimiento para Jesús, y
sólo de padecimiento, no una atracción hacia el pecado. Es, por tanto, sólo en
virtud de ese padecimiento que él puede comprender nuestras debilidades y
socorrernos en el momento de la prueba.
¿Qué podemos decir,
entonces, con respecto a las tentaciones en el desierto?
En mi opinión, podemos ver estas tentaciones no como
una prueba para ver si Jesús cedería al pecado; no para saber si Aquel que era
perfecto ante los ojos del Padre podía pecar, sino más bien para demostrar que,
en su humanidad, era absolutamente perfecto y, por tanto, «un cordero, sin
mancha y sin contaminación», i.e. un sustituto conforme a la justicia que es
según Dios. En el desierto, Jesús daría prueba no de que era un hombre sujeto a
tentaciones, sino uno que podía vencer a la tentación al no ceder a las
artimañas del diablo. En el desierto, Jesús demostró que no podía pecar, y que como
hombre podía hacer lo que el primer hombre no pudo hacer: resistir al diablo en
la tentación y vencerle como hombre en ese campo (en el mismo campo de acción
en donde el primer hombre fue vencido). Jesús demostró ser verdaderamente un
mejor segundo Adán, y un mejor representante humano de la nueva creación —la
nueva humanidad en Cristo.
No podemos pasar por alto, si es que vamos a intentar entender el
relato de la tentación en el desierto, el hecho de que todo esto ocurre
inmediatamente después de su bautismo y de que recibiera la aprobación del
Padre, en esa escena epifánica en donde este declara manifiestamente: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo
complacencia» (Mt. 3:17-4:1; Mr. 1:11-12; Lc. 3:22, 4:1). Recuérdese que se
acababa de inaugurar el ministerio público de Jesús, y ahora, justo antes de
iniciar este ministerio, es conducido por el Espíritu Santo al desierto para
ser puesto a prueba (Mt. 4:1). Pero una cosa significativa y que hemos de
resaltar de este episodio de las tentaciones en el desierto, es que en ninguna
de las tres ocasiones Jesús es tentado en la concupiscencia de la carne (y así
durante toda su experiencia como hombre), sino que en virtud del ministerio que
iba a llevar a cabo. Nótese, además, la repetida expresión «si eres Hijo de
Dios» que emplea Satanás en dos de las tres ocasiones en que le tentó (Mt. 4:3,
6).
En la primera de ellas, y luego de haber ayunado
durante cuarenta días, el diablo no le tienta ni a comer ni a no comer, sino
más bien le desafía a que demuestre, convirtiendo unas piedras en panes, si
acaso realmente es Él el esperado Hijo de Dios. Y aunque el diablo bien lo
sabía, este desafío parece que tenía como fin poner en duda esta identificación
con el Padre, más que cualquier otra cosa, una identificación que, recordemos,
había sido anunciada semanas antes en la escena bautismal. Como se explica
correctamente en el Comentario Exegético y Explicativo de la Biblia, editado
por Jamieson-Fausset-Brown:
Pero, además,
todo el propósito del tentador durante estos cuarenta días, fue evidentemente
el de conseguir que Jesús dudase del testimonio celestial que recibió en su
bautismo como Hijo de Dios, y conseguir que lo mirase simplemente como
una magnífica ilusión, y, en general, tratar de desarraigar de su pecho la
conciencia de su filiación divina.
