Por
Mauricio A. Jiménez
PROLEGÓMENOS
Comencé a escribir este artículo, primero como una respuesta a otro artículo más breve escrito por un hermano de Guatemala, José Luis Salinas, titulado ¿Por qué las iglesias reformadas son
cesacionistas? [léase el artículo completo aquí], que fue compartido hace algún tiempo en una conocida red social y generó variadas reacciones de los que lo leyeron por aquel entonces. Pero la razón fundamental por la que escribo esta presente entrada es para
mostrar a mis lectores, en un esfuerzo intelectualmente honesto y respetuoso, por qué el
cesacionismo falla en sus variados y repetidos intentos por argumentar la validez
de su caso, y también como una reivindicación breve del continuismo como una posición consistentemente bíblica y enteramente compatible con un cristianismo comprometido con la sana doctrina.
Aunque J. L. Salinas—como puede cualquiera comprobar al leer su artículo—no presenta precisamente la mejor o más completa exposición posible para una defensa del cesacionismo (sus argumentos son extremadamente breves y carecen de un desarrollo más acabado, tal vez debido al mismo alcance original de su artículo); no obstante,
sus puntos argumentativos condensados en cinco razones de por qué las iglesias reformadas son cesacionistas, representan y resumen en buena medida las razones típicas de la inmensa mayoría de los
cesacionistas—de los que hacen teología a través de trabajos académicos, pero también de los que discuten en las redes sociales sin una mayor y más profunda comprensión del asunto—, así que voy a avanzar siguiendo el orden argumentativo suyo a fin de ir presentando mis propios contrapuntos.
Comencemos desde lo básico: las definiciones. ¿Qué es el «cesacionismo»? En las palabras de J. L. Salinas:
«El
cesacionismo viene de la palabra «cesar» o «acabar» y esta quiere decir lo
opuesto al continuismo. Esta doctrina postula que los dones extraordinarios
solo fueron un instrumento de validación del Evangelio durante la edad
apostólica y la iglesia primitiva, y que hoy no son necesarios para la Iglesia
actual.»
Es una definición escueta, pero no completamente imprecisa. Ahora bien, es importante entender bien este asunto, pues, reconozcámoslo, no son poco comunes las caricaturas que se hacen al cesacionismo, afirmando cosas tales como que el cesacionismo abogaría por la cesación de los milagros en general, o que Dios ya no actúa de modos extraordinarios hoy en día (por ejemplo, obrando milagros de sanidad o de lo que sea). Peter Masters, conocido teólogo cesacionista, aclara este punto bastante bien:
«Para evitar cualquier confusión es necesario señalar que la postura “cesacionista” histórica no dice que los milagros han cesado, sino que los dones revelatorios y de señal han cesado, esto es, el poder para hablar palabras inspiradas y el poder para obrar milagros y realizar sanidades. Dios ya no delega la administración de milagros a agentes humanos.»[1]
Frank Benoit, de quien he tomado la cita traducida anterior, nos dice que el el «cesacionismo»:
«Tiene que ver con los “dones manifiestamente milagrosos” (estos son los dones de señal) y “los acontecimientos” de la época apostólica, que son las señales o los prodigios milagrosos del primer siglo. El cesacionismo cree que estas cosas “se limitaban esencialmente” al tiempo apostólico porque tenía un propósito temporal en el plan de Dios para esta dispensación de Gracia y para el comienzo de la era de la Iglesia.
El cesacionismo afirma que algunos de los dones (los de señal) y otros acontecimientos milagrosos cesaron después de la etapa apostólica porque ya habían cumplido su función, esto es, echar el fundamento de la Iglesia, mientras que otros dones (los de servicio) son y han sido usados por Dios desde entonces para edificar la Iglesia hasta que Cristo venga por ella. Pero no dice que toda obra milagrosa de Dios ha cesado»[2]
EL PRINCIPIO DE «SOLA SCRIPTURA»
A la pregunta de «¿por qué las iglesias
reformadas son y han sido cesacionistas?», J. L. Salinas responde:
«La
razón tiene que ver con la doctrina que separó la Iglesia protestante de la
Iglesia Católica Romana. Este es el caso de la doctrina de la Sola Scriptura:
aceptar revelaciones implica que la Biblia aún no es suficiente y completa para
ser nuestra regla de fe y doctrina, todavía esperamos más revelación para
adherirla a la Biblia, y así, sea esta completa.»
Pues bien, aquí hay una imprecisión
importante y es necesario que me detenga por un momento en ello antes de pasar
a la lista de sus cinco razones.
Sola Scriptura—i.e. «solamente la
Escritura»—es a menudo descrita por los historiadores y los teólogos como el «principio formal de la Reforma».
Básicamente lo que esta sola
significa es que únicamente la Escritura es la autoridad final para decidir
respecto a asuntos de fe y conducta. Sola
Scriptura fue el grito de guerra de la Reforma Protestante, que insistía en
que la autoridad de la Escritura estaba por sobre la autoridad del Magisterio
de la iglesia, la tradición o incluso la razón. Era el principio de que toda
otra autoridad humana debía someterse a la autoridad final y decisiva de las
Sagradas Escrituras, las únicas que eran infalibles pues procedían de Dios
mismo. Ahora bien, contrariamente a lo que algunas personas puedan pensar, Sola Scriptura NO era un repudio o un
rechazo abierto y absoluto a la autoridad de “las palabras de los hombres”
(como la de los padres apostólicos, los credos o decisiones conciliares), sino
que más bien la afirmación de que toda otra autoridad debía ser sometida a la
autoridad superior de la Palabra de Dios—“la verdad de las Escrituras”. Como
bien nos explica Mark D. Thompson en su capítulo sobre la Sola Scriptura para el libro Fundamentos teológicos de la reforma:
«A lo
largo de su ministerio, Lutero citaría a los Padres y credos e incluso a
algunas decisiones de los consejos de la iglesia primitiva en apoyo de su
enseñanza, pero él no las consideró decisivas. Sin embargo, también fueron más
que meramente ilustrativos. En la medida en que expresaban fielmente la enseñanza
de la Escritura, debían considerarse como autoritativos. La Escritura no era la
única autoridad sino la autoridad final.
Que esto fue
lo que Lutero quiso decir con el lema Sola
Scriptura se hizo aún más claro unos años después cuando, tras la amenaza
de excomunión de León X (1513-1521), escribió Una afirmación de todos los artículos (1520):
No quiero desechar a todos los más aprendidos [que yo], sino que sea la sola
Escritura la que reine, y no para interpretarla por mi propio espíritu o el
espíritu de cualquier hombre, sino, quiero entenderla por sí misma y por su
espíritu.
[...]
Así que, para
Lutero, la Escritura misma permaneció como la autoridad final, pero esto no
eliminó toda apelación a los Padres, los credos y las decisiones de la Iglesia.
Leer las Escrituras es una actividad de compañerismo en la cual las voces de
aquellos que han leído antes que nosotros deben ser escuchadas atentamente. El
individualismo de siglos posteriores se lee anacrónicamente en la apelación de
Lutero a la sola Scriptura. Tampoco
la autoridad final de las Escrituras eliminó toda necesidad de aplicar la razón
humana al significado del texto. Lutero sin duda podría hacer uso de la lógica
para construir un argumento teológico de vez en cuando (especialmente cuando
discute con los suizos), y su posición en Worms sí incluyó, después de todo, la
frase “o por una razón evidente.” Pero, críticamente, tanto una apelación a los
Padres como la aplicación de la razón podrían cuestionarse sobre la base de la
lectura clara del texto de la Escritura. La Escritura sola debe reinar.
Nuestras conciencias no están sometidas a ninguna otra autoridad que no sea la
Palabra de Dios.»[3]
En
definitiva, Sola Scriptura NO fue un
principio en respuesta al continuismo (en cualquiera de sus expresiones carismáticas),
sino un grito de guerra en contra de aquellos que pretendían arrogarse la
autoridad para decidir con respecto a los asuntos de fe y conducta. En su
propio contexto histórico—i.e. en el de los reformadores—Sola Scriptura debía significar que ni el papa ni ninguna otra
autoridad eclesial podían oponerse a las Sagradas Escrituras y considerárseles
al mismo tiempo dignos de obediencia, porque no eran ellos la medida a partir
de la cual juzgar la verdad del Evangelio, sino la propia Palabra de Dios que estaba
por sobre cualquier otra autoridad humana. De otra manera: toda autoridad
humana debe ser sometida a la autoridad final de las Escrituras, sin la cual
ninguna conciencia debe—ni está obligada a—quedar cautiva. Sólo las Escrituras
son la máxima autoridad y la única regla infalible para el sustento firme de
nuestras doctrinas y prácticas de fe. Solo ella es necesaria y suficiente para
conocer la voluntad de Dios en lo que a nuestra salvación y a la revelación de
su Hijo concierne.
