Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

lunes, 6 de julio de 2020

LA FE JUSTIFICADORA: NOTITIA, ASSENSUS Y FIDUCIA




Por
Mauricio A. Jiménez


¿Qué es, pues, la fe justificadora? En esta entrada nos enfocaremos en entender cómo es esa fe que justifica y en qué consiste esta en cuanto acción subjetiva, i.e., la fe entendida desde el punto de vista del sujeto de la fe.
Existen varias maneras de definir la fe justificadora, unas más extensas que otras, pero para efectos de nuestro presente estudio, pienso que la siguiente definición que nos entrega John Murray es de lo más precisa:

la fe […] es un movimiento del alma entera en entrega propia a Cristo para salvación del pecado y de sus consecuencias.[1]

De esta breve, pero no menos acertada definición, podemos concluir al menos tres cosas que son fundamentales:

1º La fe es una actividad o ejercicio de la voluntad humana que involucra todo su ser;
2º tiene como objeto a Cristo; y
3º su propósito es alcanzar la salvación y el perdón de los pecados.

Pero, si pudiéramos ahora ahondar en la fe misma en cuanto acción subjetiva, ¿cómo la definiríamos? O, más precisamente, ¿cuáles son los “ingredientes” que conforman la fe en cuanto causa instrumental de la justificación? Con estas preguntas en mente, podemos comenzar definiendo la fe para justificación como: el asentimiento de la mente y el consentimiento de la voluntad respecto de lo que Dios ha revelado en Cristo y por el evangelio (Ro 10:17). Pero, y aquí es necesario que hagamos la correcta distinción, la fe justificadora no consiste únicamente en una aceptación mental de las verdades evangélicas, no es simplemente decir «sí, de acuerdo» a lo que está escrito y es anunciado respecto de la Persona de Jesús. Hay un grado de importancia en la aceptación a premisas tales como que: Jesús es el Hijo de Dios, el Señor y Mesías prometido; murió en una cruz para redimirnos de nuestros pecados; fue resucitado al tercer día por el poder de Dios, en cuya diestra está ahora sentado. Todas esas cosas son ciertas y deben ser creídas y confesadas para recibir salvación (cf. Ro 10:9), pero aún hay algo más que eso. Bien lo dice John Murray, a quien leímos en la cita anterior: «la fe no consiste en creer cierto número de proposiciones verdaderas acerca del Salvador, por más que éstas sean ingredientes esenciales de la fe. La fe consiste en confiar en una persona, la persona de Cristo, el Hijo de Dios y Salvador de los perdidos. Consiste en entregarnos a él. No es simplemente creer en él. Es creer y confiar en él.»[2]
Esta idea, esta fe fiducial (fidem fiduciam), por supuesto, no debe conducirnos a un rechazo a las proposiciones de la fe como tal. Razón hay también en las palabras del doctor Erickson, cuando explica que «el tipo de fe que se necesita para la salvación tiene que implicar creer que y creen en, o asentir a hechos y confiar en una persona.»[3] A decir verdad, la fe para justificación contempla ambos aspectos, y cuando lo primero —creer que; asentir a hechos revelados— ha de comprometer no sólo al intelecto, sino también a la voluntad y a la determinación de aquel que ha sido llamado por Dios al encuentro espiritual con su Hijo, lo segundo —creer en, confiar en Aquel— se transforma en una consecuencia necesaria e inevitable. De otra manera: el que tiene fe cree y confía, ambas cosas siempre están presentes y compenetradas en toda fe verdadera, no se pueden separar[4].
De gran valor son aquí las palabras de Herman Ridderbos:

Ni por un momento debemos aceptar la idea de que la fe —debido a que está tan ligada a la tradición y consiste en la obediente sujeción a la doctrina apostólica de la salvación— resida solamente o en primer lugar en la esfera cognitiva y no afecte desde el comienzo al hombre en la totalidad de su existencia.[5]

Contrario a esta idea fue la opinión que tuvo William R. Newell (entre otros teólogos), para quien «La fe no es confianza, [...]. La fe es simplemente nuestra aceptación del testimonio de Dios como verdadero.»[6] Fe es creer lo que Dios ya ha hecho por nosotros en la cruz de Cristo, y sólo eso. La confianza y la fe deben entonces distinguirse cuidadosamente, siendo la primera aquello que «siempre mira lo que Dios hará; mientras que la fe ve lo que Dios dice que fue hecho y cree la Palabra de Dios con convicción de que es verdadera, y verdadera para nosotros mismos»[7]. Para Newell, la confianza es la experiencia de vida a la que nos lleva la fe, pero no define a la fe misma[8]. Sin embargo, creo que Newell no estaba definiendo a la confianza en el mismo sentido como la han definido y aún la definen los que utilizan (utilizamos) el término para hablar de la fe justificadora o salvífica. Para él la confianza consiste en esperar que Dios haga algo por nosotros, mientras que la fe salvífica consiste en creer lo que ya ha hecho en la cruz para salvarnos[9]. Pero en nuestra definición de fe, no estamos con ella significando precisamente la esperanza de lo que Dios va a hacer aunque también eso se implica dentro del mismo concepto[10], sino más bien la seguridad de que Dios en Cristo es quien dice ser, esto es, nuestro salvador y redentor, una convicción que no sólo involucra a nuestro entendimiento, sino también a nuestro ser en entrega plena a esa verdad. De otra manera: no sólo somos persuadidos a aceptar tal verdad, sino que también nos fiamos de ella y nos apoyamos en Aquel que la declaró primero: Dios en Cristo.
Charles Hodge, siguiendo a la tradición reformada, escribió acertadamente:

