Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

domingo, 25 de noviembre de 2018

LA IMPECABILIDAD DE CRISTO―Parte 1



Por
Mauricio A. Jiménez



INTRODUCCIÓN

Existe un consenso general, una suerte de unanimidad entre los cristianos, respecto a la creencia de que Jesús jamás pecó. Y es que hay suficientes textos bíblicos que además así lo confirman. Por ejemplo, en 2 Corintios 5:21 podemos leer al apóstol Pablo diciendo: «Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios Padre] lo hizo pecado,…». El autor inspirado de la epístola a los Hebreos también escribió: «Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (He. 4:15). Más adelante agrega: «Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (7:26). El apóstol Pedro habla del “cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca» (1 Pe. 2:22), casi en los mismos términos que usa Isaías en la profecía sobre el «siervo doliente», el cual «nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca» (Is. 53:9). En 1 Juan 3:5 se nos dice que Jesús «apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él». Jesús mismo puede referirse a esta condición impecable cuando le dice a un grupo de judíos reunidos en el templo: «no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn. 8:29, cf. 8:46, «¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?», cf. 14:30). También, y en otra oportunidad, les dijo a sus discípulos: «Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn. 15:10). «Esta difusión de la carencia de pecado de Jesús por toda la tradición cristiano-primitiva» —dice Pannenberg— «muestra que ya desde los principios de la comunidad cristiana se había reconocido la importancia especial de este hecho. ¿De qué otro modo podían haberse afirmado los primeros cristianos frente a sus rivales judíos sin poner de relieve este punto?»[1] «La constatación de la carencia de pecado de Jesús», dice también Pannenberg un poco antes, «no es otra cosa que la expresión negativa de la misma realidad de la entrega de Jesús a Dios, la cual ha sido hasta ahora el objeto de nuestras consideraciones desde el punto de vista positivo de su ser como hijo de Dios y de su libertad con respecto a Dios. Si el pecado consiste esencialmente en la vida en contradicción con Dios, en la hermeticidad egocéntrica de nuestro yo con respecto a Dios, entonces la unidad de Jesús con Dios por su comunión personal con el Padre y por su identidad personal como hijo de Dios significa directamente exclusión de todo pecado.»[2] Tan importante es este punto, que el Credo Calcedonio puede decir de Jesús: «consustancial con nosotros de acuerdo a la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado...»
No obstante, y pese a la certeza de saber que Jesús jamás pecó, cabe preguntarse si era realmente posible que lo hiciera. En mi opinión y en la de varios otros teólogos —y esto es de lo que se tratará nuestro estudio en dos partes— Jesús no solo no pecó, tampoco podía pecar. A este respecto, la unanimidad de opinión entre los estudiosos no ha sido la misma que con respecto a la vida sin pecado de Jesús; y surgen una serie de objeciones, algunas un tanto más difíciles que otras, pero que igualmente serán analizadas y respondidas en lo que sigue de este estudio.