Por
lo tanto, cuando en el artículo de J. L. Salinas se afirma que Sola Scriptura tenía que ver con la no
aceptación de otras revelaciones, lo que se hace es más bien desconocer el real
significado y sentido de esta sola—lo
que ya expliqué antes. Por otra parte; sin embargo, hay algo de cierto en la
idea de que sola scriptura nos
previene y “mantiene alertas” acerca de cualquier otra “revelación” que quiera
ocupar un lugar de autoridad junto y a la par de las Escrituras; sin embargo,
suponer que el continuismo aboga por un concepto de «revelación» en el mismo
sentido en el que hablamos de las Escrituras como «Revelación» y como «Palabra
de Dios», constituye una de las formas de la falacia por asociación, un error
no poco común en las discusiones actuales sobre este tema. Pero me referiré a
ello más adelante.
LA EVIDENCIA BÍBLICA
Estoy
de acuerdo con J. L. Salinas en que «si creemos en la Sola Scriptura, esta doctrina
[el cesacionismo] debe estar en la Escritura, y la debe apoyar bíblicamente y
lógicamente». Pero no puedo estar más en desacuerdo con los argumentos de
prueba que él aduce a este respecto, porque ninguno en realidad es
determinante, y antes que ser persuasivos son altamente especulativos e
imprecisos. Sus argumentos o razones están divididos en cinco puntos que pasaré a
analizar a continuación.
«1. Existe un texto explícito de la cesación
de dones»
El
supuesto texto explícito que se menciona es 1 Corintio 13:8, “El amor nunca deja de ser; pero las
profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.” ¡Pero J.
L. Salinas no ofrece absolutamente ni una sola explicación de por qué ese texto
debiera servir a la causa cesacionista que él quiere defender—que dichos dones
ya cesaron! Simplemente cita el texto y pasa al punto 2 de sus razones para
seguir con otro argumento. Hubiese sido interesante leer sus argumentos
exegéticos acerca de este pasaje, pero tristemente—y en desmedro de la fuerza
de su propio argumento—esto no ocurrió.
¿Pero
de qué es de lo que estaba hablando Pablo en este texto en concreto? El
versículo citado está dentro de un contexto en que lo que se quiere mostrar es
la prevalencia y superioridad del amor en cuanto a los dones como profecía,
lenguas, y ciencia. Aparentemente, los corintios erraban al definir su
espiritualidad sobre la base de los dones espirituales que poseían, pero para
Pablo la verdadera naturaleza de la espiritualidad estaba en realidad muy de la
mano con el amor dentro de la ética cristiana, el cual debía ser la base para
la operación y el ejercicio de todos los demás dones al interior de la iglesia.
Los dones de profecía y ciencia son temporales y dan cuenta de lo imperfecto (“...en parte conocemos, y en parte profetizamos”,
v. 9), pero el amor nunca deja de ser. En efecto, Pablo afirma que los dones de
profecía, las lenguas y la ciencia acabarán, ¡pero cuando venga lo perfecto!
(v. 10).
No
sé qué entiende J. L. Salinas por «lo perfecto» en este contexto en particular,
pues no nos da ninguna explicación. Sin embargo, son varios los
cesacionistas—desde eruditos reputados hasta neófitos en la materia—los que han afirmado que
«lo perfecto» es una referencia a la culminación del canon del Nuevo Testamento.
Lo que Pablo dijo entonces—según ellos—es que cuando el canon se haya
completado cesarán la profecía, las lenguas y la ciencia. Mientras que algunos
hablan de cuando se hubo completado el proceso de la revelación bíblica—esto
es, el canon bíblico a finales del s. I (p. ej. B. B. Warfield, Robert L.
Reymond, Robert Gromacki, y varios más), otros incluso hablan del tiempo en que
el canon fue establecido y confirmado por la iglesia (años 393 y 397,
respectivamente), pero en cualquier caso de algo relativo a la completitud de
la revelación de Dios por medio de las Escrituras.
Ahora,
el problema con esa interpretación es que no resiste a la exégesis de los
textos allí implicados, y su afirmación requiere de algo más que lo que el texto nos
dice—de hecho, requiere de una idea que no puede ser respaldada ni por el contexto,
ni por el sentido más natural de las palabras de Pablo. Por otra parte en
cambio, un análisis detenido y cuidadoso de todo el conjunto de versículos de 1
Co. 13:8-13 apuntan a que «lo perfecto» no es sino una referencia clara a la
segunda venida de Cristo, a ese estado de gloria cuando entonces veamos «cara a cara»—no como por un
espejo (oscura e imperfectamente como era con los espejos de aquel tiempo de
los apóstoles)—, y cuando entonces alcancemos la más plena madurez espiritual y conozcamos como hemos sido conocidos (v.
12, y me pregunto si en verdad los que sostiene que aquí se habla del cierre del canon piensan que ya conocen como han sido conocidos [conocidos por Dios], esto es, en la plenitud del conocimiento de todos los misterios escondidos de Dios—conocimientos a los cuales nuestras mentes aún limitadas, y debido a su propia limitación de la carne, no pueden acceder). Incluso un cesacionista reputado como Richard Gaffin, reconoce que «lo
perfecto» y el «entonces» del v. 12 «se refieren sin duda al momento del
regreso de Cristo. El punto de vista de que ellos [estos conceptos] describen
el momento en el que se termina el canon del Nuevo Testamento no se puede
convalidar exegéticamente»[4]. Para
Gaffin, la idea de que «lo perfecto» tenga en mente la conclusión del canon del
NT o cualquier otro tipo de estado de cosas anteriores a la parusía,
«simplemente no es creíble exegéticamente»[5]. Como bien dice David E. Garland en su comentario a 1Corintios para la prestigiosa serie Baker Exegetical Commentary on the New Testament (BECNT), «“Lo perfecto” se refiere al estado de cosas provocado por la parusía (Robertson y Plummer 1914: 287, 299-300; Lietzmann 1949: 66, 189; Fee 1987:646; Schrage 1999:307-8). Pablo usa el verbo ἐλθεῖν (elthein) en Gal. 4:4 para referirse a la llegada de la plenitud de los tiempos. Aquí, la batería de tiempos futuros, la desaparición de lo parcial reemplazado por lo completo, y la referencia a saber como Dios nos conoce, todo apunta al tiempo final. Contrasta la era actual con la era por venir. El “perfecto” es la abreviatura para la consumación de todas las cosas, el objetivo previsto de la creación; y su llegada desplazará naturalmente lo parcial que experimentamos en la era actual. Los dones humanos brillan gloriosamente en este mundo, pero se desvanecerán en nada en presencia de lo que es perfecto. Pero también habrán cumplido su propósito de ayudar a construir la iglesia durante la espera y llevarla al umbral del fin. Cuando llegue el final anticipado, ya no serán necesarios.» —1 Corinthans, BECNT (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 2003).
Por
razones de espacio, tiempo y propósito no me voy a extender en argumentar
porqué es preferible una interpretación escatológica de la expresión «cuando
venga lo perfecto» como referencia a la segunda venida y al estado de cosas que le acompañarán, pero remito a quienes
estén interesados a la excelente exposición que hace Grudem sobre 1 Co 13:8-13,
en la sección «¿Han cesado algunos dones?
El debate sobre el cese de los dones» del capítulo 52 de su Teología Sistemática (Miami, Fl.: Vida,
2007), pp. 1088-1096.[6] También la
exégesis de D. A. Carson en su libro Manifestaciones
del Espíritu: Una exposición teológica de 1 Corintios 12-14 (Barcelona:
Andamio, 2000), pp. 96-116 será de mucha utilidad para quienes quieran indagar
sobre esta cuestión en particular.
En
definitiva entonces, el argumento del punto 1 no es un argumento convincente, ni
menos determinante; de hecho no es un argumento en lo absoluto, pues sólo se limita a citar un pasaje que no nos dice que
los dones extraordinarios fueran a cesar en algún momento inmediatamente posterior al de la era
de los apóstoles—o para cuando el canon del la Biblia fuera confirmado por la
iglesia.