El elemento primario de la fe es confianza. [...] La idea primaria de verdad es aquello que es digno de confianza; aquello que sustenta nuestras expectativas, que no frustra porque realmente es aquello que se supone o que se declara ser. Se opone a lo engañoso, lo falso, lo irreal, lo vacío y lo carente de valor. Considerar algo como verdadero es considerarlo como digno de confianza, como siendo lo que declara ser. Por tanto, fe, en el sentido global y legítimo de la palabra, es confianza.[11]

Ahora bien, tal definición que limita la fe a sólo creer en algo aceptar como verdadero lo que Dios ya ha hecho por nosotros, por ejemplo, no es distinta a la de la mera creencia y aceptación del intelecto de otras afirmaciones proposicionales, como por ejemplo que dos más dos es igual a cuatro; o que el azul es un color distinto del naranja. Pero la aceptación de tales verdades no amerita —ni requieren de— la participación de mi voluntad ni mi compromiso personal con el objeto en sí, ni menos aún pueden involucrar mi alma en subordinación absoluta de a quien le creo esas verdades. La fe cristiana, no obstante, y contrario a eso, nos impele a la dependencia del Cristo en quien creemos como salvador, y esa sola diferencia hace que el mero «creer en algo» no agote en realidad el contenido del concepto de fe que estamos aquí considerando. Sí, creemos en lo que Dios nos ha dicho por su Palabra y creemos también en Aquel de quien se dice eso, lo que no sólo ha sido significativo para nuestra mente con la cual asentimos a esa revelación —a ese conocimiento, sino que también ha movido nuestra voluntad en entrega y dependencia del objeto Aquel que es presentado como nuestro salvador y redentor. Esto es, en esencia, la confianza de la que hemos venido hablando.
Ciertamente, la fe, en cuanto a la participación del intelecto se refiere, requiere de ciertos conocimientos de tipo proposicional acerca de los cuales se nos demanda responder y también obedecer. De ninguna manera la fe cristiana es un salto al vació o a lo desconocido, por mucha confianza que pueda haber en esa acción. Tal clase de fe es a la verdad ingenua y carente de razón. En este sentido, y como bien señaló Ridderbos: «el conocimiento ocupa un lugar importante en el concepto paulino de la fe. No podemos aproximarnos a la fe desde la esfera de las emociones o los sentimientos en el sentido del misticismo pagano. Tampoco podemos definir a la fe como un acto de entrega o Entscheidung (decisión, resolución) sin una clara noción de aquello a lo que uno se entrega o por lo que se decide. La fe presupone más bien un conocimiento sobre el cual descansa y del cual deriva siempre su poder. [...] El conocimiento califica a la fe como una fe consciente, dirigida y, por lo tanto, convencida y segura.»[12]
A ninguna persona inconversa se le puede exigir que crea en Jesús sin saber quién es Jesús y qué ha hecho por el hombre, pues de lo contrario su fe carecería de solidez y fundamento. Sólo conociendo quién es el Cristo en quien creemos es que la fe supera a la mera superstición y vaguedad de la mente. Esto, por supuesto, debe implicar a nuestro intelecto. Es así, pues, que podemos hablar de una fe que no es ni ciega ni insensata, que no mutila nuestro entendimiento ni nos obliga al abandono de la razón. Quien así cree al Salvador, i.e. con una fe consciente, dirigida, convencida y segura, puede entender a Pablo cuando dijo a Timoteo: «no me avergüenzo, porque sé a quién he creído» (2Ti 1:12).
En conclusión, la fe salvífica y justificadora no solo implica confianza (fiducia) en Aquel en quien se cree para salvación (confianza en sus promesas y entrega confiada a lo que Dios ya ha hecho), sino también conocimiento proposicional (notitia) respecto de lo que Dios ha llevado a cabo por medio de Jesús (esto es, la acción de Dios en el acontecimiento de Cristo); y asentimiento (assensus) a esa revelación, i.e., el consentimiento de la voluntad y aceptación del intelecto respecto de aquella verdad tocante a Jesucristo que nos es comunicada por el Evangelio. Necesitamos, pues, conocer aquello en lo que ponemos nuestra confianza y asentir a aquella verdad en la cual confiamos, de otro modo no hemos creído en verdad todavía.

