Por
Mauricio A. Jiménez
(1) En
lo que respecta a los dones de sanidad (ver 1 Corintios 12:9, 28, 30) —o, lo
que es lo mismo, dones para hacer sanidades físicas—, debemos
comenzar con la premisa de que siempre es Dios el Agente Supremo que
sana u obra las sanidades; Él es la Causa primera y eficiente de cualquier acto
de sanidad divina; y, por lo tanto, el poder y voluntad para sanar es Suyo y
solo Suyo. Eso ha sido así desde siempre y pienso que debe estar lo
suficientemente claro como punto de partida: en última instancia, no es el hombre
quien sana, sino Dios actuando por sus dones a través de él. Ahora,
precisamente como es Dios quien sana cuando desea sanar, y no la persona —esto
es, el agente, la causa secundaria o instrumental— por medio de quien Dios obra
la sanidad, es que sostengo que la sanidad NO depende de la mera voluntad o
deseo de la persona de querer sanar a cualquiera y a su mero antojo y libertad,
sino de Dios quien la empuja por su Espíritu para Él actuar por medio de ella
cual agente del poder sanador de Dios en la vida de otro individuo. Los hombres
de la Biblia a quienes Dios utilizó para sanar en diversos tipos de casos de
enfermedad —pensemos, por ejemplo, en los santos en el contexto de la primera
generación de cristianos—, fueron impulsados, guiados e impelidos a ello por el
Espíritu Santo. Ellos no se dijeron un día cualquiera simplemente: «bueno, hoy
vamos a sanar a trece personas y mañana a quince si es que nos da el tiempo».
Más bien Dios, en su sabia providencia, les colocó en circunstancias en las que
obraría por medio de ellos los milagros de sanidad a un determinado número de
personas; y esto según sus propios planes, programa y propósito, no según los
planes, programa y propósitos de aquellos a quienes ha tenido a bien usar. Esto
último nos debe advertir respecto de la institucionalización de los dones de
sanidad y, por consiguiente, hacer estar alertas para rechazar con indubitable prontitud a todos esos falsos predicadores y sus tan promocionadas «cruzadas de sanidad» (Benny Hinn, Kenneth Hago, entre otros). Como dice correctamente Donald Carson: «Si a un cristiano se le ha
concedido el χάρισμα (khárisma) de sanar a un individuo
particular de una enfermedad específica y en un momento concreto, ese cristiano
no debería pensar que se le ha concedido el don de sanar,
promoviendo así un ministerio de sanidad» (Manifestaciones del
Espíritu, 2000:45). Como escribió también David Garland, y aquí conviene
hacer la cita completa:
La
curación no es “un fin en sí mismo” (Schatzmann 1987:37), y Pablo no espera que
establezcan un Asclepieum rival [esto es, un santuario de Asclepio, dios de la
medicina en la antigua mitología griega] en Corinto, dedicado a Cristo, para
desviar el negocio de este floreciente culto de curación. Los Hechos registran
que Pablo curó a un cojo en Listra (14:8-10), al padre de su hospedador en la
isla de Malta, y luego a todos los que tenían enfermedades y acudían a él para
ser curados (28:7-9). Los Hechos también informan de los poderes curativos de
sus delantales y pañuelos de trabajo (19:11-12; cf. 20:7-11). Pero Pablo no se
consideraba a sí mismo un sanador y, al parecer, no siempre era capaz de curar
a los demás. Se lamenta de que Epafrodito estuviera a las puertas de la muerte
(Fil. 2:27) y no informa de que lo curara. Según 2 Tim. 4:20, dejó a Trófimo
enfermo en Mileto.
— 1 Corinthians, BECNT (2013:310)
Además,
como sugieren Fee, Blomberg y otros exégetas, quizás el plural con el que Pablo
hace referencia a estos carismas en 1 Corintios 12 —χαρίσματα
ἰαμάτων— podría indicar no solo diversidad dentro del
don (Carson, Morris, Garland, Blomberg, entre otros), sino que los dones estos
pueden ser temporales y, por lo tanto, no ser permanentes, sino solo estar
operativos para determinadas ocasiones y no en todo momento. Como dije al
principio, Dios es quien produce la sanidad según su voluntad, y Él actúa según
su propio programa y propósitos.