«2. En la Biblia los dones extraordinarios se
relacionan estrictamente con la Iglesia primitiva y los apóstoles»
En
el artículo se citan tres textos: 2 Corintios 12:12; Hechos 15:12 y Romanos
15:18-19a. Todos ellos hacen referencia directa a las señales milagrosas
realizadas por Pablo o algún otro apóstol, así que asumo que cuando J. L. Salinas
dice: «se relacionan estrictamente con la Iglesia primitiva y con
los apóstoles» (énfasis mío) se refiere exclusivamente a los apóstoles
y a nadie más. Si este es el caso, mi respuesta es que el Nuevo Testamento nos muestra algo distinto: Otros hermanos fuera del círculo de los apóstoles
también realizaron milagros o manifestaron alguno de los dones extraordinarios que están bajo discusión (véase Hch. 6:8; 8:5-8; 9:17-18; 11:27-28; 13:1; 15:32; 19:6; 21:9; cf. Gál 3:5; 1 Ts. 5:19-20). Por
otro lado, 1 Corintios 12:7-11 no parece que esté diciendo que los dones
extraordinarios sólo fueran para los apóstoles, muy por el contrario, sugiere
que eran dones para la iglesia en general (cf. 12:27ss); y es también precisamente en esta primera epístola en que Pablo recuerda también a los hermanos las bendiciones que de Dios han recibido, y añade: «nada os falta en ningún don» (1 Co. 1:7). Un argumento más extenso a esta cuestión y en respuesta a la idea de que los dones milagrosos de sanidad tenían como finalidad única autenticar a los apóstoles como verdaderos enviados de Dios y portadores de su mensaje, puede verse en este otro artículo mío más reciente, especialmente en el punto 4 (ver aquí).
Con
frecuencia, algunos interpretan el pasaje de 2 Corintios 12:12—“con todo, las señales de apóstol han sido
hechas entre vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y milagros”—como
si significasen que los milagros fueron por
sí mismos los signos o señales de un apóstol y, en consecuencia, de nadie
más aparte de ellos. Pero, como correctamente explica Sam Storms:
El
argumento de Pablo es que las señales, prodigios y milagros acompañaron su
ministerio en Corintio; fueron elementos vinculados a su labor apostólica. Pero
no eran por sí mismos «las señales de un apóstol». Para Pablo, las marcas
distintivas de su ministerio apostólico eran, entre otras cosas: (a) el fruto
de su predicación, es decir, la salvación de los corintios (cf. 1 Co. 9:1b-2,
«¿No sois vosotros mi obra en el Señor? Si para otros no soy apóstol, por lo
menos para vosotros sí lo soy; pues vosotros sois el sello de mi apostolado en
el Señor,»; cf. 2 Co. 3:1-3); (b) su imitación de Cristo, en la santidad, la
humildad, etc. (cf. 2 Co. 1:12; 2:17; 3:4-6; 5:11; 6:313; 7:2; 10:13-18;
11:6,23-28); y (c) su sufrimiento, dificultades, persecución, etc. (cf. 4:7-15;
5:4-10; 11:21-33; 13:4). Pablo desarrolló pacientemente estas “señales”, que
son las que marcan su autoridad apostólica, y que estuvieron acompañadas de las
señales, prodigios y milagros que realizó.
Recordemos también que Pablo no se
refiere a las “señales” de un apóstol o a los fenómenos milagrosos que
acompañaron su ministerio como una forma de diferenciarse de los cristianos que
no eran apóstoles, sino de los falsos profetas que estaban confundiendo a los
corintios (2 Co. 11:14-15, 33). Wayne Grudem llega a la siguiente conclusión: «En resumen, el contraste no está entre los apóstoles que
podían hacer milagros y los otros cristianos que no los podían hacer, sino
entre los apóstoles cristianos verdaderos,
mediante los cuales el Espíritu Santo obraba, y los no cristianos que
pretendían pasar por apóstoles, mediante los cuales el Espíritu Santo no hacía
nada.»[7]
Por otro lado, la afirmación de que en la
Biblia los dones extraordinarios se relacionan estrictamente con la Iglesia
primitiva ¡es ridículamente obvia!, pues prácticamente todo lo que la Biblia relata o narra—a
excepción de ciertos pasajes escatológicos que apuntan a la segunda venida—consiste de
cosas que sucedieron en el propio contexto de los apóstoles y de la Iglesia del
primer siglo. Es obvio que cuando Lucas nos narra los sucesos milagrosos en el libro de Hechos, o cuando Pablo escribe acerca de los
dones espirituales extraordinarios a los corintios, lo que tenían en mente era
algo que, en primera instancia, únicamente podía tener relación con la Iglesia
de ese tiempo y con las circunstancias que les llevaron a escribir sobre
eso—esto último es especialmente el caso con Pablo. Es, pues, completamente
inapropiado preguntar por alusiones en la Biblia a dones extraordinarios en el
contexto de la vida de la Iglesia del segundo, tercer o cuarto siglo y
siguientes, básicamente porque los relatos de milagros y del ejercicio de los
dones extraordinarios están enfocados precisamente en lo que estaba sucediendo
durante este particular momento de la historia de la Iglesia. Sin embargo, y
aquí está el punto, eso de ninguna manera prueba que los dones extraordinarios
sólo tuvieran vigencia para ese período. Lucas, por ejemplo, no está haciendo—ni
pretende hacer—una descripción de la vida de la Iglesia hasta el regreso de
Cristo, sino sólo ofreciendo una narrativa de los primeros años de la Iglesia
del Nuevo Pacto y de la expansión del evangelio hasta el primer arresto de
Pablo en Roma (años 60-62), por lo tanto es obvio pensar que todo lo que
escribió se limita únicamente al período comprendido en sus relatos. Pero de nuevo, eso no demuestra que los dones descritos hayan sido sólo para ese tiempo.
En
definitiva, este segundo punto tampoco ofrece un argumento que sea determinante
para el caso que se quiere defender. Los pasajes citados en modo alguno prueban
la cesación de los dones extraordinarios en algún momento al final de la era de
los apóstoles.
«3. El
progreso de construcción de la Biblia manifiesta la no necesidad de los dones»
En
este punto hay mucho que decir. El argumento aquí es que los dones
extraordinarios fueron menguando con el tiempo, pero también que estaban
localizados a sólo ciertos lugares y no fueron todo el tiempo necesarios. Se
cita 1 Corintios 14:39 en donde Pablo exhorta a los hermanos a profetizar y a
no impedir el hablar en lenguas, y se compara con el pasaje de Santiago 5:14 en
donde Jacobo exhorta a la iglesia a que si alguno está enfermo que llame a los
ancianos de la iglesia y que estos oren por él ungiéndole con aceite en el
nombre del Señor. La conclusión de J. L. Salinas es que
«los
dones extraordinarios no estaban presentes en todas las Iglesias y no eran
necesarios. En el periodo de las iglesias apostólicas hubo una manifestación
temprana que fue cesando.»
Honestamente,
me cuesta trabajo encontrar la lógica de esta conclusión a partir de la
información que él nos ofrece: dos textos bíblicos, uno de mediados del 50' d.C.