[Adaptado de mi libro La justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación]

Notas:



[1] John Murray, La Redención: Consumada y Aplicada (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), p. 106.
[2] Ibíd., p. 110. Negrillas añadidas.
[3] Millard Erickson, Teología Sistemática, 2 edición, CTC (Barcelona: CLIE, 2008), p. 949.
[4] A este mismo respecto haremos bien en señalar que, a diferencia de otros idiomas como el latín, el francés, el inglés y el castellano, en donde el verbo «creer» y el sustantivo «fe» proceden de diferentes raíces (credere - fides; croice - foi; believe - faith; creer - fe, respectivamente), en el griego en cambio el verbo «creer» (πιστεύω, pisteúoo) y el sustantivo «fe» (πίστις, pístis) provienen de la misma raíz pist, de manera que un estudio sobre el sustantivo fe en el NT tiene, al menos en este caso, el mismo efecto que un estudio acerca del verbo creer.
[5] Herman Ridderbos, El pensamiento del apóstol Pablo (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2000), p. 322.
[6] William R. Newell, Romanos, versículo por versículo (Grand Rapids, MI: Portavoz, 1949), p. 92.
[7] Ibíd.
[8] «Después de la fe salvadora principia la vida de confianza», ibíd.
[9] Ibíd.
[10] Como cuando leemos a Pablo acerca de la fe de Abraham en Romanos 4:18-21 —y que es el modelo de fe por el cual somos justificados nosotros. No cabe duda de que su fe y su confianza —confianza de que Dios iba a hacer lo que le había prometido— estaban entretejidas y enlazadas formando una misma cosa en realidad. Dice Pablo: «Él creyó en esperanza contra esperanza» (v. 18), «Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo... o la esterilidad de la matriz de Sara» (v. 19), «Tampoco dudó... de la promesa de Dios» (v. 20), por el contrario, estaba «plenamente convencido de que [Dios] era poderoso para hacer lo que había prometido» (v. 21). Hebreos 11 contiene varios otros ejemplos que vienen a ratificar esta noción de la fe. La fe salvífica y justificadora tiene también, por supuesto, ese elemento de confianza en lo que Dios hará. No podemos perder de vista el hecho de que la propia salvación y justificación tienen también un aspecto escatológico claro en la Escritura, de manera que no solamente creemos lo que Dios ya ha hecho por nosotros en la cruz de Cristo, sino que también esperamos y aguardamos —en fe— el día en que Dios redima finalmente nuestros cuerpos mortales en la glorificación y venga a nuestro encuentro final para salvación y justificación en el día del juicio venidero.
[11] Charles Hodge, Teología sistemática (Barcelona: CLIE, 2010), p. 713.
[12] Herman Ridderbos, El pensamiento del apóstol Pablo, pp. 317 y 318. Para una exposición acerca de la fe —del concepto paulino de la fe— vista esta como «obediencia», «conocimiento» y «confianza», en perspectiva con la nueva vida en Cristo, léase la citada obra de Ridderbos, pp. 310-329.

sábado, 4 de julio de 2020

NI ARBITRARIEDAD, NI FAVORITISMOS



Por
Mauricio A. Jiménez


En esta entrada continuaremos con nuestro anterior estudio titulado «Elección, predestinación y presciencia» (léase aquí), pero nos enfocaremos esta vez en una objeción que es bastante común a la hora de tratar con este asunto de la elección de Dios—entendida como soberana e incondicional. Nos referimos a ese concepto que ve esta elección como arbitraria e injusta.