(2) Y
cuando el creyente a quien presumiblemente Dios ha dado un don de sanidad ora a
Él por la salud de un tercero, y Dios responde a su oración trayendo sanidad en
el acto, no se sigue inmediatamente con ello que entonces ese creyente que oró
no tenía en verdad algún don de sanidad y que nada más Dios obró en respuesta a
su plegaria, sino que precisamente la sanidad milagrosa requiere —como ya he
dicho— de la voluntad de Dios de sanar; y la oración de aquel por medio de
quien Dios obrará la sanidad demuestra que esta oración es el medio a través
del cual el creyente sabio busca la voluntad, la dirección y la guía Divina.
Nótese, a modo de ejemplo, la oración de Pablo por el padre de Publio en Hechos
28:8 («… Pablo entró a verlo y, después de orar, le impuso las
manos y lo sanó»), o la de Pedro por la resurrección de Tabita en Hechos 9:40
(«Mas Pedro, haciendo salir a todos, se arrodilló y oró, y
volviéndose al cadáver, dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al
ver a Pedro, se incorporó»; cf. con la oración de Elías porque el hijo de la
viuda de Sarepta de Sidón volviera a la vida [1 Reyes 17:21-22]: «Y se tendió
sobre el niño tres veces, y clamó a Jehová y dijo: Jehová Dios
mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él. Y Jehová oyó la voz
de Elías, y el alma del niño volvió a él, y revivió»). Si el don para producir
—llevar a cabo— una sanidad milagrosa o el milagro en sí (pensemos en los tres
ejemplos anteriores) debía depender nada más que de la voluntad, deseo y/o
libre determinación de la causa secundaria, ¿cuál habría sido pues la necesidad
de orar a Dios para que la obra se llevara a cabo? Estoy, pues, de acuerdo con
Grudem: «la efectividad en el don de sanidad depende de la voluntad soberana de
Dios al responder las oraciones que imploran sanidad» (Teología Sistemática,
2021:1293). En definitiva, la respuesta de Dios a la oración de fe de un
creyente por un milagro de sanidad a un tercero no invalida obligatoriamente la
existencia de los dones de sanidad; desde luego, tampoco confirma el don
necesariamente, pero al menos abre la posibilidad cierta —probada bíblicamente—
de que la oración aquella sea una segunda causa instrumental dentro de la misma
causa instrumental humana (el agente secundario que ha recibido de Dios el don
en cuestión).
(3) Y si
Dios es quien sana, también puede libre y soberanamente decidir el medio a
través del cual obrará una determinada sanidad; y esto, como ya hemos visto,
puede incluir tanto la oración a la cual Dios responde, como cualquier otro
medio, agente o causa secundaria que Dios haya determinado usar para ese fin.
Decir entonces, como los cesacionistas, que Dios puede hoy seguir obrando
milagros de sanidad libremente según su providencia, al mismo tiempo que se niega la idea de que Dios aún pueda o quiera hacerlo por medio de agentes humanos
a quienes ha tenido a bien conceder de su don para que puedan actuar en su
nombre y con su autoridad, suena a que Dios puede y no puede a la vez hacer uso
de su poder soberano para actuar de una determinada manera; o que su libertad
para obrar el milagro está restringida a una única forma: sin el uso de causas
secundarias. Pero si se sostiene que Dios todavía puede obrar milagros de
manera providencial, y Dios es libre para decidir el modo o la manera en que obrará
cualquier milagro, entonces no existe base lógica alguna —¡y, desde luego,
Escritural!— para negar la posibilidad de que Dios todavía decida escoger y
dotar a algunas personas para actuar por medio de ellas. Por supuesto, esto no
prueba necesariamente que Dios esté aún hoy dotando a creyentes con los
aparentemente diversos dones de sanidad, ni que lo hará en un futuro cercano o
lejano; sin embargo, el punto que quiero hacer es que sencillamente no se puede
negar la posibilidad de que Dios decida actuar por medio de agentes humanos
(esto es, mientras exista la Iglesia en el marco de la tensión escatológica del
«ya» y el «todavía no»), al mismo tiempo que se afirma la posibilidad de que
Dios libremente pueda y quiera hacer un milagro de sanidad —si es libre para
querer hacerlo, y si el hacerlo resulta de su soberana voluntad de acción,
también lo es en la elección de los medios para lograr aquello que ha resuelto
hacer; y, hasta donde al menos sabemos, Dios no se ha privado a sí mismo de esa
posibilidad de escoger en una u otra forma de acción.