que exhorta al uso de los dones extraordinarios de profecía y lenguas, y otro
de la década de los 40' d.C. que no hace alusión a tales dones—en este caso al
de sanidad. Pero, ¿por qué esa información debiera llevarnos necesariamente a
la conclusión de que «los dones extraordinarios no estaban presentes en todas
las Iglesias» o, más importante aún, que «fueron cesando»? La falacia de ese punto es obvia: sólo
porque en un caso—en el de la epístola de Santiago, por ejemplo—no se haga
referencia directa al don de sanidad para acudir a los enfermos de entre los
hermanos, no quiere decir que el don no estuviera presente, que hubiera cesado,
o que no fuera necesario en ningún sentido. Aunque es posible que los dones extraordinarios no estuvieran repartidos de manera uniforme en cada iglesia, y admitimos también la posibilidad de que en algunas iglesias estos se manifestaran más abundantemente que en otras, la cita de Santiago 5:14
simplemente no prueba la tesis de que en algunas iglesias los dones extraordinarios no estaban
presentes y que no eran necesarios. Además, este argumento, incluso si
funcionara, sólo lo haría para el caso del don de sanidad, pero no así con
respecto de los otros dones extraordinarios—¿por qué la ausencia de un
don en una iglesia determinada significaría la ausencia de todos los demás
dones? El argumento simplemente carece de lógica. Por último, si, como piensan
varios eruditos del NT, Santiago escribe una epístola
católica—i.e. a la Iglesia en general—¿cómo esperaba él que sus lectores de
las diferentes partes a donde había sido establecida la iglesia del Señor
entendieran esa exhortación a que los ancianos oraran por los enfermos? En mi
opinión, es evidente que el asunto de la oración por sanación en este texto no
era el punto al que Santiago quería dirigir la atención de sus lectores, sino a
la oración como tal y el orar persistente que debía caracterizar a los hermanos
en comunidad (nótese la insistente alusión a la oración desde los versos 13 al
18). Hay pues también, un reconocimiento de la autoridad de los ancianos de
cada congregación a quienes Dios ha dotado de la gracia pastoral y puesto para
atender a las necesidades espirituales de los hermanos. La explicación que nos
ofrece Douglas Moo me parece que modera bastante bien la discusión:
El
hecho de que Santiago atribuya el poder de sanidad a la oración de los
ministros de la iglesia local contrasta con las menciones que Pablo hace del
«don» de sanidad (1 Co. 12:9, 28). ¿Es que en las iglesias de Santiago no había
«carismáticos» que tuvieran el don de sanidad? ¿Está diciendo Santiago que el
poder para sanar solo pertenece a aquellos que ocupan un puesto concreto de
liderazgo en la Iglesia? Estas son preguntas de difícil respuesta, y tienen que
ver con la cuestión más amplia de la relación entre los ministerios
«carismáticos» y los ministerios «organizados» del NT. No obstante, diremos
brevemente que, al parecer, entre las primeras iglesias había diferencias en
cuanto al grado de manifestación de algunos dones. Parece ser que la iglesia en
Corinto era una excepción, puesto que en el NT solo leemos sobre dones tales
como «las sanidades» y «los milagros» en las cartas dirigidas a dicha iglesia
(contrastar con Ro. 12:6-8 y Ef. 4:11). La organización de la Iglesia no infravalora
o ignora los dones, sino que sirve como mecanismo para reconocer los dones de
las personas y crear canales para que sus ministerios sean para la edificación
del Cuerpo. Los ancianos eran aquellos líderes espirituales cuya madurez en la
fe era reconocida por la Iglesia. Por tanto, debido a su rica experiencia, es
normal que se les llame a ellos para orar por la persona que está enferma.
Ellos deberían ser capaces de discernir la voluntad de Dios y orar con la fe
que reconoce y recibe el don divino de sanidad. A la vez, Santiago deja claro
que toda la Iglesia debería estar orando por la sanidad de los enfermos (v.
16a). Así, aunque no niega que algunas personas de la Iglesia puedan tener el
don de sanidad, Santiago anima a todos los creyentes, y en especial a los
encargados del ministerio pastoral, a orar por la sanidad de los enfermos.[8]
Una última cosa que hay que observar aquí, es que si la epístola de Santiago se
escribió, como hoy casi la mayoría de los estudiosos cree, en una fecha cercana
al 40, luego no puede existir motivo alguno para suponer la cesación del don de
sanidad sobre la base de lo que Santiago exhorta en 5:14, pues es por todos sabido
que las décadas 40-60 son el período del intenso ministerio de Pablo—y de la
mayoría de los otros apóstoles—un ministerio caracterizado no sólo por la
proclamación del Reino de Dios entre los judíos y gentiles de los diferentes
lugares del imperio romano, sino también por las señales milagrosas que
acompañaron a esa anunciación (esto es especialmente cierto en el caso del ministerio de los apóstoles y evangelistas itinerantes). Por consiguiente, no puede Santiago haber
significado la cesación del don de sanidad—ni la no necesidad del mismo.
Además, hay que dar lugar también a la posibilidad de que ciertas enfermedades no requirieran de un milagro—ya sea obrado directamente por Dios o por medio de algún tercero ejerciendo algún don carismático. En 1 Timoteo 5:23, por ejemplo, leemos a Pablo indicándole a Timoteo que no beba agua, sino que use un poco de vino “a causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades”. Nadie puede dudar que Pablo tuviera el don de sanidad, pero ¿por qué entonces no usó de su don para curarle? Pienso que la razón no debe buscarse en la ausencia de hermanos cerca de Timoteo que pudieran orar a Dios por un milagro, sino en las circunstancias y naturaleza de su enfermedad. Cuando Pablo dijo a Timoteo que usara vino por causa de su mal estomacal, lo que estaba haciendo era indicarle una medida de uso medicinal conocida para tratar los problemas estomacales (así, por ejemplo Hipócrates, Medicina Antigua 13; y más tarde el Talmud, Berakoth 51a; Baba Bathra 58b), ocasionalmente provocados por la ingesta de agua contaminada. Timoteo no estaba padeciendo al parecer una enfermedad terminal o incurable por la medicina tradicional, así que esta indicación antes que probar que el don de sanidad había cesado o estaba menguando, sólo prueba que no para todos los casos era necesario acudir a la sanidad milagrosa (la que por lo general se llevaba a cabo en casos en donde la medicina tradicional era impotente para sanar—como dar vista a un ciego, hacer andar a un paralítico, curar de lepra, etc., y por lo general en el contexto de la evangelización y de la proclamación del Reino).
Además, hay que dar lugar también a la posibilidad de que ciertas enfermedades no requirieran de un milagro—ya sea obrado directamente por Dios o por medio de algún tercero ejerciendo algún don carismático. En 1 Timoteo 5:23, por ejemplo, leemos a Pablo indicándole a Timoteo que no beba agua, sino que use un poco de vino “a causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades”. Nadie puede dudar que Pablo tuviera el don de sanidad, pero ¿por qué entonces no usó de su don para curarle? Pienso que la razón no debe buscarse en la ausencia de hermanos cerca de Timoteo que pudieran orar a Dios por un milagro, sino en las circunstancias y naturaleza de su enfermedad. Cuando Pablo dijo a Timoteo que usara vino por causa de su mal estomacal, lo que estaba haciendo era indicarle una medida de uso medicinal conocida para tratar los problemas estomacales (así, por ejemplo Hipócrates, Medicina Antigua 13; y más tarde el Talmud, Berakoth 51a; Baba Bathra 58b), ocasionalmente provocados por la ingesta de agua contaminada. Timoteo no estaba padeciendo al parecer una enfermedad terminal o incurable por la medicina tradicional, así que esta indicación antes que probar que el don de sanidad había cesado o estaba menguando, sólo prueba que no para todos los casos era necesario acudir a la sanidad milagrosa (la que por lo general se llevaba a cabo en casos en donde la medicina tradicional era impotente para sanar—como dar vista a un ciego, hacer andar a un paralítico, curar de lepra, etc., y por lo general en el contexto de la evangelización y de la proclamación del Reino).
Pero
de regreso al argumento de J. L. Salinas, ¿Qué tiene que ver el «progreso de
construcción de la Biblia» con las citas de 1 Corintios y Santiago? El avance o
progresión de las Escrituras está directamente relacionado con el tiempo en que
fueron escritas las diferentes epístolas y libros del NT, pero si como J. L.
Salinas dijo en otra parte el argumento aquí no se basa en la temporalidad de
los escritos sino en la necesidad y localidad de los dones, no me queda
entonces claro el contraste que quiere mostrar, ni cómo o en qué medida esa
comparación sirve a la causa de su premisa del punto 3, que recordemos afirma
que: «El progreso de construcción de la
Biblia manifiesta la no necesidad de los dones». Por otra parte, la
afirmación de que «los dones extraordinarios no estaban presentes en todas las
Iglesias y no eran necesarios», además de ser imprecisa y altamente especulativa, tampoco prueba la
cesación de tales dones. ¡Que algo no sea necesario no significa que deje de
existir! Además, incluso si el don no era necesario para cierto lugar en
particular, no quiere decir que entonces no lo fuera para ningún lugar en
general. El razonamiento de J. L. Salinas—y de los que opinan como él—falla en no poder mostrarnos por qué
sería necesariamente lógica la cesación general de los dones extraordinarios
por su ausencia en algún lugar en lo concreto.