Es importante recordar que, como ya dijimos en nuestro anterior estudio, Dios nos escogió y predestinó para salvación según el puro afecto de su voluntad y conforme a su propósito eterno (cf. Efesios 3:11, «conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor») y por nada bueno en nosotros mismo que pudiera haber ayudado a nuestra causa (alguna acción justa, cualquiera que fuera). Pero más importante aún para efectos de lo que sigue, es que todo ello fue en amor[1]. Sin embargo, es un hecho que tal noción de «amor» a algunos les parece contradictoria con el concepto de elección y predestinación que hasta ahora se ha expuesto y defendido. «El Dios que elige» —dice Daniel B. Pecota— «es el Dios que ama, y Él ama al mundo. ¿Puede mantenerse en pie la noción de un Dios que escoge arbitrariamente a algunos e ignora al resto, causando su condenación, bajo escrutinio alguno, a la luz de un Dios que ama al mundo?»[2] Esta clase de objeciones no es nueva ni única, pues la vemos repetidas veces entre los objetores a la perspectiva reformada de la elección. Según ellos, la idea de una elección incondicional hace de Dios una suerte de árbitro injusto que, falto de amor, deja que algunos se vayan al infierno, mientras escoge arbitrariamente a otros para salvarles, sin tomar en cuenta ninguna respuesta de parte de ellos. El propio Pecota entiende este concepto de elección como «la doctrina de que Dios escogió arbitrariamente, sin tomar en consideración la respuesta humana o la participación de los seres humanos.»[3] No me queda muy claro si acaso Pecota está de acuerdo con esas objeciones, pero a juzgar por esta última cita y por el contenido general de toda su exposición acerca de este tema, tal parece ser que lo está.
Analicemos esta objeción. Ya de entrada hay un problema conceptual al entender la acción de Dios en Cristo, de escoger a unos y rechazar a otros, como «arbitraria». El término «arbitrariedad» implica la idea de una acción caprichosa, contraria a lo que es justo y carente de razón. Si Dios escogió «arbitrariamente», entonces su elección correspondió a una acción injusta, abusiva y caprichosa, privada de razón. Pero, ¿definen estas palabras lo que realmente hizo Dios? Nada puede ser más errado que eso. De esto hablaremos a continuación.
Muy a menudo, los que se oponen a nuestro concepto reformado de la elección y la predestinación piensan que no es posible que Dios escoja salvar a unos, proveyéndoles su gracia salvadora, y condene a otros, no proveyéndoles esa gracia, porque eso no es justo (en el sentido de “no equitativo”). Y no sólo eso, pues tampoco sería aceptable que Dios decidiera elegir a unos y no a otros sin tomar tampoco en consideración la respuesta de cada uno de ellos, porque eso sería injusto, dicen estos. Henry C. Thiessen plasmó muy bien este concepto: «Nos parece que sólo si Dios hace las mismas provisiones [la gracia de Dios] para todos y ofrece lo mismo para todos es realmente justo[4]
Pero, ¿es realmente injusto (imparcial, no equitativo) que Dios haga eso, i.e. que escoja salvar incondicionalmente, como diría Pablo: «según su buena y agradable voluntad» (Ef. 1:5b)?
Si nos detenemos a reflexionar por un momento en cuál es el estado o condición original de los que son escogidos para salvación, muy pronto advertimos que se trata de pecadores de toda clase, no muy diferentes —de hecho, idénticos— en cuanto a su naturaleza caída respecto de los que no son escogidos (léase, por ejemplo, 1Co. 6:9-11; Tit. 3:3-7). En realidad, no existe una gran diferencia moral entre ellos, salvo que de unos decide Dios tener misericordia, mientras que de los otros no. De los primeros, Dios determina obrar por su Espíritu para que respondan positivamente a su revelación; mientras que, de los segundos, Dios determina abandonarlos a su propia incredulidad (cf. Ro. 1:24-28).
Lo cierto es que, si Dios hubiese basado su elección en la respuesta de cada uno de ellos, ciertamente nadie habría tenido posibilidad de ser elegido, pues delante de sus ojos todos son pecadores. Hasta aquí, decir que hay injusticia en Dios no tiene cabida, a menos que pensemos que los réprobos merecían alguna clase de oportunidad o consideración, como la que recibieron aquellos que fueron escogidos para salvación. Sin embargo, esa sería una alegación infundada, puesto a que Dios no está obligado a tener misericordia de todos—de hecho, no está obligado a tener misericordia de nadie, en realidad Él tiene misericordia de quien quiere tener misericordia. Dice Thiessen:

«Se admite que Dios no tiene ninguna obligación de proveerle la salvación a nadie, ya que todos son responsables de su condición perdida actual. También se admite que Dios no está realmente obligado a salvar a nadie, aunque Cristo ha provisto la salvación para los hombres. Pero es difícil ver cómo Dios puede escoger a algunos de entre la multitud de hombres culpables y condenados, proveer salvación para ellos y asegurar su salvación eficazmente, y no hacer nada por todos los demás, si, como leemos, la justicia es la base de su trono. Dios no sería parcial si permitiera que todos los hombres fueran a su destino merecido; pero ¿cómo puede ser otra cosa si no parcial si escoge a algunos de esta multitud de hombres y hace cosas por ellos y en ellos que se niega hacer por los demás, si no hay algo acerca de las dos clases que marca una diferencia?»[5]

