Por
Mauricio A. Jiménez
Ciertamente, la voluntad de Dios es mucho más
dinámica y compleja de lo que pudiéramos pensar. En teología, solemos hacer
distinciones respecto de la voluntad de Dios a fin de entender mejor cómo
actúan su soberanía, su providencia y sus acciones generales en un mundo en
donde existen agentes moralmente responsables. Y una de las más comunes es la
distinción entre lo que llamamos: la «voluntad secreta» y la «voluntad revelada»
de Dios; siendo la primera aquella que involucra todo lo que Dios se ha propuesto
por sí mismo llevar a cabo y cumplir; y cuyas razones para ello no siempre
comunica a los hombres, aun cuando en ocasiones determina utilizar a los mismos
hombres—y sus acciones—como medios o «causas secundarias» en el cumplimiento de
esos propósitos. A esta «voluntad secreta» podríamos denominar también: «decretal»
y «permisiva». Decretal, porque si es algo que Dios se ha propuesto hacer o
llevar a cabo, entonces Dios decreta que suceda aquello que se propone.
Permisiva, porque todo cuanto acontece en su creación debe su ocurrencia al
hecho de que Dios así lo ha permitido. Si Dios no deseara permitir que un
evento cualquiera sucediera, entonces simplemente no sucedería, porque Dios es
Soberano sobre cada cosa y evento, para permitir o impedir lo que sea. Un
ejemplo de esta «voluntad secreta» lo podemos encontrar en Romanos 9:19, en
donde Pablo realiza la siguiente pregunta retórica: «¿quién ha resistido a su voluntad?»
La respuesta que se espera a esta pregunta es: Nadie, pues se trata de algo que
Dios se ha propuesto hacer y que no puede ser interrumpido, ni impedido por
ninguna fuerza ni acción humana, ni por cualquier otra criatura finita, sea
cual sea (cf. Sal. 115:3; 135:6; Is. 43:13; 46:9-11; Dan. 4:35).
La «voluntad revelada» de Dios, por otra parte, tiene que ver con todo
aquello que Él ha comunicado a los hombres. Expresa principalmente lo que Dios desea
y/o espera que nosotros hagamos. Es por eso que generalmente esta
voluntad es llamada también «preceptiva». Leemos en 1 Tesalonicenses 4:3, por
ejemplo, que “la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de
fornicación”. Como es natural suponer, no estamos aquí frente a la misma clase
de voluntad de la que habló Pablo en la cita de Romanos 9:19, pues sabemos que
muy a menudo no obedecemos a Dios en ese sentido. Los diez mandamientos son
también un ejemplo claro de la «voluntad revelada» de Dios para su pueblo en un
contexto de relación pactual, y bien conocemos que también son desobedecidos a
diario.
Teniendo claro estos distintos aspectos de la
voluntad de Dios, procedamos ahora a responder a la pregunta de: ¿Qué quiso
decir Pablo cuando escribió que Dios “quiere que todos los
hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Ti. 2:4)?
Pensemos por unos momentos en estas distinciones
acerca de la voluntad de Dios. ¿Se estaría refiriendo Pablo a su «voluntad
secreta»? Si respondemos que sí, eso nos llevaría inevitablemente hacia una
forma de universalismo contrario a las Escrituras—la idea de que cada ser
humano se salvará definitivamente. Si Pablo hubiese expresado aquí la voluntad
de Dios en los mismos términos de lo que hemos llamado «voluntad secreta»,
entonces aquello que Dios ha manifestado en la forma de un deseo debiera
entonces cumplirse, porque no se estaría simplemente tratando de algo que Dios desea—pero
deja a la libre agencia de los hombres—, sino de algo que Dios se habría
propuesto llevar a cabo en el ejercicio de su soberana voluntad. No obstante,
sabemos, por las mismas Escrituras, que no todos los hombres se salvan y que no
todos se salvarán, lo que nos sugiere claramente que Pablo no se estaba
refiriendo a la «voluntad secreta» de Dios (lo que Dios desea hacer y hará),
sino más bien a la «voluntad revelada» de Dios, i.e., a aquello que Él
anhela que los hombres hagan (cf. Hch. 17:30). Luis Bonnet y Alfred Schroeder opinan
que «distinguir un consejo universal de Dios, que se manifiesta por el llamamiento
dirigido a todos por medio del evangelio, y un consejo particular, que
nos queda oculto, es una pura contradicción, que quita a esas palabras toda su
verdad y su sinceridad.»[1]
Pero eso no es necesariamente cierto si tomamos en serio nuestra anterior distinción
entre «voluntad revelada» y «voluntad secreta». Si miramos con más atención,
este deseo (Gr. thélo, como en Mt. 12:38; Mr. 6:19; He. 12:17, y
otros) no se expresa aquí en los términos: “Dios quiere—o a decidido—salvar a
todos” (pues entonces salvaría a todos en realidad), sino en términos de que “quiere—o
desea—que todos sean salvos”, ofreciendo a la fe una oferta de salvación
mediante la universalidad del Evangelio. Este punto es respaldado también por
Gordon Fee: «Y decir que Dios quiere (en el sentido de que “lo desea”, no que “lo
haya decidido” y que por tanto se cumplirá) que todas las personas se salven, no
implica ni que todos (todas las personas) se salvarán (en contra de 3:6; 4:2; ó
4:10, p. ej.), ni tampoco que la voluntad de Dios se verá de algún modo frustrada
puesto que todos, ciertamente, no son salvos. Lo que pretende el apóstol es
simplemente subrayar el ámbito universal del Evangelio frente a alguna forma de
exclusivismo herético o estrechez de miras de sus oponentes.»[2] Dios
entonces manifiesta su buen y agradable deseo de que todos los hombres (todos
los hombres «sin distinción de rango, raza, nacionalidad o posición social»,
como dice Hendriksen[3]) sean
salvos y vengan al conocimiento de la verdad. Estas palabras, como bien dijo Donald
Guthrie: «representan fielmente la magnanimidad de la benevolencia divina.»[4] Pero
ese deseo lo deja sujeto a la respuesta humana a la oferta de salvación que,
como ya hemos dicho, es por medio del Evangelio; lo que hace que su
cumplimiento no dependa de lo que Dios realmente ha determinado hacer o llevar
a cabo según el designio de su propósito soberano (tenemos que distinguir aquí
entre lo que Dios desea y lo que Dios determina). Debemos, pues,
diferenciar entre lo que Dios hará y lo que Dios desea que nosotros hagamos.