Pero
su argumento a esta premisa sigue:
«En el
periodo de las iglesias apostólicas hubo una manifestación temprana que fue
cesando. Esto se ve más claramente en las listas de dones. La carta temprana de
primera a los Corintios contiene una lista de dones que incluyen los dones
extraordinarios. Mientras las demás cartas posteriores que también incluyen
dones como Romanos 12 (58 d.C.) y 1 Pedro 4 (65 d.C.) no presentan dones
extraordinarios»
¿Qué se supone que debiera probar esta
alusión a la ausencia de una referencia directa de los dones extraordinarios en
escritos bíblicos posteriores al de 1 Corintios? Se supone que eso probaría
que los dones extraordinarios fueron cesando a medida que las Escrituras se fueron
redactando o completando. Pero ese argumento, así como los otros que ha referido hasta aquí J. L. Salinas, no es nuevo (un argumento que vemos repetirse, con algo más de desarrollo, en el trabajo de Frank Benoit de 2017, reeditado en 2020 con el título No por ignorancia: Una explicación del cesacionismo [Deep River Books], en la sección titulada «La evidencia de la revelación progresiva», pp. 61-66 [edición Kindle]). Sin embargo, pregunto: ¿Por qué la no referencia a estos dones en epístolas posteriores nos
debiera llevar a semejante conclusión? Que una epístola dedique más espacio
para hablar de un tema en particular, mientras que otras epístolas posteriores
no lo hagan o a penas lo mencionen, ¡no prueba que dicho tema ya no sea tema! Sólo prueba que no es un tema necesario al cual referirse en una u
otra epístola particular (cada epístola tiene su propósito según la necesidad del autor). Tomemos como ejemplo la doctrina de la justificación; mientras que en Gálatas (posiblemente la
primera de las epístolas de Pablo) y—en menor medida—en Romanos la doctrina de
la justificación por la fe y la circuncisión de la ley parecen ser el tema
dominante, en Filipenses en cambio (ca. 60 d.C.) Pablo habla sobre ambas cosas
muy concisamente (cap. 3:2-9) y no como un tema en sí mismo o de elevada
importancia con respecto a toda la epístola. ¿Debemos entonces concluir que la
doctrina de la justificación en Pablo había perdido importancia o vigencia para él o para
la Iglesia del Señor? La respuesta es obvia: NO. No obstante, la lógica del
argumento de J. L. Salinas—y de otros que argumentan como él—nos tendría que llevar a una respuesta
peligrosamente afirmativa.
En
todo caso, la afirmación de que Romanos 12 no presenta dones extraordinarios es
también imprecisa, pues en el versículo 6 Pablo claramente dice: “De manera que, teniendo diferentes dones,
según la gracia que nos es dada, si el
de profecía, úsese conforme a la medida de la fe...”
En
definitiva, este tercer punto tampoco ofrece un argumento que sea determinante
para el caso que se quiere defender. Los pasajes citados en modo alguno prueban
que los dones extraordinarios fueron cesando progresivamente y en la medida de
que las Escrituras del NT se fueron completando.
OTROS ARGUMENTOS
«4. La evidencia histórica corrobora la
desaparición de los dones extraordinarios»
En
este punto el argumento de J. L. Salinas es el siguiente:
«Si
citamos a los padres apostólicos encontraremos tanto continuistas como
cesacionistas. Lo interesante es ver cómo los padres más tempranos son quienes
registran eventos sobrenaturales, mientras que los cristianos más tardíos no lo
registran»
En
seguida menciona a varios padres de la Iglesia de los siglos II y mediados del
III que registraron eventos que vendrían a corroborar la presencia de los dones
extraordinarios entre los creyentes de su tiempo; y luego menciona a tres
padres apostólicos de mediados de los siglos IV y V que aparentemente
testificaron en favor de la cesación de tales dones en sus días (Agustín de
Hipona, Juan Crisóstomo y Teodoreto de Ciro).
Su
explicación a este supuesto va de la mano con la idea de que el canon bíblico
aún no había sido establecido. Y además de esto, los primeros cristianos—según
él—tenían poco acceso a algunos de los escritos de los apóstoles y del AT, «por
lo que era necesaria la revelación extraordinaria para hacer llegar el
conocimiento del texto bíblico a todos los cristianos» dice él, lo cual
supuestamente quedó atrás con el cierre del canon de las Escrituras en el
397.
Francamente
me sorprenden sobremanera las afirmaciones de J. L. Salinas. ¿En qué se basa él
para aseverar que los cristianos del tiempo anterior al año 397 (que fue cuando
se reafirmó el canon de las Escrituras en el Concilio de Cartago) tenían poco
acceso a los escritos apostólicos o al AT? O peor aún, ¿Qué evidencias ofrece
para afirmar que «era necesaria la revelación extraordinaria para hacer llegar
el conocimiento del texto bíblico a todos los cristianos»?
Pero,
de donde sea que aduzca él esas extrañas afirmaciones, su argumento a partir
del testimonio de los padres de la iglesia presenta a lo menos tres problemas
críticos:
Primero, sólo porque los testimonios de un
determinado—y reducido—grupo de personas coincidan en la afirmación de la
ausencia de evidencias de la manifestación de cualquiera de los dones
extraordinarios en un momento dado, no prueba necesariamente—ni constituyen la evidencia para—la ausencia de
dichas manifestaciones en lo absoluto. Como bien dice Samuel Storms:
«Es
terriblemente presuntuoso concluir que los dones del Espíritu estaban ausentes
en las vidas de personas respecto de las cuales no sabemos prácticamente nada.
En otras palabras, ¡la ausencia de evidencia no es necesariamente la evidencia
de ausencia!
Simplemente no sabemos lo que estaba
sucediendo en las miles y miles de iglesias y reuniones de cristianos en los
siglos pasados. No podemos decir con seguridad que los creyentes oraron
regularmente por los enfermos y los vieron sanar más de lo que usted puede
decir que no lo hicieron. No se puede decir que nunca profetizaron para
edificación, exhortación y consolación (1 Co. 14:3) de la iglesia más de lo que
yo puedo decir que sí lo hicieron. Ninguno de los dos puede decir con confianza
si innumerables miles de cristianos en de toda la tierra habitada oraron en
lenguas en sus devociones privadas. Ese no es el tipo de cosas para las que
podríamos esperar una extensa documentación. Debemos recordar que la impresión
con tipos móviles no existió hasta el trabajo de Johann Gutenberg (1390-1468).
La ausencia de evidencia documentada de los dones en un momento en que la
evidencia documentada para la mayor parte de la vida de la iglesia era, en el
mejor de los casos, escasa no es razón suficiente para concluir que tales dones
no existían»
[Véase el
artículo completo aquí]
Segundo, que Agustín de Hipona haya sido de
los que testificaron en favor de una perspectiva cesacionista de los dones
extraordinarios solo es medianamente cierto—o verdadero hasta cierto punto.
Samuel Storms explica que:
Hay que decir algo
acerca de Agustín (354-430 d. C.), quien al principio de su ministerio propugnaba
el cesacionismo, especialmente con respecto al don de lenguas. Sin embargo, en
sus últimos escritos, se retractó de su negación de la realidad de los milagros
y documentó cuidadosamente no menos de 70 casos de sanidad divina en su propia
diócesis durante un período de dos años (ver su Ciudad de Dios, Libro
XXII, caps. 8-10). Después de describir numerosos milagros de curación e
incluso resurrecciones de entre los muertos, Agustín escribe:
“¿Qué voy a hacer? Estoy
tan presionado por la promesa de terminar este trabajo, que no puedo registrar todos
los milagros que conozco; y, sin duda, varios de nuestros seguidores, cuando
lean lo que he narrado, lamentarán que haya omitido tantos que ellos, al igual
que yo, sin duda conocen. Incluso ahora ruego a estas personas que me disculpen
y que consideren cuánto tiempo me llevaría relacionar todos esos milagros, que
la necesidad de terminar el trabajo que he realizado me obliga a omitir.” (Ciudad
de Dios, Libro XXII, capítulo 8, p. 489).
Nuevamente, al
escribir sus Retracciones al final de su vida y ministerio (ca. 426-27
ad), admite que las lenguas y los milagros más espectaculares, como la curación
de personas “por la mera sombra de
los predicadores de Cristo a medida que pasan”,
han cesado. Luego dice: “Pero lo que dije no debe entenderse como si no se
creyera que se hagan milagros hoy en día en el nombre de Cristo. Porque yo
mismo, cuando estaba escribiendo este mismo libro, conocí a un ciego a quien se
le había visto en la misma ciudad cerca de los cuerpos de los mártires de Milán.
También sabía de otros milagros; tantos de ellos ocurren incluso en estos
momentos que no podríamos estar al tanto de todos ellos o enumerar aquellos de
los que somos conscientes.”