Es importante notar el problema lógico en el anterior argumento. Por una parte, se admite que Dios no tiene obligación alguna de proveer salvación y salvar; sin embargo, por otra parte, se objeta que Dios, en base a esa misma libertad de no estar obligado a proveer salvación, decida proveerla a algunos y no a otros, aplicando sobre los primeros la obra de la gracia mientras que al resto les abandona a su propia incredulidad. Nótese que esta objeción no es una defensa al universalismo (Dios escogió salvar a todos), sino una que apela a la idea de que Dios, para ser justo, necesariamente tiene que haber dado a todos los hombres, y no sólo a algunos, de su gracia para que todos tuvieran la misma «habilidad restaurada» que les permitiera creer para salvación[6]. Pero nuevamente, si Dios no estaba obligado a salvar a nadie—lo cual implica que tampoco estaba obligado a proveer a los hombres de su gracia salvífica—entonces se admite, dentro de la misma lógica, que no existe injusticia alguna—ni parcialidad—en el acto de escoger a unos y no a otros, puesto que no tener la obligación de salvar no implica no poder escoger salvar incondicionalmente a algunos. Así también, el escoger salvar incondicionalmente a algunos no implica que tenga que darle oportunidad de salvación al resto (mediante las mismas operaciones de la gracia), pues no debe olvidarse que aquí la premisa más importante es que Dios no está obligado a salvar a nadie, y eso es precisamente lo que admite el propio Henry C. Thiessen al comienzo de la cita.
Debemos entonces preguntarnos: ¿Es Dios injusto en su determinación de brindar a unos su gracia salvífica y a otros no? Antes de responder aquello debemos tratar con otra pregunta aún más importante: ¿Es injusto que Dios condene al pecador? Pablo responde: «en ninguna manera» (ver Romanos 3:5-6).
Dios es justo al condenar al pecador, porque ¿qué otra cosa sino su castigo es lo que merece el pecador? ¿Acaso el pecador merece la misericordia de Dios en lugar de su justicia?, de ninguna manera.[7] Si Dios determina condenar al pecador, está en su legítimo derecho de hacerlo, pues Dios es el Juez Supremo de todo el universo. No está Él obligado a condenar, pero sí está impelido por su propia naturaleza moral a ser Justo, así como por su propia naturaleza Santa está Él impelido a ser Santo en todo momento. Entonces, si preguntamos: ¿es Justo Dios al condenar al pecador? La respuesta es que sí, es Justo. De hecho, si Dios hubiese determinado no salvar a nadie y condenar a todo el mundo, por supuesto que eso habría sido una expresión legítima de su justicia respecto del pecado, y nadie podría alegar injusticia allí. Pero Dios ha decidido tener misericordia para salvar, misericordia no por supuesto de todas y cada una de las personas, sino de aquellos a quienes ha escogido en la eternidad. Debemos dejar en claro que la misericordia de Dios no depende de—ni se mide por—el número de personas que salve, sino del—y por el—simple acto de salvar a alguien, por lo cual, estoy seguro de que aun si Dios hubiese determinado salvar a sólo una persona, aquello ya habría sido un acto de enorme misericordia, pues no tenemos que perder de vista que los objetos de su misericordia son pecadores que no merecen su perdón, sino su castigo, de ahí que el concepto de «gracia» sea tan apropiado para entender cómo funciona nuestra salvación realmente (somos salvos por gracia, Efesios 2:8). Cuando comprendemos que lo único que el hombre merece es el castigo eterno y la justa retribución por sus pecados, la doctrina de la elección y la predestinación vienen a ser un verdadero bálsamo para el alma arrepentida, un salto de júbilo para quienes han de formar parte del pueblo adquirido por Dios. Por lo tanto, no debe sorprendernos tanto el hecho de que algunos no se salven, lo que verdaderamente debe sorprendernos y maravillarnos es que alguno se salve, porque si Dios diese a todos los hombres lo que realmente se merecen por sí mismos, luego ninguno se salvaría.
Ahora bien, si los réprobos reciben justicia (seguimos hablando de la justicia retributiva), ¿qué, pues, reciben entonces los escogidos? La respuesta: reciben misericordia. «Nadie»—dice correctamente R. C. Sproul—«recibe injusticia. La misericordia no es justicia. Pero tampoco es injusticia […] Hay justicia y hay no justicia. La no justicia incluye todo lo que está fuera de la categoría de justicia. En la categoría de no justicia encontramos dos subconceptos, injusticia y misericordia. La misericordia es una buena forma de no justicia, mientras que la injusticia es una mala forma de no justicia. En el plan de salvación, Dios no hace nada malo. Nunca comete injusticia alguna. Algunos reciben la justicia que merecen, mientras que otros reciben misericordia. Una vez más, el hecho de que uno recibe misericordia no exige que los demás la reciban también. Dios se reserva del derecho de conceder clemencia.»[8] Como dijo también Millard Erickson, «Los condenados reciben justo lo que se merecen. Los elegidos reciben más de lo que se merecen.»[9]
Pero al decir que Dios hace «no justicia» a sus escogidos, pareciera que estamos contradiciendo lo dicho antes, esto es, que Dios está impelido por su propia naturaleza a ser Justo. Sin embargo, Dios no deja de ser Justo al conceder su misericordia, sino que aplica su justicia (el castigo justo) a un sustituto nuestro, a Jesucristo; Él cargó con nuestros pecados y pagó el precio de nuestra iniquidad a fin de que fuéramos perdonados (Is. 53:5; 1Pe. 2:24; cf. Ro. 4:25; 5:10; 1Co. 15:3; 2Co 5:21; Gál. 1:4; Col. 1:20; 2:13-14; 1Pe 3:18; Ap.1:5). Dios manifiesta su justicia al condenar todos nuestros pecados en la cruz de Cristo, de manera que no puede existir contradicción alguna en el acto de conceder su misericordia (su «no justicia») a aquellos a quienes ha escogido para salvación.