LA IMPECABILIDAD EN EL HIJO

Entre las objeciones a la impecabilidad de Jesús, quizás la más común suene algo así como esto: “si Jesús no podía pecar, entonces ¿hasta qué punto las tentaciones fueron reales?”. Otro alegato también muy común es: “Si Jesús realmente era humano, entonces sí podía pecar”.
Es cierto que los tres Evangelios sinópticos registran aquella vez en que Jesús fue tentado por Satanás, luego de haber ayunado por cuarenta días en el desierto (Mt. 4:1-11; Mr. 1:12-13; Lc. 4:1-13). También el autor de la epístola a los Hebreos afirma que Jesús fue tentado en todo, «así como nosotros» (VM), «solo que él jamás pecó» (DHH) (He. 4:15, también He. 2:18). Hasta aquí, las Escrituras confirman la realidad de las tentaciones y la ausencia de pecado en Jesús (léanse también los casos de Mt. 16:1; 19:3; 22:18; 35). Por ahora, sabemos que Jesús nunca pecó, pero ¿podría haberlo hecho? ¿Podría haber cedido a las tentaciones, aunque tan sólo como una posibilidad hipotética? Algunos estudiosos insisten en que Jesús podría haber pecado, sólo que no lo hizo; podría haber cedido al pecado, pero se resistió a ello. El ya citado Wolfhart Pannenberg sostiene la idea de que «La inocencia de Jesús, por tanto, no constituye una incapacidad de hacer el mal que sea inherente por naturaleza a su ser humano, sino sólo un resultado de todo el proceso vital de Jesús.»[3] Pero, pensemos un poco en estas aseveraciones. La posibilidad de que Jesús pudiera pecar, la capacidad o posibilidad de hacerlo, ¿podría resultar en una descalificación de Cristo como nuestro Dios y Salvador? Desde una perspectiva teológica sí, ya que si Cristo, como Hijo de Dios y Dios encarnado, tuvo la capacidad y/o posibilidad de pecar, significa que Dios mismo pudiera eventualmente pecar. «Si Él pecó» —dice Macleod— «Dios pecó. A este nivel, la impecabilidad de Cristo es absoluta. No se basa en su dotación única del Espíritu ni en el propósito redentor de Dios que no cambia, sino en el hecho de que Él es quien es».[4] Pero si Dios pudiera eventualmente pecar, aquello contradice todo lo que sabemos acerca de la naturaleza de Dios. La Santidad es un atributo propio de la Deidad, una de las perfecciones que está presente en su propia naturaleza inmutable, no como algo periférico o accidental a su Ser, sino como esencial y necesario al Ser de Dios. Es, de hecho, el único atributo que en la adoración a Él por parte de sus principados se menciona en toda su gloria y esplendor (Is. 6:3, el superlativo absoluto «Santo, Santo, Santo»). Esta forma de Santidad está presente también en el Hijo (p. ej. Ap. 3:7), y una buena lectura de Apocalipsis 4:8 nos lleva a comprender que es a Jesús a quien, llamado Señor Dios Todopoderoso, se le confiere esta categoría de Santidad, como una clara indicación a Isaías 6:3.
La santidad de Dios es, como dijo W. E. Best,

mucho más que la ausencia del pecado, es una virtud positiva […] Decir que Él pudo haber pecado es negar la santidad positiva. Por lo tanto, negar la santidad positiva es negar el carácter santo de Dios. La santidad es la virtud positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado. El Señor Jesús no pudo pecar porque los días de su carne significaron sólo adición de experiencia, y no variación de carácter. La humanidad santa fue unida a la Deidad en una Persona indivisible, el Cristo impecable. Jesucristo no puede tener más santidad porque Él es perfectamente santo; Él no puede tener menos santidad porque Él es inmutablemente santo.[5]

Wayne Grudem traza también un muy buen argumento en respuesta a la negación de la impecabilidad de Cristo, cuando nos dice:

Si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma, independiente de su naturaleza divina, habría sido una naturaleza humana semejante a la que Dios dio a Adán y a Eva. Estaría libre de pecado, pero, no obstante, con posibilidad de pecar. Por lo tanto, si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma, estaba la posibilidad abstracta o teórica de que Jesús podía haber pecado, como la naturaleza humana de Adán y Eva tenían la posibilidad de pecar. Pero la naturaleza humana de Jesús nunca existió aparte de la unión con su naturaleza divina. Desde el momento de su concepción, existió como verdaderamente Dios y también como verdaderamente hombre. Su naturaleza humana y su naturaleza divina existieron unidas en una persona. Aunque hubo algunas cosas (tales como sentir hambre, sed o debilidad) que Jesús experimentó sólo en su naturaleza humana y no las experimentó en su naturaleza divina, no obstante, un acto de pecar hubiera sido una acción moral que habría involucrado al parecer toda la persona de Cristo. Por lo tanto, si él hubiera pecado, hubiera involucrado su naturaleza humana y su naturaleza divina. Pero si Jesús como una persona hubiera pecado, involucrando sus naturalezas humana y divina en el pecado, Dios mismo habría pecado, y él hubiera dejado de ser Dios. No obstante, eso es claramente imposible a causa de la infinita santidad de la naturaleza de Dios. Por tanto, si estamos preguntando si era de veras posible que Jesús hubiera pecado, parece que debemos concluir que no era posible. La unión de sus naturalezas humana y divina en una persona lo evitaba.[6]