Tercero, y como demuestra más extensamente
Samuel Storms a lo largo de los últimos tres de sus cuatro artículos de la
serie Spiritual Gifts in Church History (Los dones espirituales en la
historia de la Iglesia, dejo aquí los links a esos artículos: Parte 1; Parte 2; Parte 3 y Parte 4), resulta absolutamente
falsa la afirmación de que los cristianos desde mediados del s. IV en adelante
no registraron más eventos que testificaran de la continuidad de los dones
extraordinarios en la vida posterior de la Iglesia. Esto, desde luego, constituye
un problema para el argumento de quienes piensan que no existen testimonios en la historia de la Iglesia posterior a ese período. Si se logra demostrar—lo que
desde luego ya se ha hecho—que algunos de los dones extraordinarios en efecto continuaron con
posterioridad a los siglos IV y V, todo el argumento histórico cesacionista se desmorona para siempre; y lo cierto es que eso es
precisamente lo que sucede, pues contrariamente a lo que afirman a menudo los cesacionistas, la realidad del caso es que la historia NO corrobora la
desaparición de los dones extraordinarios, por el contrario, ¡parece que confirma su continuidad!
No obstante a todo lo dicho, me parece justo hacer un cuarto punto más. No me parece que sea correcto hacer de la evidencia histórica (o de la ausencia de la misma) la base para determinar el peso o veracidad de una posición teológica por sobre otra, cuando el verdadero peso argumentativo para este tipo de discusión debe primeramente buscarse en las Escrituras y no en argumentos que generalmente apelan al silencio (argumentum ex silentio). Además, y como ya hemos dicho, la ausencia de evidencia no es necesariamente la evidencia de ausencia. No debemos tampoco perder de vista que la cuestión de fondo, que es la médula del debate cesacionista/continuista, no es si hay o no evidencia histórica de la continuidad de los dones espirituales extraordinarios, sino si acaso Dios continúa o no dando tales dones a la Iglesia en el desarrollo de su historia. ¿Han cesado para siempre los dones extraordinarios? Esa y solamente esa es la cuestión. Además, incluso aceptando la posibilidad de que estos dones hubieran estado ausentes en algún momento o etapa de la historia de la Iglesia, ¿por qué eso debiera servir como prueba para afirmar la cesación absoluta de esos dones para el resto de la historia de la Iglesia? Pienso que este es un punto para lo cual el cesacionismo sencillamente se queda sin una adecuada respuesta.
Y
como una última cosa, al final de su argumento al puno 4, J. L. Salinas nos dice que:
«Esto
es importante porque los dones extraordinarios fueron establecidos como
confirmación entre los incrédulos de la veracidad del cristianismo. Una vez el
cristianismo había adquirido una posición como verdadera entre el mundo
conocido, las señales y prodigios se hicieron innecesarios.»
Pues bien, si los dones extraordinarios
fueron establecidos para la confirmación entre los incrédulos de la veracidad
del cristianismo, de manera que una vez que este adquiere una posición creíble
en el mundo conocido las señales y prodigios se hacen innecesarios, entonces
ciertamente estos dones extraordinarios deben seguir vigentes todavía hoy, ¡por
que el cristianismo aún no es aceptado como verdadero en muchas regiones
importantes del mundo! E incluso en regiones tradicionalmente cristianas en cuanto a religión principal, el ateísmo, en sus diversas expresiones, ha ido ocupando un lugar importante en la esfera social y en la opinión. Y que el cristianismo sea todavía la religión predominante en
occidente no significa que lo sea en todo el mundo. Entonces, si este último argumento
es correcto, se sigue que los dones extraordinarios deben necesariamente estar
todavía vigentes. A menos que J. L. Salinas crea ingenuamente que el
cristianismo ya ha conquistado todo el mundo y mostrado su veracidad a todos
los incrédulos, tiene que aceptar que de no ser así entonces los dones
extraordinarios necesariamente deben seguir vigentes ahora tanto como lo
estuvieron en los primeros siglos de la Iglesia, de lo contrario debe invalidar
su argumento y retirarlo de la mesa. Como sea, en todo caso ya todo el punto 4
quedó desarmado.
Por lo menos reconoce, a lo igual que hoy en día lo hacen muchos estudiosos cesacionistas, que durante los primeros tres siglos de la Iglesia sí hubo testimonios de algunas de las expresiones carismáticas o dones extraordinarios, cosa que algunos otros cesacionistas, siguiendo aquí al profesor de Princeton Benjamín Warfield, no están dispuestos a aceptar. Una buena crítica demoledora al trabajo de Warfield en su Counterfeit Miracles (1918), se puede leer en el trabajo doctoral bien documentado del profesor Jon Ruthven de 1993, On the Cessation of the Charismata: The Protestant Polemic on Postbiblical Miracles (Sheffield Academic Press), trabajo revisado y ampliado en la nueva edición de 2011 (Word & Spirit Press Monograph Series: 1). Existe un artículo adaptado del capítulo 4 del mencionado trabajo que puede resultar especialmente útil al lector (puede leerse aquí). A este mismo respecto, el excelente artículo del profesor Gary Shogren, titulado La profecía cristiana y el canon en el siglo segundo: Una respuesta a B. B. Warfield, es especialmente útil por su investigación de la literatura patrística de los primeros siglos (para una lectura del mismo, véase aquí).
«5. La continuidad de los dones de revelación
conllevan un problema teológico y práctico»
Llegamos finalmente al último punto. Aquí el
argumento es más breve, así que lo citaré completo:
«Si la
revelación aún continúa ¿cómo la Iglesia universal tiene acceso a esta nueva
Palabra de Dios? Si Dios aún está revelando al hombre su voluntad,
especialmente en materia de doctrina y práctica ¿Cómo toda la Iglesia en cada
parte del mundo puede acceder a esta revelación? Al no cumplirla puede incurrir
en pecado e idolatría.»
Aquí casi volvemos al principio de todo.
Recordemos que J. L. Salinas nos dijo que «aceptar revelaciones implica que la
Biblia aún no es suficiente y completa para ser nuestra regla de fe y doctrina,
todavía esperamos más revelación para adherirla a la Biblia». Pero como dije también
casi al inicio de toda mi respuesta, suponer que el continuismo aboga por un
concepto de «revelación» en el mismo sentido en el que hablamos de las
Escrituras como «Revelación» y como «Palabra de Dios», constituye una de las
formas de la falacia por asociación, un error muy típico en las discusiones
actuales sobre este tema—por lo que puedo entender que J. L. Salinas sólo
repite sin meditar lo que otros ya han dicho antes que él.
Pero,
¿es a un tipo de revelación equiparable a las Escrituras—y a la autoridad de
las mismas—a lo que apunta el continuismo en lo relativo al don de profecía? ¿Es
acaso acerca de nuevas revelaciones en materia de fe y conducta de lo que estamos
hablando al abogar por la continuidad de los dones revelacionales? Nótese que aquí el alegato de J. L. Salinas—y
de cientos que piensan como él—ya no es con respecto a los demás dones
extraordinarios (lenguas, sanidad), sino únicamente con los «dones
revelacionales» o «de palabra profética».
Ahora
bien, el problema con el postulado y el argumento del punto 5—tan repetitivo
entre los cesacionistas—es que constituye una «falacia del muñeco de paja» y un
plurium interrogationum (sofisma
también conocido como «falacia de las muchas preguntas»). Salvo quizás aquellos predicadores charlatanes vinculados a los movimientos carismáticos de origen neopentecostal, que han hecho carrera pervirtiendo la
pureza del Evangelio (pienso en nombres como Guillermo y Ana Maldonado, Yesenia Then o Cash Luna en Latinoamérica; o Joel Osteen, Kenneth Copeland, Benny Hinn, Andrew Womack o Paul Crouch en Estados Unidos, entre varios más que la lista sería aterradoramente inmensa), absolutamente ningún teólogo ni erudito
evangélico continuista comprometido con el Evangelio de Jesucristo y con la
sana doctrina, cree en la continuidad de nuevas revelaciones para la
iglesia con autoridad canónica. Ninguno de los que estamos profunda y
verdaderamente comprometidos con el principio de la Sola Scriptura—al mismo tiempo que creemos en la vigencia de los
dones extraordinarios—afirmamos que exista hoy la posibilidad de añadir a la
Palabra de Dios nuevas revelaciones para la Iglesia. Así que el alegato es falso.
