Por
Mauricio
A. Jiménez
¿Qué
es, pues, la fe justificadora? En esta entrada nos enfocaremos en entender cómo
es esa fe que justifica y en qué consiste esta en cuanto acción subjetiva,
i.e., la fe entendida desde el punto de vista del sujeto de la fe.
Existen varias maneras de definir la fe justificadora,
unas más extensas que otras, pero para efectos de nuestro presente estudio,
pienso que la siguiente definición que nos entrega John Murray es de lo más
precisa:
la
fe […] es un movimiento del alma entera en entrega propia a Cristo para
salvación del pecado y de sus consecuencias.[1]
De
esta breve, pero no menos acertada definición, podemos concluir al menos tres
cosas que son fundamentales:
1º La fe es una actividad o
ejercicio de la voluntad humana que involucra todo su ser;
2º tiene como objeto a
Cristo; y
3º su propósito es alcanzar
la salvación y el perdón de los pecados.
Pero,
si pudiéramos ahora ahondar en la fe misma en cuanto acción subjetiva, ¿cómo la
definiríamos? O, más precisamente, ¿cuáles son los “ingredientes” que conforman
la fe en cuanto causa instrumental de la justificación? Con estas preguntas en
mente, podemos comenzar definiendo la fe para justificación como: el
asentimiento de la mente y el consentimiento de la voluntad respecto de lo que
Dios ha revelado en Cristo y por el evangelio (Ro 10:17). Pero, y aquí es
necesario que hagamos la correcta distinción, la fe justificadora no consiste
únicamente en una aceptación mental de las verdades evangélicas, no es
simplemente decir «sí, de acuerdo» a lo que está escrito y es anunciado
respecto de la Persona de Jesús. Hay un grado de importancia en la aceptación a
premisas tales como que: Jesús es el Hijo de Dios, el Señor y Mesías prometido;
murió en una cruz para redimirnos de nuestros pecados; fue resucitado al tercer
día por el poder de Dios, en cuya diestra está ahora sentado. Todas esas cosas
son ciertas y deben ser creídas y confesadas para recibir salvación (cf. Ro
10:9), pero aún hay algo más que eso. Bien lo dice John Murray, a quien leímos
en la cita anterior: «la fe no consiste en creer cierto número de proposiciones
verdaderas acerca del Salvador, por más que éstas sean ingredientes esenciales
de la fe. La fe consiste en confiar en una persona, la persona de
Cristo, el Hijo de Dios y Salvador de los perdidos. Consiste en entregarnos a
él. No es simplemente creer en él. Es creer y confiar en él.»[2]
Esta idea, esta fe
fiducial (fidem fiduciam), por supuesto, no debe conducirnos a un
rechazo a las proposiciones de la fe como tal. Razón hay también en las
palabras del doctor Erickson, cuando explica que «el tipo de fe que se necesita
para la salvación tiene que implicar creer que y creen en, o asentir a hechos y
confiar en una persona.»[3]
A decir verdad, la fe para justificación contempla ambos aspectos, y cuando lo
primero —creer que; asentir a hechos revelados— ha de comprometer no sólo al intelecto,
sino también a la voluntad y a la determinación de aquel que ha sido llamado
por Dios al encuentro espiritual con su Hijo, lo segundo —creer en, confiar en
Aquel— se transforma en una consecuencia necesaria e inevitable. De otra
manera: el que tiene fe cree y confía, ambas cosas siempre están presentes y
compenetradas en toda fe verdadera, no se pueden separar[4].
De gran valor son aquí las palabras de Herman
Ridderbos:
Ni por un momento debemos aceptar la idea de que la fe
—debido a que está tan ligada a la tradición y consiste en la obediente
sujeción a la doctrina apostólica de la salvación— resida solamente o en primer
lugar en la esfera cognitiva y no afecte desde el comienzo al hombre en la
totalidad de su existencia.[5]
Contrario a esta idea fue la opinión que tuvo William
R. Newell (entre otros teólogos), para quien «La fe no es confianza, [...]. La
fe es simplemente nuestra aceptación del testimonio de Dios como verdadero.»[6]
Fe es creer lo que Dios ya ha hecho por nosotros en la cruz de Cristo, y sólo
eso. La confianza y la fe deben entonces distinguirse cuidadosamente, siendo la
primera aquello que «siempre mira lo que Dios hará; mientras que la fe ve lo
que Dios dice que fue hecho y cree la Palabra de Dios con convicción de que es
verdadera, y verdadera para nosotros mismos»[7].