Respecto a esta misma posición de impecabilidad, algunos podrían argüir en cuanto a la real humanidad de Cristo, diciendo que si nunca pecó entonces no podría haber sido verdaderamente humano, ya que todos los humanos pecan —está en la naturaleza del hombre hacerlo” y errar es de humanos, dirán estos. Sin embargo, a pesar de que esta objeción pareciera tener sentido para algunos, hay que recordar que es ahora que el hombre se encuentra en una situación desfavorable; esto es, depravado en su naturaleza moral y espiritual, y esclavo del pecado. No obstante, en un principio Dios le creó puro y libre de corrupción (aunque con la posibilidad de ser corrompido). Adán y Eva no eran menos humanos en el principio —antes de la caída— por lo que dicha objeción carece de fundamento. A este mismo respecto, sería bueno señalar qué es lo que hace que un hombre o mujer sean verdaderamente humanos. ¿Es el hombre diferente de las bestias porque este puede pecar y ellas no? Más allá de las obvias diferencias físicas que nos hacen externamente o fenotípicamente humanos —esto es, dentro del orden zoológico—, el ser humano no es definido ni diferente de las bestias sólo por sus inclinaciones morales (aun cuando la moralidad es una cualidad propiamente humana), sino más bien por sus capacidades o habilidades psíquicas y cognitivas, esto es; por su capacidad de reflexionar respecto de la propia existencia, de abstraerse hasta lo más profundo de sus pensamientos y meditar sobre cosas tan diversas como su pasado, su presente y su futuro (así como del pasado, el presente y el futuro de otros). Todas estas son habilidades propiamente humanas y que nos hacen humanos. Pero todavía no son habilidades únicamente humanas, porque también tenemos buenas razones para suponer que son habilidades que también tienen los ángeles en el cielo (y ellos no son humanos). Ciertamente, la imagen de Dios en el hombre, aunque dañada y pervertida a causa de la caída —pero no totalmente perdida ni destruida— es el gran sello distintivo de la humanidad, la característica principal que hace al hombre no sólo distinto de las bestias, sino también superior a ellas y diferentes de cualquier otra criatura celestial —y Jesucristo es la verdadera y más perfecta imagen de Dios.
En definitiva, nuestra humanidad no está definida —ni depende de— la posibilidad de pecar. La posibilidad de pecar —y la inclinación positiva de hacerlo— no es una condición necesaria para la humanidad. Como dice correctamente Samuel Storms: «no es necesario a la naturaleza humana que uno sea capaz de pecar. En el cielo, habiendo sido glorificados, los santos serán incapaces de pecar, pero no por eso serán inhumanos»[7]. R. C. Sproul lo plantea en términos similares: «¿Es el pecado intrínseco a la humanidad verdadera? Solo podemos responder negativamente. Decir que el pecado es intrínseco a la auténtica humanidad exige dos conclusiones: la primera, que antes de la caída Adán no era un ser humano; y la segunda y más seria, que los cristianos en un estado perfeccionado de gloria en el cielo ya no serán humanos»[8]. De nuevo entonces, pecar no es una propiedad que define lo que es ser un humano; y aunque es una realidad empírica de nuestra humanidad, no es necesaria la posibilidad de pecar para determinar si acaso se es humano o no, pues el pecado —y la posibilidad de pecar— es una cosa más bien tangencial o accidental al ser del hombre, pero no esencial a ese ser en cuanto a la humanidad. Como dije más arriba, nuestros ancestros Adán y Eva no fueron menos humanos antes de la caída de lo que fueron después de la caída. Del mismo modo, el Hijo de Dios no fue menos humano que nosotros luego de la encarnación, incluso ante la ausencia de pecados en Él. No obstante, esta ausencia de pecados no implica que su naturaleza humana fuera distinta a la nuestra, ni menos aún que la sustancia de su carne fuera distinta a la sustancia de nuestra carne (véase una defensa en este sentido en Ireneo de Lyon, Adversus haereses V. 14, 3, cf. Tertuliano De carne Christi 16). De lo anterior, se sigue que es correcta entonces la observación que nos hace Erickson:

Desde el momento en que mantenemos que, por el contrario, el pecado no forma parte de la esencia de la naturaleza humana, en lugar de preguntar: ¿Jesús era tan humano como nosotros? debiéramos pregunta: ¿Somos tan humanos como Jesús? Porque el tipo de humanidad que nosotros poseemos no es humanidad pura. [...] El resto de nosotros no somos más que versiones de humanidad rotas y corruptas. Jesús no sólo es tan humano como nosotros; es más. Nuestra humanidad no es el estándar por el que tenemos que medir la suya. Su humanidad, verdadera y sin adulterar, es el estándar por el que nosotros tenemos que medirnos.[9]

Una pregunta adicional que podemos hacernos es: ¿Por qué los seres humanos pecamos, si el pecado no es un elemento esencial o necesario para conformar nuestra humanidad? La respuesta a esta pregunta es que el hombre peca porque ha caído, peca porque su naturaleza moral y espiritual está corrompida desde el núcleo mismo de su ser. Pecamos porque estamos depravados en nuestra naturaleza y porque nacemos con una inclinación al mal como consecuencia de la caída. Pecamos porque hemos heredado de Adán el pecado original, el cual es privación de la justicia original y la disposición positivamente inherente hacia el pecado. Ahora bien, Jesús no podía pecar porque, además del argumento respecto de su divinidad, no compartía la misma naturaleza caída del resto de la humanidad —y, no obstante, seguía compartiendo la plenitud de la condición humana. Siendo Él el Hijo eterno de Dios que asumió una condición humana tomando de María virgen la sustancia de su carne, no heredó, en su encarnación, la naturaleza pecaminosa con la que vienen al mundo los hombres a causa del pecado de Adán. Jesús, de hecho, es el hombre en su más perfecta expresión[10], el segundo y último Adán, el divino Hijo encarnado que no estuvo sujeto al primer Adán en cuanto a representatividad pactual (y, por consiguiente, no participó de la caída, ni sufrió la culpa y la penalidad de su transgresión, salvo como sustituto en el acto de la expiación), sino que le trasciende y le supera como cabeza de la nueva creación y también como cabeza representativa de aquellos que están bajo el pacto de gracia y participan de esa nueva relación pactual. Por cierto que, además, y como ya lo advirtió Grudem en la cita anterior, la humanidad de Jesús no existió nunca separada de su Deidad —a diferencia de nuestros padres Adán y Eva— de manera que en Jesús no sólo tenemos a un hombre perfecto y libre de pecados, también tenemos a quien, siendo uno con Dios, era perfecta e inmutablemente santo y recto.
        Y aunque afirmamos la verdadera humanidad de Jesús, cabe también señalar que, si bien es cierto Jesús fue «hecho semejante a los hombres», como declara Pablo en Filipenses 2:7, también es cierto que es muy diferente de ellos―de nosotros. W. E. Best tiene razón al afirmar que:

No se puede llevar a cabo un paralelo completo entre Cristo y el hombre. En la concepción y nacimiento de Cristo, se realizó una unión entre el Hijo eterno y la naturaleza humana (Juan 1:1, 14). Nada puede ser más alejado de la concepción y nacimiento del hombre. El hombre es la criatura creada de Dios; así que, no es eterno. Además, desde Adán, el hombre es el producto de la procreación. La concepción de Cristo fue sin un padre humano. Su naturaleza humana le vino de Dios el Padre, por medio del Espíritu Santo, y en el vientre de la virgen (Heb. 10:5; Mat. 1:18-21; Luc. 1:35). El hombre es el producto de un hombre y de una mujer quien concibió el hombre en pecado (Sal. 51:5). La iniciación humana fue totalmente excluida de la concepción de Cristo, lo cual nos capacita a comprender la ausencia total de la capacidad de pecar en la Persona y vida de Cristo. El quedó fuera de Adán y la generación ordinaria. Por el contrario, el hombre debe su existencia a la iniciación humana en la providencia de Dios. El hombre es pecador por naturaleza.[11]