Pero
ese argumento que dice que «aceptar revelaciones implica que la Biblia aún no
es suficiente y completa para ser nuestra regla de fe y doctrina» lo vemos
incluso en autores como el ya mencionado Richard Gaffin. Él cree que admitir la
posibilidad de una revelación más allá de las Escrituras implica
inevitablemente una cierta insuficiencia
en las Escrituras que debe ser compensada. Pero la respuesta de Storms me
parece que es del todo pertinente:
Pero uno debe preguntar: “¿Para qué es suficiente la
Escritura?” Ciertamente, es
suficiente para decirnos cada verdad teológica y cada principio ético necesarios
para una vida de piedad. Sin embargo, el mismo Gaffin admite que Dios se revela
a los individuos en una variedad de formas personales y muy íntimas. Pero ¿por
qué tendría que hacerlo, si la Escritura es tan exhaustivamente suficiente como
Gaffin insiste en otra parte? Que a Dios le resulte importante y útil revelarse
a sus hijos de una manera personal e íntima, es un testimonio del hecho de que
la suficiencia de la Biblia no pretende sugerir que ya no necesitamos escuchar
a nuestro Padre Celestial ni recibir orientación en particular en áreas en las
que la Biblia guarda silencio.
Las
Escrituras nunca pretenden proporcionarnos toda la información posible
necesaria para tomar cada decisión concebible. Por ejemplo, las Escrituras
pueden decirnos que prediquemos el evangelio a todas las personas, pero no le
dice a un nuevo misionero en 2013 [o 2019] que Dios desea su servicio en
Albania en lugar de Australia. El potencial para que Dios hable más allá de las
Escrituras, ya sea para orientación, exhortación, ánimo o convicción de pecado,
no representa una amenaza para la suficiencia que las Escrituras reclaman para
sí mismas.
[El
artículo completo de Samuel Storms del cual he tomado la cita, titulado «¿Por qué la profecía del NT no da lugar a
palabras reveladoras de “calidad bíblica”? (una respuesta al argumento cesacionista
más frecuentemente citado contra la validez contemporánea de los dones
espirituales)» puede leerse aquí]
Y
que el don de profecía en la Iglesia del Nuevo Pacto no constituya
necesariamente revelaciones de carácter escritural en el mismo sentido en que
la Biblia es la revelación de Dios para la Iglesia y para los hombres en
general, podemos incluso verlo dentro del propio NT. Por ejemplo, en Hechos
19:1-7 se nos cuenta acerca de ciertos discípulos que fueron bautizados en el
nombre de Jesús y que, habiéndoles Pablo impuesto las manos “vino sobre ellos el Espíritu Santo; y
hablaban en lenguas, y profetizaban”.
Si lo que ellos profetizaron debía ser considerado como revelación de Dios para
la Iglesia y como «palabra canónica» ¿cómo entonces no fue consignado y
preservado para la posteridad lo que estos doce hombres profetizaron? Quizás no
eran hombres tan conocidos dirán algunos, pero ¿y que hay de Judas Barsabás y
Silas, compañeros de Pablo? ¿Acaso no dice Hechos 15:32 que “como
ellos también eran profetas, consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabras”? ¿Dónde,
pues, quedaron escritas la abundancia de esas palabras? Si la profecía precisa
de ser accesible a la Iglesia universal—como al parecer piensa J. L. Salinas (léase
nuevamente su argumento a este último punto)—¿por qué entonces no quedó por
escrito lo que ellos profetizaron? O aún más importante para efectos de este
contraargumento que estoy desarrollando: Si el don de profecía implica
necesariamente revelaciones de carácter doctrinal para la Iglesia del
Señor y gozan, por consiguiente, de autoridad canónica, y por lo tanto implican
que las Escrituras aún no son suficientes por sí solas y todavía hay más que
añadir a ellas, ¿por qué Lucas simplemente no anotó o registró el contenido de
las profecías de Judas y Silas? ¿Dónde, por cierto, quedaron registradas las palabras
de revelación de las cuatro hijas profetizas de Felipe (Hch. 21:9), o las palabras proféticas de los ancianos por medio de quienes Dios entregó el don a Timoteo (1Ti. 4:14)? No están
registradas en ninguna parte, quizás por la misma razón por la que no
necesitamos esperar que cada expresión del don de profecía en la actualidad
quede consignada y por escrito y disponible para el conocimiento de toda la
Iglesia universal desde ahí en adelante. ¿Por qué? Pues por la muy sencilla razón de que los «dones revelacionales» no constituyen palabra de Dios en el mismo sentido en que las
Escrituras son la Palabra de Dios, las únicas que gozan de la plena autoridad
para fundamentar nuestras doctrinas y guiarnos en las prácticas de fe y
conducta que Dios mismo ha revelado como la voluntad Suya para toda la Iglesia.
Como ya lo dije casi al inicio, lo repito de nuevo aquí: Sólo las Escrituras
son la máxima autoridad y la única regla infalible para el sustento firme de
nuestras doctrinas y prácticas de fe. Solo ellas son necesarias y suficientes para
conocer la voluntad de Dios en lo que a nuestra salvación y a la revelación de
su Hijo concierne; y es, de hecho, a ellas a las únicas que debemos acudir para probar y/o corroborar si acaso cualquier expresión del don profético hoy es o no de Dios y no de hombres. Finalmente, y como comenta el profesor Gary Shogren al abordar el don de profecía según 1 Corintios 13:
Cuando la gente de hoy argumenta que, si Dios estuviera dando profecía, entonces esto tendría que ser escrito y añadido a la Biblia, revelan una comprensión distorsionada del don del Nuevo Testamento. Los 27 libros de la literatura apostólica son la revelación de Dios a la iglesia de todos los tiempos. La iglesia no debe escribir ni hacer circular profecías tales como “Julio está visitando en secreto a una prostituta y debe arrepentirse” o “cierta viuda que vive arriba de la tienda de comestibles tiene una gran necesidad y debes ayudarla”. Esta es la dirección de Dios para una iglesia local, no su Palabra para todos los tiempos. Es por eso que en el siglo II, cuando los montanistas afirmaron estar dando profecías al nivel del Nuevo Testamento y las escribieron para su publicación, la iglesia en su conjunto se levantó horrorizada contra ellos.[9]
Por último, cuando se niega la presencia actual de algún don carismático en la vida de la Iglesia, apelando a la suficiencia de las Escrituras, tácitamente lo que se está haciendo es colocar a los carismas y a la Palabra de Dios escrita en una situación de mutuo conflicto y de falso dilema, en una lucha ficticia entre posiciones antagonistas y rivales. Pero no, los dones carismáticos o extraordinarios no son el adversario de la Palabra de Dios, por el contrario, los aceptamos y abrazamos precisamente porque han sido corroborados por la Palabra de Dios, como una expresión más de que el reino de Dios es una realidad presente y está dinámicamente activo.
¿REFORMADO Y CONTINUISTA?
Quiero ahora decir unas palabras finales, que
deseo de todo mi corazón sean leídas con objetividad, con altura de miras y sin animosidades.
Creo
que una buena parte de la negativa de algunos hermanos en aceptar el
continuismo como una posición perfectamente compatible con una teología
reformada, se basa fundamentalmente en un entendido inapropiado y/o miope
respecto del alcance del término «continuista». ¿Qué es el continuismo? O, más
precisamente: ¿qué significa ser continuista? La respuesta a ambas preguntas va
a depender, necesariamente, del «grado» y forma de continuismo al que cada
continuista adscriba, y, ciertamente, a partir de ahí se va a derivar el
sentido y el alcance de ese continuismo. Ahora bien, la Teología Reformada, en
lo que respecta a sus confesiones de fe históricas, sólo puede responder a esta
cuestión únicamente en lo que a la continuidad de los medios de revelación
especial corresponde, esto es, a los medios o formas a través de los cuales
Dios se hizo conocido, e hizo conocida también su voluntad y sus propósitos
para con el hombre (ver, p. ej. CFW 1.1. cf. CB 1); y únicamente en ese sentido
puede decirse con honestidad que la fe reformada es confesionalmente cesacionista.
Indudablemente, cualquiera que diga creer en la continuidad del don y
ministerio profético para efectos de traer más revelación de Dios—esto es, en
el mismo sentido en que la CFW define la revelación especial de Dios: como
revelación de sí mismo y de su voluntad de propósito en lo concerniente a la
salvación de su pueblo—, no puede llamarse reformado (y sólo peligrosamente
puede llamarse «cristiano bíblico»). Tales modos de revelación especial creemos
que cesaron; y tales revelaciones, como bien hace en señalar la CFW, han
quedado por Escritas «para conservar y propagar mejor la verdad, y para el
mayor consuelo y fortalecimiento de la iglesia contra la corrupción de la carne,
y malicia de Satanás y del mundo» (Cap 1.1).