¿Favoritismo?
Creo que hasta aquí ha quedado claro que Dios no hace injusticia alguna al condenar al pecador y al conceder su misericordia para salvar a sólo algunos de esos pecadores. Sin embargo, ¿qué hay de la objeción de que Dios, al escoger incondicionalmente a unos y no a otros, está haciendo acepción de personas? La Biblia nos dice en variadas oportunidades que Dios no hace acepción de personas (p. ej. Dt. 10:17; 2Cro. 19:7; Ro. 2:11; Ef. 6:9; Col. 3:25), por lo tanto —razonan algunos— no podría Dios escoger a unos y no a otros sin tomar en cuenta los méritos o deméritos de ambos. En la epístola de Santiago, capítulo 2, desde el versículo 1 al 9, hay una clara exhortación a los hermanos a no hacer acepción de personas; esto es, mirando en menos al pobre y prefiriendo al rico en su lugar, porque eso es pecado (vv. 2, 9). En parte relacionado está el mandato que leemos en Levítico 19:15 acerca de los hijos de Israel, los cuales debían juzgar con total imparcialidad en el juicio, «ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al grande», i.e. no favoreciendo al pobre sobre el rico por el sólo hecho de ser pobre, ni dando prioridad o mayor favor al poderoso simplemente por ser poderoso. Pero el que quizás sea uno de los textos claves en esta objeción, es sin duda alguna Romanos 2:11, «porque no hay acepción de personas para con Dios». Entonces, si Dios no hace acepción de personas, i.e. no es parcial ni tiene favoritismos, ¿cómo es que elige a unos y no a otros sin dejar de ser imparcial o cometer acepción de personas?
Lo primero que tenemos que hacer es definir qué entendemos precisamente por la expresión «acepción de personas». Si decimos que esto consiste básicamente en hacer distinción o diferenciación entre una persona y otra, entonces la Biblia sí enseña que Dios hace tales distinciones o que tiene especial preocupación por unos y no por otros. Por ejemplo, cuando Jesús ora al Padre por sus discípulos, leemos allí: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son...» (Jn. 17:9, cf. v. 20). En otro lugar leemos a Dios diciendo a Israel: «amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal. 1:2-3, cf. Ro. 9:13), lo cual implicó un trato diferente, no sólo respecto de las dos personas como tal, sino también de las naciones allí representadas; y eso está evidentemente claro en toda la Escritura, así que no hay mucho que demostrar en ese asunto. Sin embargo, nada de esto define lo que se quiere significar con la expresión «acepción de personas».
Lo que muy a menudo ignoran u omiten los que objetan con este argumento, es el hecho de que la acepción de personas implica un juicio basado en favoritismos, no tomando en cuenta el mérito o la razón (como lo que quiere instruir Levítico 19:15). Lo que dice entonces Pablo en la cita de Romanos 2:11, es que, en el juicio, Dios será completamente imparcial y pagará a cada uno conforme hayan sido sus obras (Ro. 2:6ss), de manera que no habrá favoritismo, sino justicia imparcial. Sin embargo, cuando la Biblia enseña la elección para vida eterna, nos parece que Dios ve a todos los hombres en igualdad de condiciones iniciales (toda la humanidad está caída, toda ella es culpable, y los vasos de honra y deshonra son formados de una misma masa de barro, Ro. 9:21, una misa massa perditionis), y este es un buen punto de partida para comprender lo infundada de esta objeción. Dios vio a todos los hombres igualmente pecadores e igualmente bajo juicio de condenación (todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, Ro. 3:23). No es este, por lo tanto, el caso de una elección en donde alguno pudiera alegar injusticia, ya que NADIE tiene méritos por los cuales apelar. No sólo no escogió Dios basado en los méritos de la persona, lo cual hubiera sido una acción «justa» de su parte, sino que en realidad nadie tiene méritos por los cuales alegar inclusión o aceptación, por lo que la elección pasa de ser un acto de justicia retributiva a un acto de misericordia y gracia. El propio caso de Levítico que consideramos más atrás nos habla acerca del verdadero sentido de esa expresión. Los jueces debían juzgar en base a los méritos o deméritos de las personas, no por favoritismos ni por cohecho; «no escogiendo el blanco sobre el negro por el sólo hecho de ser blanco» (una forma de decir); sin embargo, la elección para vida eterna no funciona así. Como dijo en otro tiempo Francisco Lacueva: «No habiendo en los hombres nada que pueda determinar la elección de Dios, no hay favoritismo, pues la acepción de personas sólo tiene lugar cuando se da a alguien un trato de favor en perjuicio de otro que ha hecho más mérito para ello.»[10] Esto último debe ser entonces la clave para echar a bajo esa objeción. La acepción de personas ocurre cuando se da un trato de especial favoritismo a una persona en desmedro o perjuicio de otra que hizo más méritos o reunió mejores condiciones para ese trato; sin embargo, en el caso de la salvación no estamos ante una situación de personas que merezcan mayor consideración que otras, pues a los ojos de Dios —de su perfecta y santa Ley—, todos han pecado y todos están destituidos de su gloria (Ro. 3:23), no hay diferencia en ellos mismos, todos son igualmente culpables, todos «hijos de ira» por naturaleza (Ef. 2:3). La única diferencia —bendita gran diferencia— es que a algunos Dios decide colocarlos en Cristo y los escoge en Él; algunos pecadores son amados en Cristo y por causa de Cristo, determinados a la vida eterna por los méritos de su Hijo amado en quien tiene complacencia y por medio de quien su gracia y su misericordia son hechas posibles.