(4) A menudo se lee decir que los milagros como sanidades
y demás señales milagrosas en el contexto fundacional de la Iglesia del primer
siglo, fueron introducidos por Dios con la única finalidad de autentificar (o
autenticar) a los apóstoles como verdaderos enviados y portadores de su mensaje
y darles así credibilidad frente a la audiencia como mensajeros suyos (véase,
por ejemplo, Peter Masters y su popular resumen al español Cesacionismo,
pp. 5-6, aunque su argumento más extendido puede encontraste en The Hearling
Epidemic, 1988:121-122). Si bien hay algo de verdad en esta explicación
respecto del propósito de los milagros y las señales realizadas por los
apóstoles (véase Hch. 14:3), no puede este reducirse a solamente eso. Los milagros y las señales
eran más que simplemente una manera de autentificar a los portadores del
mensaje, eran, por así decirlo, la materialización misma del
mensaje anunciado. Si parte central del mensaje anunciado era que: Dios en
Jesucristo ha visitado a los hombres de este mundo y el Reino espiritual de
Dios —o, lo que es lo mismo, su reinado escatológico y redentor— se ha acercado
y entrado en la historia humana y hecho presente en la persona de Jesucristo,
en su mensaje y en sus obras mesiánicas, y que este reino está dinámicamente
activo, el reino de Satanás ha sido derrotado, el siglo venidero ha penetrado
el presente siglo malo y todas las bendiciones de Dios adjuntas a la presencia
de este reino escatológico están ahora disponibles a hombres y mujeres, judíos
y griegos, esclavos y libres; entonces los milagros y otras señales milagrosas
deben ser entendidos como legítima expresión de la presencia presente, activa y
dinámica del reino de Dios en el mundo; dan testimonio de que, como bien dice
Grudem nuevamente, «el reino de Dios ha venido y ha empezado a expandir sus
resultados benéficos en la vida de las personas, porque los resultados de los
milagros de Jesús muestran las características del reino de Dios» (Teología
Sistemática, 2021:484).
Más que servir entonces para meramente autenticar a los apóstoles como verdaderos apóstoles y portadores verdaderos de la palabra de Dios —en contraste con otros creyentes que no eran apóstoles— (una idea que a menudo surge de una mala exégesis de 2 Corintios 12:12), los milagros y señales milagrosas realizadas por ellos (y por otros que NO eran apóstoles, como por ejemplo Felipe [Hch. 8:6-8]) debían servir para autentificar primeramente al mensaje mismo como verdadero y confirmarlo (cf. Mr. 16:20; He. 2:3-4), pues lo que este mensaje anunciaba era no menos que la venida del reino mesiánico de Dios en la persona y obra de Jesús, y esto debía implicar también que las bendiciones del reino estaban todavía presentes —y aún lo están en la medida de que el reino de Dios sigue siendo hoy una realidad espiritual actual, tanto como lo fue entonces. Los milagros de sanidades y exorcismos, en el propio ministerio de enseñanzas y predicación de Jesús, debían ser entendidos como la evidencia de que tanto el Reino de Dios como su Mesías Rey se habían acercado y eran una realidad presente actuando aquí y ahora. Como prueba de esto véase Mateo 11:2-5 y cómo Jesús vincula su ministerio de sanidades y la anunciación del evangelio con la pregunta de los discípulos de Juan respecto de si él era el Mesías que había de venir: «Id, y declarad a Juan las cosas que veis y oís: Los ciegos reciben la vista, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es predicado el evangelio». También, y en respuesta a los fariseos incrédulos, Jesús les respondió diciendo: «si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Mateo 12:28). De igual manera, Jesús dió a sus doce discípulos (y apóstoles) «poder y autoridad sobre todos los demonios y para sanar enfermedades», y acto seguido «los envió a proclamar el reino de Dios y a sanar a los enfermos» (Lucas 9:1-2); lo cual hizo más tarde nuevamente con otros setenta discípulos suyos a quienes envió de dos en dos a los lugares y ciudades a donde tenía pensado ir Él después, y les dijo: «sanad a los enfermos que haya en ella y decidles: El reino de Dios se ha acercado a vosotros» (Lucas 10:9). En el relato paralelo de Lucas 9, en Mateo 10:7-8, leemos la instrucción del Señor en los siguientes términos: «Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpias leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios...» (cf. Mateo 4:23; 9:35).