Ahora
bien, ¿es a esta clase de revelaciones a las que comúnmente aluden—aludimos—los teólogos
continuistas cuando afirman la continuidad del don de profecía? A partir de
aquí, sólo me voy a referir al don de profecía (o «revelacional», como
prefieren algunos llamarle), pues tal parece ser que este es el punto de mayor
conflicto entre los que afirman la imposibilidad de ser reformado y a la vez
continuista (se supone que ser continuista negaría, necesariamente, la última
parte de artículo 1 del capítulo primero de la CFW). En un artículo escrito en 2012 por el profesor del Reformed Theological Seminary, John M. Frame, titulado Machen's Warrior Children, en el punto 7 en que trata con la cuestión de los dones carismáticos, el autor nos dice una cosa interesante y que va completamente a lugar para efectos de nuestro presente tema. Traduzco y comparto:
La mayoría de los creyentes reformados sostienen que los dones de lenguas y profecías del Nuevo Testamento cesaron al final de la era apostólica. Se ha pensado que la visión de que estos dones continúan en la iglesia está en conflicto con la visión reformada de sola Scriptura, particularmente la declaración en la Confesión de Fe de Westminster (1.1) acerca de que “esas formas anteriores en que Dios revelaba su voluntad a su pueblo ahora cesaron”. Sin embargo, algunos han argumentado que aunque la Escritura es nuestro estándar suficiente de fe y vida, Dios continúa revelándose ocasionalmente de otras maneras. Juan Calvino dice que Pablo aplica el término profeta en Ef. 4:11 “no para todos aquellos que fueron intérpretes de la voluntad de Dios, sino para aquellos que sobresalieron en una revelación particular. Esta clase tampoco existe hoy o se ve con menos frecuencia [énfasis mío].” Estos profetas fueron “fundamentales para revelar misterios y predecir eventos futuros” que “de vez en cuando [el Señor] los revive según lo requiera la necesidad del tiempo.” Más adelante en la misma discusión, dice que Dios incluso levantó apóstoles (probablemente Calvino se refiere a Lutero) en la época de Calvino, para propósitos extraordinarios. Samuel Rutherford, miembro de la Asamblea de Westminster, informa predicciones sobrenaturales del futuro entre los reformadores. Vern Poythress también cita informes de profecías tan extraordinarias de John Flavel, varios pactadores escoceses, Peter Marshall, Cotton Mather y otros. Poythress argumenta que incluso dado el cese de los dones apostólicos, todavía es posible reconocer obras extraordinarias del Espíritu hoy que son significativamente análogas a los dones apostólicos.
Sin embargo, dos pastores de la OPC [Iglesia Presbiteriana Ortodoxa] han sido disciplinados por pensar que es posible que el Espíritu haga tales cosas hoy, y a muchos más en varias denominaciones reformadas se les ha negado la ordenación por tales motivos. Un argumento frecuente es que las iglesias reformadas deben “dar testimonio contra el movimiento carismático moderno”. Parece, sin embargo, que al tomar esta posición, las iglesias reformadas también están dando testimonio contra una parte de su propia historia.
[El artículo completo puede leerse aquí]
[Para el interesante y extenso estudio del citado Dr. Poythress, véase aquí]
[Para el interesante y extenso estudio del citado Dr. Poythress, véase aquí]
Dicho
sea de paso, creo que todo lo que a Dios le plació revelar de sí mismo (su
carácter y su obra de redención en el acontecimiento de Cristo) y de su
voluntad (su voluntad de precepto, y también su voluntad respecto a todo lo que
concierne a la salvación de su pueblo escogido) está contenido en las
Escrituras, y nada más hay que agregar a estas Santas Palabras en lo que a
tales cosas respecta. Dios YA reveló de forma completa su verdad al hombre; y
en Cristo y por las Escrituras, el Espíritu Santo nos atestigua todo lo que
Dios quiso y consideró necesario revelarnos. Como continuista, no creo en un
canon abierto, como ya dije. Como continuista, creo que en Cristo Dios se
reveló en la plenitud de su propósito eterno; y que el testimonio de los
profetas escatológicos veterotestamentarios encuentra su ápice en Él; y que el
testimonio de Jesús mismo, y de los apóstoles y hagiógrafos neo testamentarios,
es suficiente en sí mismo para conocer la voluntad de Dios en todo lo que
concierne a sus promesas y a la esperanza de su pueblo. Finalmente, y con esto
quiero insistir: Cuando los continuistas como yo afirmamos que el don de
profecía continúa vigente en la vida de la Iglesia, no queremos con ello
significar que Dios siga haciéndose conocido o revelándose a sí mismo a los hombres
de manera especial y salvífica (como se hizo conocido, por ejemplo, a Abraham,
o a Moisés, o a David). No creo que Dios siga revelando verdades divinas a los
hombres (como lo hizo por sus profetas veterotestamentarios y por los apóstoles
y santos escritores del NT); como dije y lo repito: no creo en un canon
abierto.
Entonces,
y a modo de conclusión: No veo la manera posible en que esta perspectiva del
don profético signifique una incompatibilidad con la fe reformada y sus
confesiones de fe. Cualquier intento por refutar esta perspectiva, aludiendo a
que pervierte el principio de Sola
Scriptura, es un «muñeco de paja», pues, como ya dije tres veces: no
creemos en un canon abierto; ni mucho menos en que exista otra autoridad mayor o
igual a las Santas Escrituras en lo que a regla de fe y conducta concierne.
Por
cierto, y ya para terminar, cabe aquí preguntarse si acaso puede, por Sola Scriptura, invalidarse este punto
de vista sobre el don de profecía. Lo interesante del asunto es que el punto de
vista contrario no soporta la evidencia a partir del testimonio Bíblico, y su
insistencia debe su necesidad únicamente a consideraciones de carácter más bien teológico o de
perspectiva histórica (generalmente apelando al silencio), pero no como el
resultado del examen bíblico concienzudo.
Al
fin y al cabo, por miedo o temor a que la continuidad del don de profecía
generara «nuevas doctrinas», los cesacionistas terminaron desarrollando una «nueva
doctrina» que sostiene que los dones espirituales (o extraordinarios) cesaron. Por lo menos irónico.
Quiero terminar con las siguientes palabras
del ya varias veces citado Dr. Samuel Storms:
«El
criterio final para decidir si Dios quiere otorgar ciertos dones espirituales a
su pueblo hoy en día es la Palabra de Dios. Me decepciona escuchar a las
personas a menudo citar la supuesta ausencia de una experiencia particular en
la vida de un santo admirado del pasado de la iglesia, como motivo para dudar
de su validez presente. Por mucho que respeto a los gigantes de la Reforma y de
otros períodos en la historia de la iglesia, yo pretendo emular a los gigantes
del NT que escribieron bajo la inspiración del Espíritu Santo. Admiro a Juan
Calvino, pero obedezco al apóstol Pablo.»
—Los dones espirituales en la historia de la Iglesia
Que
Dios nos guarde y nos mantenga en la unidad de la fe y del amor, en Cristo su
Hijo.
NOTAS:
[1] Peter Masters, The Healing Epidemic (Londres: The Wakeman Trust, 1988), 114. Citado por Frank W.R. Benoit en No por ignorancia: Una explicación del cesacionismo (Sisters, OR.: Deep River Books, 2020), 33 (Edición Kindle).
[2] Frank W.R. Benoit en No por ignorancia: Una explicación del cesacionismo, 34 (Edición Kindle).
[3] Matthew Barrett
(ed.), Fundamentos teológicos de la
reforma: un análisis sistemático. (Salem, OR.: Publicaciones Kerigma,
2018), capítulo 4—Sola Scriptura, 113,
114.
[4] Gaffin, Perspectives
on Pentecost, 109. Citado por Wayne Grudem, Teología Sistemática (Miami, Fl.: Vida, 2007), 1095-96.
[5] Wayne Grudem (ed.) ¿Son
vigentes los dones milagrosos: Cuatro puntos de vista? (Barcelona: CLIE,
2004), 61.
[6] Aunque toda su exposición acerca del debate sobre la vigencia
de estos dones sigue hasta la p. 1104, y se vuelve a retomar en el capítulo
siguiente.
[7] ¿Son vigentes los dones milagrosos: Cuatro
puntos de vista? (Barcelona: CLIE, 2004), 193-94.