Luego, el Señor es llevado hasta Jerusalén, y, estando
en la mayor altura del templo, es desafiado a lanzarse al vacío. Aquí Satanás
cambia su estrategia y le cita las Escrituras, concretamente el Salmo 91:11-12,
y nuevamente leemos esa expresión: «Si eres Hijo de Dios» —la que también
podría ser traducida (y esto en ambos casos) como: «Ya que eres Hijo de Dios». Nótese que Satanás cita la Palabra de
Dios; i.e. las Escrituras, de la misma «Palabra que sale de la boca de Dios» y
de la que habló Jesús en respuesta a la primera tentación (Mt. 4:4). Es como si
ahora, en su intento por persuadir a Jesús, el diablo recurriera a la misma
respuesta del Señor. No quiero especular demasiado, pero parece ser que esta
tentación sigue una idea semejante a esto: «no puedes negar que esto que te
acabo de decir es palabra que proviene de la boca de Dios. Entonces, ya que
eres Hijo de Dios, bien sabrás que esa Palabra se cumplirá en ti. ¡Vamos!, ¿Tan
seguro estás de que eres Hijo de Dios? ¿Vas a dudar de esta palabra suya?» La
respuesta de Jesús, igual que la anterior, es devastadora por sí sola (v. 7).
Finalmente, el diablo le llevó a un monte lo
suficientemente alto como para que viera la plenitud de los reinos del mundo. Estando
allí, le aseguró la posesión de todos ellos a cambio de su adoración (vv.
8-10). En el mismo relato, según Lucas, leemos: «Y le dijo el diablo: A ti daré toda esta potestad, y la gloria de
ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú
postrado me adorares, todos serán tuyos» (Lc. 4:6-7). ¡Qué fácil lo estaba
haciendo Satanás! Y es que había algo de cierto en esto que le dijo: «A mí me
ha sido entregada»; i.e., la potestad de los reinos del mundo y su gloria
efímera, como su aparente gobernante (Jn 12:31; 14:30; 16:11; 1Jn 5:19). Si tú postrado me adorares, una escena frecuente tomada de la
antigüedad, en donde el rey vencedor es homenajeado y venerado por aquellos
sobre quienes alardea de su victoria y poder, poniéndoles en un lugar
secundario de autoridad. ¿Cuál fue, pues, la tentación del diablo? Le ofreció el dominio universal
sin el sufrimiento. Le propuso el camino fácil: evitar el camino de la cruz y
todo lo que ello implicaba para su carne, pero Jesús resistió la tentación del
diablo y salió victorioso.
En el desierto entonces, Jesús hizo lo que hasta ahora
ningún hombre había podido hacer: vencer al diablo en la tentación. Pero Cristo
no venció a Satanás en el desierto haciendo uso de sus poderes que como Hijo de
Dios posee. No hubo un despliegue de fuerzas sobrenaturales, ni demostración
alguna de su poderío Divino. El Señor no invocó a sus santos querubines, ni
arremetió contra Satanás en calidad de Dios Todopoderoso. Nada de eso. Jesús
venció a la tentación como un hombre, humilde, dependiente del Padre, obediente
a sus decretos. No hubo en Jesús otra arma que esta: la Palabra de Dios; y fue
sólo por medio de ella que salió victorioso. Esta victoria significó un logro
sin igual para la humanidad y, en especial, para el hombre que está unido a
Cristo por medio del vínculo vivo de la fe. Y es, en esta misma unión mística,
un triunfo también para el creyente, y una garantía para él de que, así mismo
como Jesús, puede ahora resistir al diablo en las tentaciones que muy a menudo
surgen de nuestra propia lucha con la carne, y esto en la medida en que se
mantenga unido a Cristo y sometido al señorío de Dios (Stg. 4:7). Es también en
este sentido que todo cristiano puede y debe decir confiado: ¡La victoria de
Cristo es también mi propia victoria! (Ro. 8:37; 1Co. 15:57).
CONCLUSIÓN
Hemos visto, pues, una serie de argumentos y buenas razones que
respaldan nuestra perspectiva respecto a la impecabilidad de Cristo. Hemos
visto también que no existen en realidad buenas razones para afirmar lo
contrario. En definitiva, existen razones convincentes para afirmar que Jesús
no sólo jamás pecó, sino que tampoco era realmente posible que lo hiciera.
NOTAS:
[1] Véase la ilustración original
en:
http://www.middletownbiblechurch.org/spanish/manchrist/c6.htm,
[en línea, 14 enero de 2014].