Para Newell, la confianza es la experiencia de vida a la que nos lleva la fe,
pero no define a la fe misma[8].
Sin embargo, creo que Newell no estaba definiendo a la confianza en el mismo
sentido como la han definido —y
aún la definen—
los que utilizan (utilizamos) el término para hablar de la fe justificadora o
salvífica. Para él la confianza consiste en esperar que Dios haga algo por
nosotros, mientras que la fe salvífica consiste en creer lo que ya ha hecho en
la cruz para salvarnos[9].
Pero en nuestra definición de fe, no estamos con ella significando precisamente
la esperanza de lo que Dios va a hacer —aunque
también eso se implica dentro del mismo concepto—[10], sino más bien la
seguridad de que Dios en Cristo es quien dice ser, esto es, nuestro salvador y
redentor, una convicción que no sólo involucra a nuestro entendimiento, sino
también a nuestro ser en entrega plena a esa verdad. De otra manera: no sólo
somos persuadidos a aceptar tal verdad, sino que también nos fiamos de ella y
nos apoyamos en Aquel que la declaró primero: Dios en Cristo.
Charles Hodge, siguiendo a la tradición reformada,
escribió acertadamente:
El
elemento primario de la fe es confianza. [...] La idea primaria de verdad es
aquello que es digno de confianza; aquello que sustenta nuestras expectativas,
que no frustra porque realmente es aquello que se supone o que se declara ser.
Se opone a lo engañoso, lo falso, lo irreal, lo vacío y lo carente de valor.
Considerar algo como verdadero es considerarlo como digno de confianza, como
siendo lo que declara ser. Por tanto, fe, en el sentido global y legítimo de la
palabra, es confianza.[11]
Ahora bien, tal definición que limita la fe a sólo
creer en algo —aceptar
como verdadero lo que Dios ya ha hecho por nosotros, por ejemplo—, no es distinta a la de la
mera creencia y aceptación del intelecto de otras afirmaciones proposicionales,
como por ejemplo que dos más dos es igual a cuatro; o que el azul es un color
distinto del naranja. Pero la aceptación de tales verdades no amerita —ni
requieren de— la participación de mi voluntad ni mi compromiso personal con el
objeto en sí, ni menos aún pueden involucrar mi alma en subordinación absoluta
de a quien le creo esas verdades. La fe cristiana, no obstante, y contrario a
eso, nos impele a la dependencia del Cristo en quien creemos como salvador, y
esa sola diferencia hace que el mero «creer en algo» no agote en realidad el
contenido del concepto de fe que estamos aquí considerando. Sí, creemos en lo
que Dios nos ha dicho por su Palabra y creemos también en Aquel de quien se
dice eso, lo que no sólo ha sido significativo para nuestra mente con la cual asentimos
a esa revelación —a ese conocimiento—, sino que también ha movido nuestra voluntad en entrega y
dependencia del objeto Aquel que es presentado como nuestro salvador y
redentor. Esto es, en esencia, la confianza de la que hemos venido hablando.
Ciertamente, la fe, en cuanto a la participación del intelecto se refiere,
requiere de ciertos conocimientos de tipo proposicional acerca de los cuales se
nos demanda responder y también obedecer. De ninguna manera la fe cristiana es
un salto al vació o a lo desconocido, por mucha confianza que pueda haber en
esa acción. Tal clase de fe es a la verdad ingenua y carente de razón. En este
sentido, y como bien señaló Ridderbos: «el conocimiento ocupa un lugar
importante en el concepto paulino de la fe. No podemos aproximarnos a la fe
desde la esfera de las emociones o los sentimientos en el sentido del
misticismo pagano. Tampoco podemos definir a la fe como un acto de entrega o Entscheidung (decisión, resolución) sin
una clara noción de aquello a lo que uno se entrega o por lo que se decide. La
fe presupone más bien un conocimiento sobre el cual descansa y del cual deriva
siempre su poder. [...] El conocimiento califica a la fe como una fe
consciente, dirigida y, por lo tanto, convencida y segura.»[12]
A ninguna persona
inconversa se le puede exigir que crea en Jesús sin saber quién es Jesús y qué
ha hecho por el hombre, pues de lo contrario su fe carecería de solidez y
fundamento. Sólo conociendo quién es el Cristo en quien creemos es que la fe
supera a la mera superstición y vaguedad de la mente. Esto, por supuesto, debe
implicar a nuestro intelecto. Es así, pues, que podemos hablar de una fe que no
es ni ciega ni insensata, que no mutila nuestro entendimiento ni nos obliga al
abandono de la razón. Quien así cree al Salvador, i.e. con una fe consciente,
dirigida, convencida y segura, puede entender a Pablo cuando dijo a Timoteo: «no
me avergüenzo, porque sé a quién he creído»
(2Ti 1:12).