Una cosa más que podemos agregar a todo lo anterior, es que, si Jesús pudiera haber pecado, sería inevitable que Él aún pudiera hacerlo hoy, porque Él retiene en el cielo las mismas dos naturalezas que tuvo mientras vivió en la tierra. El Hijo de Dios es Dios-Hombre desde el minuto de la encarnación, y así permanecerá para siempre, conservando plenamente no sólo la Deidad que en su existencia eterna comparte con el Padre y con el Espíritu Santo, sino también su verdadera Humanidad; dos naturalezas por las cuales ha de ser reconocido; ambas inconfundibles, incambiables, indivisibles e inseparables, concurrentes en una sola Persona y una Sustancia: Jesús de Nazaret.


LA IMPECABILIDAD Y LA LIBRE AGENCIA EN LA PERSONA DEL HIJO

Se ha dicho que la legítima libertad significa precisamente la capacidad real para escoger entre cosas opuestas, como por ejemplo: pecar o no pecar; de manera que si Jesús no tenía realmente la posibilidad de pecar podría entonces decirse que tampoco tenía la capacidad de desobedecer (que es en sí una forma de pecado), por lo que el hecho de haber obedecido en todo al Padre —como afirma la Escritura— no tiene realmente ningún valor en sí mismo, pues se podría decir que no tenía otra alternativa. Acerca de Adán y su respuesta a los dictámenes de Dios, José M. Martínez y Ernesto Trenchard comentan: «Obviamente lo que da valor a la obediencia es la posibilidad de no obedecer, y lo genuino del amor se halla en su espontaneidad y en la ausencia de toda fuerza irresistible que lo inspire.»[12] Pero si esto es correcto, al mismo tiempo que lo es también el hecho de que Jesús no tenía la posibilidad de desobedecer, ¿Podría entonces decirse que su obediencia al Padre carece pues del valor que la propia Escritura le entrega una y otra vez? (obediencia que tiene sendas implicaciones para nuestra propia justificación). Pienso que la solución a esta cuestión está en entender la libertad de la voluntad no en una forma libertariana, sino compatibilista; esto es, con atención a la propia naturaleza del individuo, y a las elecciones como expresiones de una voluntad supeditada a esa naturaleza.
Necesitamos recordar que en la Persona de Jesús coexisten dos naturalezas: una perfecta y verdaderamente divina, y otra perfecta y verdaderamente humana (una «Unión Hipostática»). Correspondientemente, la una le significó poseer todos los atributos propios de la Deidad, mientras que la otra le revistió del ropaje de los hombres; es decir, de una total y verdadera humanidad. En su humanidad, Jesús no compartía la naturaleza pecaminosa (o corrupción de la carne) del resto de los hombres, en su Deidad era perfectamente Santo. Surge entonces la pregunta: en su humanidad, ¿Jesús era realmente libre para escoger entre cosas opuestas? En lo que concierne a decisiones triviales y moralmente neutrales como: comer o no comer; avanzar o no avanzar; dormir o no dormir, diremos que en efecto lo era, o al menos estaba la posibilidad de que, bajo determinadas circunstancias, su decisión apuntara en una u otra dirección según fuera su deseo más intenso en el momento. ¿Aquello estaba afecto al ejercicio de la voluntad? Ciertamente, puesto a que «libre» y «voluntario» funcionan aquí en realidad como aspectos de una misma cosa. Ahora bien, en su obediencia al Padre, ¿hizo Jesús empleo de la libre agencia y consentimiento, o sólo fue impelido activa y positivamente por alguna fuerza coercitiva y externa a Él para obedecer? Ciertamente hizo empleo de su libre agencia o voluntad (Fil. 2:8), pero esta estaba por necesidad de la naturaleza ligada a obedecer la voluntad última del Padre (Mt. 26:39, cf. Lc. 22:42; Jn. 5:30; 6:38), lo cual hizo siguiendo los deseos más intensos de su carne; conforme a su naturaleza toda perfecta y ajena a la corrupción del resto de los hombres. En su Divinidad o, mejor dicho, en su condición de Dios, ¿era libre para escoger entre cosas opuestas? Sí, realmente lo era, pero cabe señalar que esta libertad de escoger entre cosas opuestas no puede equipararse con la capacidad que tienen los hombres de escoger entre cosas moralmente opuestas. Dios puede, en efecto, escoger entre cosas enfrentadas a oposición (p. ej. crear o no crear; perdonar o no perdonar), pero siempre sus elecciones serán el resultado práctico de su naturaleza; el resultante lógico de la participación de cada uno de sus atributos y como una expresión de sus propósitos, de manera que no puede existir conflicto en el Ser de Dios respecto a cada una de sus elecciones —la armonía y coherencia de las mismas son absolutas. Dios es total y perfectamente Santo. Dijimos que «la santidad es la virtud positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado», de modo que el hecho de que no pueda pecar no milita en modo alguno contra su absoluta libertad de elección, sino que simplemente es la consecuencia lógica del conjunto y suma de todas sus perfecciones morales. Ambas realidades, la humanidad, por una parte; y la Deidad, por la otra, se encuentran en la sola Persona de Jesús de Nazaret, el Cristo impecable. De manera que si preguntamos, finalmente, si era entonces realmente posible que Jesús pudiera pecar, debemos concluir que no lo era, porque en Él se hallaba no sólo una humanidad libre y sin corrupción, sino que también el atributo de Santidad inmutable, motivo por el cual no sólo no se interesó en pecar, sino que tampoco era realmente posible que lo hiciera.

