Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

jueves, 23 de mayo de 2019

El aguijón de Pablo

San Pablo [Reni, Guido]
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

¿Qué quiso Pablo decir con que le había sido dado «un aguijón en la carne»? ¿Y en qué consiste ese aguijón?

Si bien nunca vamos a poder descubrir cuál era exactamente el «aguijón» de Pablo, podemos al menos descubrir lo que ese aguijón NO podría haber sido y lo que posiblemente pudo ser. En este breve comentario intentaré entregar un poco de luz a este asunto; aunque—me adelanto a decirlo—no pretendo ser concluyente, ni tampoco demasiado exhaustivo.

El texto en que esto aparece dice así (RVR60):

“Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.” (2 Corintios 12:7-9ª)

Dado que el propósito de ese «aguijón» era que Pablo no se volviera presumido (así la NVI) por lo sublime de las revelaciones que Dios le había entregado, sino que a través de este «aguijón» aprendiera él a depender nada más que de la gracia y del poder de Dios, es muy poco probable que el «aguijón» (una evidente metáfora, tomada posiblemente de Números 33:55 y/o Ezequiel 28:24) fuera el orgullo o alguna otra clase de concupiscencia (una opinión que se ha hecho muy popular). Si lo que se procuraba mediante este «aguijón» era que Pablo no se enalteciera, es entonces imposible por contraproducente que el aguijón fuera el orgullo—¡el orgullo es precisamente lo que alimenta la autoexaltación!—, sino otra cosa que le haría mantenerse sujeto a la gracia de Dios (no por supuesto la gracia salvífica, sino la gracia de Dios en el ámbito de la experiencia en la vida cristiana). Dice además Pablo:

"Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo." (9b)

Nótese que «aguijón» y «debilidad» son usados en el texto de manera intercambiable, y es respecto de esta debilidad que el Señor le responde a sus ruegos reiterados, diciéndole: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Es muy poco probable que aquí la debilidad de Pablo—este «aguijón en la carne»—tuviera que ver con alguna concupiscencia o con alguna lucha con el pecado (tentaciones carnales), o alguna otra tentación como la duda o cosa similar, ya que si ese hubiera sido el caso no habría dicho: “de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”. ¡Nadie puede gloriarse de sus apetitos pecaminosos o alguna otra cosa por el estilo! De hecho, nadie “por amor a Cristo” podría «gozarse» (v. 10) en las concupiscencias. Quizás la sugerencia anterior esté en alguna medida influenciada por la frase: “un mensajero de Satanás que me abofetee”. Pero debemos entender todo ese lenguaje dentro de la misma retórica que acompaña estas palabras de Pablo, una retórica cargada de lenguaje figurado (como la misma metáfora del aguijón—o la «espina», según otras versiones). Es evidente que Pablo nada más quiso decir lo mismo que antes pero en otras palabras, es decir, el «aguijón en la carne» y «un mensajero de Satanás» son referencias a la misma cosa (léase de nuevo el versículo), y como para Pablo el «aguijón» este le fue por un tiempo motivo de súplica al Señor, posiblemente entonces le llama también «un mensajero de Satanás» precisamente porque le fue como un adversario enviado para abofetearle en caso de que se enalteciera demasiado (nótese el uso del subjuntivo “abofetee”). Pero es posible también que para Pablo este «aguijón» en realidad representara la acción de Satanás mismo; sin embargo, incluso así no habría suficiente razón para suponer que ese «aguijón» estuviera relacionado con alguna cosa pecaminosa, pues Pablo entiende que por encima de toda otra agencia es Dios mismo quien le dio este aguijón (nótese “me fue dado”, con relación a todo el contexto), con el doble propósito de que no se enalteciera sobremanera y de que, por la presencia de este mal, el poder de Dios se perfeccionara en esta su debilidad. En otras palabras, el papel de Satanás aquí podría nada más ser el de una causa secundaria dentro de un propósito mayor, como ya he dicho (véase un caso parecido en Job 1:12; 2:6-7).
Pero es el mismo versículo 10 que sigue a la respuesta del Señor a su ruego, el que nos sugiere que esa debilidad tenía que ver fundamentalmente con algo relacionado al ejercicio de su ministerio:

“Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.” (v. 10)

Pablo menciona «debilidades» (véase también en el v. 5); «afrentas»; «necesidades»; «persecuciones» y «angustias», todas cosas por las cuales, por amor a Cristo, se goza; precisamente porque ha entendido que en todas estas circunstancias Dios está obrando y manifestando—o más bien realzando—su poder. Si ponemos atención a los detalles, notamos que todas estas situaciones que menciona Pablo son circunstanciales y como parte del ejercicio de su ministerio, en la forma de eventos concretos que le afectan y vienen desde el exterior (no son situaciones internas, como sería el caso con el pecado o la tentación en cualquiera de sus expresiones). De manera que la «debilidad» a la que llamó antes «un aguijón en mi carne» parece sugerir alguna situación particular de este tipo.
Ahora bien, dice también Pablo un poco antes, en el versículo inmediatamente precedente al del aguijón:

“Sin embargo, si quisiera gloriarme, no sería insensato, porque diría la verdad; pero lo dejo, para que nadie piense de mí más de lo que en mí ve, u oye de mí” (v. 6)

Ese pasaje es clave—y la clave para entender toda esta cuestión. Pablo sabe que tiene de qué gloriarse si así lo quisiera: Ha sido arrebatado hasta el cielo, al paraíso de Dios, “donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar” (vv. 1-4, de ahí la alusión a “la grandeza de las revelaciones” en el v. 7); por ello es que dice que no sería insensato hacerlo pues estaría diciendo algo cierto. Sin embargo, y aquí está la clave en mi opinión, prefiere abstenerse de ello (de gloriarse), para que—como dice él—“nadie piense de mí más de lo que EN MÍ VE, U OYE DE MÍ.”
Nótese el contraste que el apóstol hace entre ese Pablo que pudo tener las visiones que tuvo y oír las palabras indecibles que oyó, y ese Pablo a quien los demás pueden ver, no figurativamente, sino literalmente. Es decir, Pablo podría gloriarse de ciertas experiencias subliminales si quisiera, pero no al parecer en lo que respecta a su aspecto visible—lo que los demás ven en él y oyen de él, en absoluta disparidad con lo que él vio (v. 2) y oyó (4). Y es precisamente este «aguijón en su carne» (no aquí en el sentido metafórico pecaminoso, sino a algo en su cuerpo) lo que haría “aterrizarlo” (por así decir) y, de ser necesario, también humillarlo (de ahí posiblemente lo de ser “abofeteado”, v.7), pero no como un fin en sí mismo, sino con el propósito siempre correctivo de hacerlo enteramente dependiente, en completa humildad, de la gracia y del poder de Dios. Lo que los demás podían ver al mirar a Pablo (u otros oír de él) era a alguien sufrido que cargaba con ciertas debilidades visibles, algunas de las cuales le eran como «un aguijón» en la carne que le hacía recordar la necesidad de no exaltarse por la grandeza de las revelaciones de las que había sido testigo. Es por lo anterior que algunos exégetas bíblicos piensan (pensamos) que dicho «aguijón» tenía que ser alguna clase de enfermedad, posiblemente—aunque imposible de saber—la misma a la que Pablo hizo alusión en Gálatas 4:13-15. Podía Pablo gloriarse entonces en sus debilidades, para que, como dijo él, “repose sobre mí el poder de Cristo” (9b), es decir, el poder del Señor actuando sobre él aun a pesar de esas debilidades. El poder de Dios se hacía pues más indiscutible en él ante la misma situación de su debilidad-aguijón.

En conclusión, aunque no puede existir absoluta certeza acerca de qué era más precisamente ese «aguijón en la carne» de Pablo, al menos sabemos que tenía como propósito rebajar a Pablo de cualquier autoexaltación producto de las grandiosas revelaciones que había recibido; ese aguijón le sería como una constante bofetada que le haría más dependiente de la gracia y del poder de Dios actuando sobre su vida y su ministerio; y representaba una de aquellas debilidades por las cuales podía él entonces gloriarse y gozarse en el Señor.


Mauricio A. Jiménez

miércoles, 1 de mayo de 2019

Efesios 2:20- El texto “al que acuden” los cesacionistas. Una respuesta desde el continuacionismo




[Lo siguiente es una traducción íntegra del artículo publicado por el Dr. Sam Storms en octubre de 2013 en su sitio web www.samstorms.com, bajo el título «EPHESIANS 2:20 - THE CESSATIONISTS “GO-TO” (AN ON GOING RESPONSE TO STRANGE FIRE)»][1]


En el diálogo en curso entre cesacionistas y continuacionistas hay un pasaje que los primeros casi siempre mencionan. Es, en muchos casos, su texto de consulta, su carta de triunfo, por así decirlo. Pero una mirada cercana a Efesios 2:20 demostrará que no logra lo que desea el cesacionista. Pablo escribe:

Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, (Ef. 2:19-20).