Pero esta
expresión del reino de Dios como una realidad activa y presente, autenticada por
medio de señales milagrosas, no se limitó únicamente al ministerio de Jesús (quien, por cierto, estaba también siendo autentificado por medio de estas señales como el legítimo Mesías y Gran último Profeta de Dios de acuerdo a las palabras de Moisés en Deuteronomio 18:18 [Jn. 5:36; 6:14; 10:24-25, 37]),
sino que continúo posterior a su ascensión al cielo, por medio de la obra activa del
Espíritu Santo en el marco de la predicación del evangelio, como lo deja ver parte importante del
libro de Los Hechos (y también, si aceptamos su inclusión en el texto griego
original, así lo promete Jesús en Marcos 16:17-18). Véase también esta misma idea en Hebreos 2:3b-4, en que se afirma cómo es que Dios ratificaba por medio de «señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad», no a los mensajeros como tal, sino al mensaje mismo de salvación que había estado siendo anunciado por los que lo oyeron primero del Señor. Por lo tanto, me parece que si una de las principales
funciones de los milagros de sanidad y señales milagrosas en el marco de la tensión escatológica del
«ya» y el «todavía no» del Reino es expresar y evidenciar de manera tangible
algunas de las reales bendiciones de Dios en Cristo como prueba de que el Reino
espiritual de Dios está dinámicamente activo en el mundo, entonces no existen
razones verdaderamente convincentes para negar que estas expresiones de tal
dinamismo estén todavía presentes en un mundo en donde el mensaje del Reino
sigue siendo relevante y el Espíritu de Dios continúa activo en medio de su
Iglesia.
(5) Para
terminar. A menudo se lee o escucha también decir que «si existen personas con el don
de sanidad, ¿por qué entonces no están en los hospitales curando de manera
masiva a los enfermos?». Pues bien, si la sanidad milagrosa es una de las maneras en que se hace evidente que el Reino de Dios ha irrumpido y está presente, y el siglo venidero
ha penetrado el presente siglo malo, entonces sería esperable que hubiera
reportes de sanidad milagrosa por medio de estas supuestas personas con algún don
de sanidad —o, al menos, ese parece ser el razonamiento que se sigue. Ahora,
este tipo de cuestionamientos a la continuidad de los dones de sanidades pienso
que a menudo surgen por un error y un sesgo en la comprensión respecto de cómo operan en
verdad esta clase de dones y cuál es su alcance o límites en lo que respecta a
la persona por medio de la cual Dios obra la sanidad. Aunque ya hice, en los
puntos (1) y (2) anteriores, algunos comentarios que ayudarán a contestar este
último punto, todavía hay que decir un par de cosas más.
Lo primero que hay que decir es que, si la
conclusión de que no veamos reportes en los noticieros de personas con algún
don de sanidad curando a los enfermos en los hospitales es que entonces ya
cesaron los dones de sanidades, entonces lo mismo podríamos concluir respecto al
hecho de que tampoco vemos reportes en los noticieros de que Dios esté
permanentemente obrando milagros de sanidad a los enfermos en los hospitales
—que entonces Dios ya no obra tales milagros. Pero, ¿es acaso esa la
conclusión correcta? Yo creo que no. Y esta es la segunda cosa que quiero decir.