Notas:


[1] Aunque no existe acuerdo en si acaso esta lectura es la correcta. Mientras que algunas traducciones colocan la expresión «en amor» en el v. 5 (constituyendo así un fundamento para la predestinación), otras traducciones colocan la expresión al final del v. 4 y en directa relación con lo que se había dicho antes, y por tanto haría alusión a la elección y a toda esa cláusula. Sin embargo, incluso en el caso de que la lectura correcta fuera la última, no debemos olvidar que toda la obra de Dios fue una manifestación de su amor, por consiguiente, sigue en pie la idea de que la predestinación fue llevada a cabo siendo el amor de Dios el antecedente de la misma.
[2] Stanley M. Horton (ed.), Teología Sistemática: Una perspectiva pentecostal (Miami, Fl: Vida, 1996), p. 359.
[3] Ibíd., p. 358. Cursiva mía. Aunque, un poco antes, el autor reconoce en Pablo el que «ser hijo de Dios depende de la expresión soberana y gratuita de su misericordia, y no de nada que nosotros tengamos que hacer» (mismo párrafo).
[4] Henry C. Thiessen, Lectures in Systematic Theology (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1949), p. 347.
[5] Ibíd., pp. 346-347.
[6] A esto se le conoce mejor como la «gracia preveniente» (o «preventiva»). Esta doctrina enseña que Dios obra, por su Espíritu, abriendo los corazones de todos los hombres a la verdad del evangelio, convenciéndolos, persuadiéndolos y capacitándolos para responder en fe a esa verdad (o en su defecto rechazarla).
[7] Uso aquí —y así a lo largo de este estudio— la expresión «su justicia» en referencia a la rectitud retributiva de Dios (la justicia punitiva), no en el sentido salvífico-redentor que adquiere en muchos otros lugares del Antiguo Testamento (Salmos e Isaías, principalmente) y también en abundantes lugares dentro de la literatura de Qumrán, o en el sentido que le da Pablo al sintagma «la justicia de Dios» en Romanos 1:17; 3:21-22 y 10:3ss, y en otros tantos lugares de la Epístola a los Romanos en donde aparece la palabra «justicia». Para un estudio sobre «la justicia de Dios» en su uso veterotestamentario y en Pablo según Romanos, véase mi libro: La Justicia de Dios Revelada: Hacia una teología de la Justificación (Salem, Or: Publicaciones Kerigma, 2017), pp. 17-73.
[8] R. C. Sproul, Escogidos por Dios (Faro de Gracia, 2da Edición, 2009), p. 27.
[9] Millard Erickson, Teología sistemática (Barcelona, CLIE: 2008), p. 920.
[10] Francisco Lacueva, Doctrinas de la Gracia (Barcelona: CLIE, 1975), p. 57.

miércoles, 27 de mayo de 2020

LA PREDESTINACIÓN Y EL EVANGELISMO



Por
Mauricio A. Jiménez

Si hay personas escogidas para salvación desde antes de la fundación del mundo, si hay gentes que ya han sido predestinadas por Dios a la vida eterna, en un acto absolutamente soberano y libre, ¿para qué entonces predicar el evangelio? Si Dios, por cuanto es Soberano, va infaliblemente a salvar a sólo los que ha escogido para salvación, ¿qué diferencia hace, para el caso de los que se salvarán y los que no, que yo les predique o no el Evangelio? Si hay personas predestinadas, ¿qué sentido tiene que prediquemos el Evangelio, sin distinción, a todas y cada una de las personas?

