Mauricio A. Jiménez
No podemos dar por acabada nuestra
exposición acerca de la gracia de Dios en la redención del hombre, sin antes
decir algo acerca del costo que significó esta gracia dentro del plan redentor
de Dios.
Aunque la gracia define la misma gratuidad de nuestra salvación, ¿significa eso
que el costo de nuestra salvación no costó a Dios cosa alguna? Bien lo dijo
Bonhoeffer en su magistral obra “El Precio de la Gracia”, cuando define qué es
la «gracia cara» con respecto a la conducta del discípulo que sigue a Cristo, y
añade: “Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le
ha costado la vida de su Hijo —«habéis sido adquiridos a gran precio»— y porque
lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros.”[1]
De gran valor es esta gracia que nos
rescató, pues, como dijo el apóstol Pedro, el pago de nuestra redención no fue
con cosas perecederas como el oro o la plata —que aunque pudieran haber
redimido a un hombre de la esclavitud en un sentido físico y social, no pueden
rescatar al alma de la condenación, ni de la esclavitud al pecado y a la
muerte—, sino con la sangre preciosa de Cristo, quien se dio a sí mismo como un
cordero sin mancha y sin contaminación (1Pedro 1:18-19). Aquí, en la expresión
“sino con la sangre preciosa de Cristo”, el sustantivo tímios (aquí en neutro, tímio —precioso/a)
no significa “bello”, como comúnmente se usa en el español, ni tampoco
“honroso” (cf. Hebreos 13:4) o “venerado” (cf. Hechos 5:34), sino “de inestimable valor”, “costoso”,
“valioso” (como cuando se habla de las “piedras preciosas”, 1Corintios 3:12;
Apocalipsis 17:4). Para Pedro, la sangre de Cristo fue el alto precio de
nuestra redención, razón por la cual el creyente, en respuesta a esta
gracia, debe llevar una vida en santidad (1Pedro 1:15-16) y conducirse
con temor todo el tiempo de su peregrinación (v. 17).
Gran costo fue para Dios la
encarnación; que siendo rico se hizo pobre por amor a nosotros. A esta acción
divina Pablo la llama “la gracia de nuestro Señor Jesucristo” (2Corintios 8:9).
¡Costosa encarnación la del Hijo de Dios, que le significó a la Soberana Deidad
el despojo de sí mismo! Este Jesús, cuya gloria lo llena todo, se vació de su
majestad y de la gloria de su trono; renunció a sus privilegios celestiales
“tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló
a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses
2:6-8). Sin duda alguna, como dijo Bonhoeffer, “la gracia cara es la
encarnación de Dios”.
Pero esta gracia llama al
seguimiento de Jesús. De ahí que también sea cara para nosotros. Dice
Bonhoeffer en su libro:
“La gracia
cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que
tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es
el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza;
es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le
siga.
[…]
Es cara
porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo;
es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la
vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador.
[…]
La gracia es
cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo,
pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo es suave y mi carga ligera».”[2]
La
«gracia cara» es el reflejo de lo que vemos en la llamada de Jesús al joven
rico, cuando le dice: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y
dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mateo
19:21).[3] La «gracia
cara» es aquella que ofrece la vida eterna a cambio de la negación de uno
mismo; es el seguimiento que le significa al discípulo tomar su cruz cada día
(Lc 9:23) e ir continuamente en pos de Cristo (nótese el uso del presente
imperativo en la voz activa en los tres sinópticos, ἀκολουθείτω μοι —“esté
siguiéndome”; cf. Mateo 10:38, “y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí,
no es digno de mí”); es estar dispuestos a perder la vida por causa de Jesús y
del evangelio (Marcos 8:35), con la consecuente promesa de la salvación. La
«gracia cara» es aquella que le dice al discípulo cristiano: “El que ama a
padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que
a mí, no es digno de mí” (Mateo 10:37); es saber que los de su propia casa
llegarán incluso a ser enemigos suyos por causa del evangelio (v. 36). La
«gracia cara» es estar dispuestos a renunciar a las comodidades del mundo (Lucas
9:57-58); es desistir de las costumbres sociales que detienen al llamado del
Señor, es dejar “que los muertos entierren a sus muertos” para ir y anunciar el
reino de Dios (Lucas 9:59-60); es poner las manos en el arado sin mirar hacia
atrás, es desterrar el corazón de aquellas cosas que no permiten mirar hacia
adelante, hacia el seguimiento de Cristo (Lucas 9:61-62).
La
gracia es cara para nosotros, no en el sentido de que ella sea ofrecida a
cambio del pago de méritos y/o esfuerzos personales —o como si ella misma fuera
una recompensa, pues de lo contrario dejaría de ser gracia (cf. Romanos
11:6)—, sino en el sentido de que por ella no sólo llegamos a ser salvos,
también nos identificamos de tal manera con Jesús que la renuncia al yo se
transforma en una consecuencia necesaria, en algo que nos impele a llevar una
forma y estilo de vida traducida en el seguimiento de Jesús, con todo lo que
eso implica respecto del abandono a lo mundanal.
Invito al lector a
explorar todavía más este aspecto de la gracia divina. La obra de Bonhoeffer, a
la que ya hemos hecho cita aquí, sin duda alguna será de mucha edificación para
el creyente que desea entender este asunto al que el propio Bonhoeffer ha
llamado «el seguimiento».
Tomado
de mi libro La Justicia de Dios revelada. Hacia una teología de la
Justificación, (Salem, Oregon: Kerigma, 2017) pp. 286-288, y adaptado
para la presente publicación.
NOTAS:
[3] En el
versículo paralelo de Marcos algunos mss. añaden al final de la llamada al
seguimiento: “tomando tu cruz” (véase en Reina Valera 1960).
[1] Dietrich Bonhoeffer, El Precio de la Gracia. El seguimiento. 6ª edición (Salamanca:
Sígueme, 2004), p. 17.
[2] Ibíd., pp. 16-17.