¿Desea Dios que todos los hombres se arrepientan y crean para salvación? La
respuesta es que sí. Ahora bien, ¿quiere Dios (ha determinado) hacer efectiva
la salvación (salvar) a todas las personas? La respuesta es que No, pues de lo
contrario Dios salvaría eficazmente a todas las personas, como ya hemos dicho.
No debemos olvidar que Dios es Soberano y que eso no significa solamente que Él
puede hacer lo que se le plazca, sino que hará también todo lo que se le place
hacer, y eso nadie lo puede evitar. Si pudiera el hombre evitar que Dios
llevara a cabo hacer cualquier cosa que se hubiera propuesto hacer, por pequeña
e insignificante que fuera, entonces Dios ya no sería Soberano; y quien es por
excelencia el Soberano del universo, dejaría de serlo en el preciso momento en
que se vea impedido por algo externo a Él mismo a cumplir con su propósito.
Debemos insistir en eso.
Dios ha escogido salvar a personas y las salvará
(he aquí su «voluntad decretal», como en Efesios 1:11). Indudablemente, no ha
escogido salvarlas a todas, pues entonces todas se salvarían. Suponer que Dios
ha escogido salvar a todas las personas y que depende de la libre respuesta de
cada una de ellas el que esa salvación se haga efectiva, es colocar la
salvación en las manos del hombre y no en las manos de Dios. Pero la salvación
no funciona de esa manera[5].
Cuando leemos Romanos 8:29-30, por ejemplo, no cabe duda de que Dios a sólo los
que ha conocido es a los que también ha predestinado para salvación. No dice el
texto que todos son conocidos. Y estos que son conocidos por Dios son llamados,
justificados y glorificados. No todas las personas son justificadas y no todas
serán glorificadas, por consiguiente, se sigue que únicamente algunos reciben
estos beneficios de la gracia, no todos.
Entonces, y para finalizar, ¿es posible que Pablo
haya sólo expresado el deseo benevolente de Dios, pero que no supone realmente
algo que Dios en efecto se ha propuesto hacer? Sin lugar a dudas eso es lo que
debemos concluir. Debe quedar claro también, que estas palabras—este deseo—no dicen relación con la
cuestión acerca del alcance de la obra de salvación, ni con ningún asunto
respecto de lo que Dios desea hacer, sino con ¿qué es lo que Dios desea de los
hombres?, entendiendo ese deseo (o querer) como un aspecto más
bien pasivo de su voluntad revelada que destaca la responsabilidad humana
frente a la oferta de salvación.
[1] L. Bonnet; A. Schroeder, Comentario del Nuevo
Testamento, Vol III Epístolas de Pablo (El Paso, TX: CBP, 1970), 684.
[2] Gordon D. Fee, Comentario de las Epístolas a 1ª y 2ª de Timoteo
y Tito (Barcelona: CLIE, 2008),
195.
[3] William Hendriksen,
Comentario al Nuevo Testamento: 1-2 Timoteo y Tito (Libros Desafío, 2006),
110, 112.
[4] Donald Guthrie, The Pastoral Epistles: An
Introduction and Commentary, TNTC, Vol 14 (Nottingham: IVP, 2009).
[5] Esto no se trata de cómo es que el hombre recibe la salvación, sino de quién es el autor y sostenedor de esa salvación. ¿Descansa la salvación en el hombre o en la libre voluntad de Dios? Aunque es el hombre quien debe creer y recibir la salvación, esta no depende, en última instancia, de la voluntad del hombre, sino del propósito de Dios de dar vida eterna a cuantos a Él se le place. Por otra parte, si Dios no asegurara la salvación de nadie, entonces la salvación se transformaría en nada más que una posibilidad, una cosa contingente sujeta a la voluntad de hombres caídos que no buscan a Dios, ni desean obedecerlo. A ese respecto, si Dios dejara la salvación en las manos del hombre, ciertamente nadie se salvaría.