Estoy seguro que usted ha escuchado alguna vez algo parecido a las preguntas anteriores, o quizás usted mismo así lo pensó cuando comenzó a explorar las doctrinas de la elección y la predestinación. Son objeciones muy comunes; algunas veces surgen de la genuina y honesta sencillez de quienes poco o nada entienden estas doctrinas; otras veces surgen de parte de quienes, habiendo creído entenderlas, disparan cual dardo encendido a esta enseñanza, acusándola de ser obstáculo a la labor evangelística, o causa de retraso en la urgencia de predicar el Evangelio.
Sea cual sea el motivo de porqué algunos así han pensado, lo cierto es que tal opinión carece de razón respecto de lo que se acusa. Nada es más falaz que esa idea, nada más alejado del pensamiento calvinista y reformado. Pero la objeción existe y debemos saber cómo responder ante ello.
Pues bien, para cualquier verdadero converso, es indiscutible el hecho de que no vino él a la fe cristiana simplemente porque un día amaneció de buena gana sintiendo el deseo de buscar a Dios y creer en Jesucristo para salvación de su alma, en un acto completamente aparte e independiente del oír el Evangelio o haber al menos antes tenido algún acercamiento con el mensaje de buena nueva.
Aunque es cierto que en tiempos pasados el Señor se manifestó (habló) de muchas maneras a los antepasados de Israel mediante profetas, dice también el autor de la carta a los Hebreos, «en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (He. 1:1-2). Con esto quiso él significar, entre otras cosas, que aunque Dios comunicó porciones o fragmentos de revelación especial a través de diversas maneras, tales como: visiones, sueños, voces audibles desde el cielo, mensajes angelicales, Urim y Tumim, entre otras modalidades, en Cristo en cambio se ha revelado plenamente, no de manera fragmentaria, o en diversidad de tonos y colores, sino mediante quien es «el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia» (He. 1:3). En Jesús, Dios se ha revelado para salvación, no sólo al Israel nacional que esperaba al Mesías, sino también al gentil—esto es, al no judío. Con esto en cuenta, tenemos que reconsiderar el supuesto de que una persona, en la actualidad, pueda venir al encuentro espiritual con Dios mediante una fe salvífica que no se siga de un conocimiento de quién es Cristo y cuál su obra como Dios-hombre en medio de los hombres, un conocimiento que únicamente nos ha sido comunicado mediante el Evangelio, el mismo que comenzó por vociferación de quienes fueron los testigos originales de Cristo; de su ministerio, muerte y resurrección, pero que hoy ha llegado a nosotros por medio de lo que llamamos el Nuevo Testamento.
Así pues, podemos estar ciertos de que nadie que no haya oído el Evangelio de Jesucristo, tal como nos ha sido entregado en las páginas de las Escrituras, podría creer con completa fe salvífica, pues que la fe que entraña salvación tiene que ver con una Persona, y esa Persona no es otra que Jesucristo, el Hijo eterno del Dios eterno. El propio Juan, en una declaración de propósito casi al final de su Evangelio, comienza diciendo que hizo Jesús muchas otras cosas en presencia de sus discípulos, pero que no están escritas en su propio testimonio evangélico; sin embargo, esta selección de sucesos que él escribió, dice Juan: «se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn. 20:30-31).
De las propias palabras de Pablo a los Romanos se deduce que es el oír el Evangelio que nos revela a Cristo la base lógica para poder creer e invocar a Dios para salvación. En Romanos 10, desde el versículo 14 en adelante, el apóstol presentó una serie de preguntas retóricas que se siguen de la cita que hizo del profeta Joel: «porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (10:13; cf. Joel 2:32). Ahora Pablo sale al paso de su propia afirmación preguntando: «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?» (vv. 14-15). Una cosa lleva a la otra. Si invocar el nombre del Señor conlleva salvación, se sigue que primero tiene que haber una convicción acerca de la Persona a quien se ha de invocar; sin embargo, no se puede tener tal convicción sin antes haber oído el mensaje que contiene el material sobre el cual—y respecto de quien—se ha de depositar la fe. Ahora bien, este oír es por la predicación de quienes ya han recibido antes el mensaje y creído en él. Pero el mensaje no puede quedar contenido herméticamente en el envase de una pequeña comunidad judía-cristiana, debe ser entregado a otros, de manera que es necesario que los que han conocido el Evangelio sean enviados para que otros también puedan oírlo, creer, invocar el nombre del Señor y ser salvos. De todo esto se sigue la propia conclusión a la que Pablo llega: «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (v. 17).
El evangelismo—la proclamación del evangelio—es el medio que Dios determinó para llamar a sus escogidos en este nuevo eón. La labor del cristiano es pregonar ese Evangelio, anunciar la buena nueva de salvación a todos los hombres del mundo. Esto está en completa avenencia con el mandato imperativo del Cristo resucitado: «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones…» (Mt. 28:19).
Nuestra responsabilidad, por consiguiente, es predicar el Evangelio sin distinción alguna de raza o nacionalidad; color político o filosofía de vida, pero es a hacerlo sin llevar sobre nuestros lomos la inquietante pregunta de quiénes han de ser salvos o quiénes han sido señalados por Dios para recibir salvación. No estamos llamados a preguntar quiénes serán salvos, sino a pregonar salvación a todo el mundo por medio de Jesucristo. No se nos manda a cuestionarnos acerca de los escogidos o por los que creerán nuestro mensaje—pues creemos por las Escrituras que esa es la obra de gracia del Espíritu Santo obrando en los corazones por su llamamiento eficaz, no la nuestra—sino a presentarle a Cristo a los hombres. No estamos llamados a convertir al pecador en un hijo de Dios, sino a entregar un mensaje al mundo. Como bien señaló el reconocido teólogo reformado, John Murray: «…Cristo es presentado a todos sin distinción a fin de que puedan entregarse a él para salvación. El ofrecimiento del evangelio no está limitado a los elegidos, ni siquiera a aquellos por los que Cristo murió.»[1] Nuestra labor como Iglesia y cuerpo de Cristo, es ser los agentes activos del llamamiento general de Dios «a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó» (Hch. 17:30-31). En resumidas cuentas, Dios nos ha encomendado como Iglesia la bendita tarea de predicar a Cristo a las naciones; no únicamente a los que han sido por Dios señalados a la vida eterna—cosa que no nos compete saber—sino a todas las gentes del mundo. De nuevo entonces: nuestra tarea consiste únicamente en predicar fielmente el mensaje del Reino y la cruz de Cristo a todos los hombres sin excepción. Corresponde al secreto de Dios, en el ejercicio libre de su soberana complacencia y eterno propósito, el número de los que han de ser salvos, obrando por su Espíritu en los corazones de aquellos a quienes escogió he hizo recipientes de su gracia especial y eterna salvación, para que respondan en fe a la predicación de Cristo.


[1] John Murray, La Redención: Consumada y Aplicada (Grand Rapids, Mi: Libros Desafío, 2007), 108.