En conclusión, la fe
salvífica y justificadora no solo implica confianza (fiducia) en Aquel
en quien se cree para salvación (confianza en sus promesas y entrega confiada a
lo que Dios ya ha hecho), sino también conocimiento proposicional (notitia)
respecto de lo que Dios ha llevado a cabo por medio de Jesús (esto es, la
acción de Dios en el acontecimiento de Cristo); y asentimiento (assensus)
a esa revelación, i.e., el consentimiento de la voluntad y aceptación del
intelecto respecto de aquella verdad tocante a Jesucristo que nos es comunicada
por el Evangelio. Necesitamos, pues, conocer aquello en lo que ponemos nuestra
confianza y asentir a aquella verdad en la cual confiamos, de otro modo no
hemos creído en verdad todavía.
[Adaptado de mi libro La justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación]
Notas:
[1] John
Murray, La
Redención: Consumada y Aplicada (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007),
p. 106.
[2] Ibíd., p. 110. Negrillas añadidas.
[3] Millard Erickson, Teología
Sistemática, 2 edición, CTC (Barcelona: CLIE, 2008), p. 949.
[4] A este mismo respecto haremos bien en señalar que, a diferencia de otros
idiomas como el latín, el francés, el inglés y el castellano, en donde el verbo
«creer» y el sustantivo «fe» proceden de diferentes raíces (credere - fides; croice - foi; believe - faith;
creer - fe, respectivamente), en el griego en cambio el verbo «creer» (πιστεύω, pisteúoo) y el sustantivo «fe» (πίστις, pístis) provienen de la misma raíz pist, de manera que un estudio sobre el sustantivo fe en el NT
tiene, al menos en este caso, el mismo efecto que un estudio acerca del verbo
creer.
[5] Herman
Ridderbos, El pensamiento del apóstol
Pablo (Grand Rapids, MI: Libros
Desafío, 2000), p. 322.
[6] William R.
Newell, Romanos, versículo por versículo (Grand Rapids, MI: Portavoz, 1949),
p. 92.
[7] Ibíd.
[8] «Después de la fe salvadora principia la
vida de confianza», ibíd.
[10] Como
cuando leemos a Pablo acerca de la fe de Abraham en Romanos 4:18-21 —y que es
el modelo de fe por el cual somos justificados nosotros. No cabe duda de que su
fe y su confianza —confianza de que Dios iba a hacer lo que le había prometido—
estaban entretejidas y enlazadas formando una misma cosa en realidad. Dice
Pablo: «Él creyó en esperanza contra esperanza» (v. 18), «Y no se debilitó en
la fe al considerar su cuerpo... o la esterilidad de la matriz de Sara» (v.
19), «Tampoco dudó... de la promesa de Dios» (v. 20), por el contrario, estaba «plenamente
convencido de que [Dios] era poderoso para hacer lo que había prometido» (v.
21). Hebreos 11 contiene varios otros ejemplos que vienen a ratificar esta
noción de la fe. La fe salvífica y justificadora tiene también, por supuesto,
ese elemento de confianza en lo que Dios hará. No podemos perder de vista el
hecho de que la propia salvación y justificación tienen también un aspecto
escatológico claro en la Escritura, de manera que no solamente creemos lo que
Dios ya ha hecho por nosotros en la cruz de Cristo, sino que también esperamos
y aguardamos —en fe— el día en que Dios redima finalmente nuestros cuerpos
mortales en la glorificación y venga a nuestro encuentro final para salvación y
justificación en el día del juicio venidero.
[12] Herman
Ridderbos, El pensamiento del apóstol
Pablo, pp. 317 y 318. Para una exposición acerca de la fe —del concepto
paulino de la fe— vista esta como «obediencia», «conocimiento» y «confianza»,
en perspectiva con la nueva vida en Cristo, léase la citada obra de Ridderbos,
pp. 310-329.