Como aseveré más atrás, la sanidad NO depende
de la mera voluntad o deseo de la persona de querer sanar a cualquiera y a su
mero antojo y libertad, sino de Dios quien la empuja por su Espíritu para Él
actuar por medio de ella cual agente del poder sanador de Dios en la vida de
otro individuo; Dios es quien produce la sanidad según su voluntad, y Él actúa
según su propio programa y propósitos. Si todo esto es correcto, entonces es
razonable pensar que, si no vemos reportes en los noticieros de personas con
algún don de sanidad curando a los enfermos en los hospitales, ¡es simplemente
porque Dios NO lo ha ordenado y asunto terminado! (esto, por supuesto, dando
por cierto que la falta de tales reportes deba significar la evidencia de la
ausencia de tales dones actuando en los hospitales, cosa que en realidad sería
demasiado apresurado de asumir también). Si los dones de sanidades no son de la
absoluta libre disposición del agente, sino que están a su vez supeditados a la
guía y soberana dirección del Dador, entonces la razón de porqué la sanidad
física no se está obrando en todos los rincones de la Tierra por la mano de
estos agentes del poder sanador divino debe encontrarse en el propio Dador de
los dones y no en los receptores de los mismos. El propio Jesucristo —no un
mero receptor de los dones de sanidad, sino Dios mismo encarnado y obrando por
su propia naturaleza divina los poderes del Reino en sanidad y milagros— fue
bastante selectivo a la hora de querer obrar esta clase de milagros,
prefiriendo algunos lugares por sobre otros, a veces por la propia falta de fe
de los habitantes de la ciudad (cf. Mr. 6:4-6). Aunque los Evangelios nos
cuentan acerca de multitud de milagros de sanidad obrados por Jesús en el
contexto de su ministerio mesiánico, no se nos dice que Él anduvo por todos los
hospitales de su época curando a todos los enfermos posibles, o que haya ido (o mandado) a
sanar a todos los leprosos que había en las afueras de Jerusalén aislados del
resto de la sociedad. Para ejemplificar todo esto, es realmente notable el
detalle que encontramos en Juan 5:2-9, en donde se nos cuenta acerca de la
extraordinaria curación de un paralítico en el estanque de Betesda (o Betzatá),
pero no se dice de ningún otro enfermo a quien el Señor haya curado en aquel
día en aquel mismo lugar, pudiendo haberlo hecho —y en el v. 3 leemos
claramente que en los cinco pórticos que tenía este estanque «yacía una
multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos». Si Jesús tenía el poder
para sanar —y para sanar cualquier clase de enfermedad—, ¿por qué simplemente
no sanó a todas las personas que había allí en ese estanque a esa hora y todos
los días? Aunque la respuesta suene algo cruda, quizás la única razón sea que simplemente
no estaba en sus planes y propósito hacerlo —y de nada sirve aquí apelar a una posible falta de fe de aquellos a quienes el Señor no curó en aquel lugar aquel día, pues nada se dice tampoco del paralítico respecto a si algún acto de fe de su parte haya movido a Jesús a actuar en su beneficio. Aunque la irrupción del Reino de
Dios se había manifestado y expresado por medio de sanidades, exorcismos y
milagros varios durante el ministerio terrenal de Jesús, queda claro que no
estaba en los planes de Dios sanar a todos los enfermos posibles de todos los
rincones de Israel, sino solo a algunos —los que Él quiso de acuerdo a sus
sabios y buenos propósitos. El propio apóstol Pablo, de quien se reportan
varios milagros de sanidad en el libro de los Hechos, no pudo sanar
a Epafrodito (Fil. 2:27) o a Trófimo (2 Tim. 4:20), y
ciertamente tuvo que ver morir a varios de sus compañeros de viaje y hermanos
de las diferentes iglesias que ayudó a fundar; sin embargo, no quiere eso decir
que entonces no hubiera personas en alguna de las iglesias con algún don de
sanidad que pudieran haber orado por sanidad y curado a alguno de estos
enfermos amados del Señor, sino tal vez simplemente significa que Dios no lo
había así determinado, y eso debe ser suficiente para terminar este asunto.
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