Continuar aquí con la segunda parte:
http://muraldeteologia.blogspot.com/2020/07/la-impecabilidad-de-cristoparte-2.html?m=1


NOTAS:


[1] Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de Cristología (Salamanca: Sígueme, 1974), 442.
[2] Ibíd., 441.
[3] Ibíd., 451.
[4] Donald Macleod, The Person on Christ (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1998), 229-230.
[5] W. E. Best, Estudios en la Persona y la Obra de Jesucristo, (Houston, Texas: WEBBMT, 1994), 3 y 4.
[6] Wayne Grudem, Teología Sistemática (Miami, Florida: Vida, 2007), 563-564.
[7] https://www.samstorms.org/all-articles/post/could-jesus-have-sinned. No obstante, Storms está abierto a la idea de la pecabilidad de Jesús; esto es, como un Cristo posse peccare posse non peccare [capaz de pecar y capaz de no pecar], similar a la condición de Adán antes de la caída.
[8] https://www.ligonier.org/learn/articles/perfectly-human. Véase también en:
https//www.coalicionporelevangelio.org/articulo/perfectamente-humano/
[9] Millard Erickson, Teología Sistemática (Barcelona: CLIE, 2008), 733.
[10] Véase en Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de Cristología, especialmente en las pp. 244-250 (y siguientes) una explicación más o menos convincente acerca de la idea de Jesús concebido como el hombre prototípico y como la plenitud suprema de lo humano en general.
[11] W. E. Best, Cristo No pudo ser Tentado, (Houston, Texas: WEBBMT, 1992), 23-24. Contra este argumento que apela a la concepción milagrosa de Jesús para comprender la carencia de pecado en Él, véase W. Pannenberg, Fundamentos de Cristología, 449.
[12] José M. Martínez y Ernesto Trenchard, El libro de Génesis (Madird: C.E.F.B., 2014), 91.

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