Los cesacionistas insisten que, según la analogía que emplea Pablo, los apóstoles y profetas pertenecen al período de la fundación, no a la superestructura. Es decir, estos dos grupos y sus respectivos dones fueron diseñados por Dios para operar solamente durante los primeros años de la existencia de la iglesia para establecer el fundamento de una vez por todas.
En la conferencia de Strange Fire [Fuego Extraño], en su sesión dedicada a articular argumentos para el cesacionismo, Tom Pennington declaró que “una vez que los apóstoles y profetas terminaron su papel de sentar las bases de la iglesia, sus dones se completaron”, es decir, que cesaron para funcionar y, finalmente, dejaron de existir por completo.
Pero hay que señalar varias cosas.
El argumento cesacionista no toma nota de los versículos 21-22, donde Pablo se refiere a la superestructura de la iglesia como en construcción, por así decirlo, mientras habla/escribe (note el uso consistente de los tiempos presentes en vv. 21-22). En otras palabras, los apóstoles y profetas del v. 20, entre los cuales se encontraba Pablo, también contribuían a la superestructura, de la cual los efesios eran una parte contemporánea, simultáneamente con la colocación de los cimientos sobre los cuales se estaba construyendo. Debemos tener cuidado de no empujar la metáfora más allá de lo que Pablo pretendía.
Para usar una analogía, una vez que un hombre establece una compañía, escribe sus estatutos, articula su visión, contrata empleados y hace todo el trabajo esencial para sentar las bases de su trabajo futuro y su productividad, no necesariamente deja de existir o servir a la compañía en otras capacidades. Como señala Jack Deere, “el director fundador de una compañía o corporación siempre será único en el sentido de que él o ella fue el fundador, pero eso no significa que la compañía no tenga futuros directores o presidentes” (Surprised by the Power of the Spirit [Sorprendido por el Poder del Espíritu], 248).
Además, en la opinión de los cesacionistas, todos los profetas del Nuevo Testamento funcionaron de manera fundacional. Pero no hay nada que sugiera que «los profetas» en Efesios 2:20 es una referencia exhaustiva de todos los profetas posibles en la iglesia. ¿Por qué deberíamos concluir que el único tipo de actividad profética es “fundacional” en naturaleza, especialmente a la luz de lo que dice el NT sobre el alcance y el efecto del ministerio profético? Simplemente no es posible creer que todas las declaraciones proféticas fueran parte del fundamento de la iglesia de una vez por todas. Por un lado, el NT en ninguna parte dice que lo fueron. Por otra parte, retrata el ministerio profético en una luz completamente diferente de la que la mayoría de los cesacionistas intentan deducir de Efesios 2:20. Seguramente no todos los que servían proféticamente eran apostólicos. Por lo tanto, el cese de esto último no es un argumento para el cese de lo primero.
Sugerir que Efesios 2:20 tiene en vista a todos los posibles profetas activos en la iglesia primitiva no está a la altura de lo que leemos acerca del don de profecía en el resto del NT. ¿Debemos creer que todos los que profetizaron el día de Pentecostés, “hijos e hijas, jóvenes, ancianos, esclavos, hombres y mujeres” sentaron las bases de la iglesia? ¿Debemos creer que “toda la humanidad” (Hechos 2:17 [“toda carne”]) en la iglesia primitiva fueron contribuyentes a su fundación de una vez por todas?
El cesacionista nos está pidiendo que creamos que la esperada promesa de Joel 2 del derramamiento sin precedentes del Espíritu Santo sobre “toda carne”, con su actividad reveladora resultante de sueños, visiones y profecías, se cumplió de manera exhaustiva en solo un puñado de individuos cuyos dones funcionaron de manera exclusivamente fundacional, iniciática y, por lo tanto, temporal. ¿Explica esta teoría adecuadamente el texto? ¿La experiencia reveladora y carismática del Espíritu, anunciada por Joel y citada por Pedro, se cumplió exhaustivamente en una pequeña minoría de creyentes en un lapso de solo sesenta años solo en el primer siglo de la iglesia? Parece más bien que Joel 2 y Hechos 2 están describiendo la experiencia cristiana normativa para toda la comunidad cristiana en toda la era del Nuevo Pacto, llamada los “últimos días”.
El cesacionismo también nos obligaría a creer que un grupo de discípulos anónimos en Éfeso (Hechos 19:1-7) que profetizaron en el momento de su conversión (ninguno de los cuales, cabe señalar, fue registrado o mencionado nuevamente) lo hicieron con miras a sentar los cimientos de la iglesia. No es menos estresante pensar que las cuatro hijas de Felipe fueron parte del fundamento de la iglesia de una vez por todas (Hechos 21:9).
Según la tesis cesacionista, toda actividad profética es una actividad fundacional. Pero si lo fuera, parece poco probable que Pablo hubiera hablado de la profecía como un don otorgado a la gente común para el “bien común” del cuerpo de Cristo (1 Co. 12:7-10). ¿Debemos creer que Pablo exhortó a todos los creyentes en todas las iglesias a desear fervientemente que ejercieran un significado fundacional para la iglesia universal (véase 1 Co. 14:1)? Por el contrario, la profecía debe ser deseada porque su propósito es comunicar la revelación de Dios que “alentará” a aquellos que están desanimados, “consolará” a quienes están desconsolados y “edificará” a aquellos que son débiles e ignorantes (1 Cor. 14:3).
Una vez más, debo preguntar, ¿cómo es que la exposición de los pecados secretos de un incrédulo en las iglesias de Corinto y Tesalónica y Roma y Laodicea y en toda la tierra habitada, pecados como la codicia, la lujuria, la ira, el egoísmo, etc. sirve para sentar el fundamento de una vez por todas de la iglesia universal de Jesucristo? Sin embargo, este es uno de los propósitos principales del don profético (1 Co. 14:24-25).
La mayoría de los cesacionistas creen que las lenguas también son un don revelador y, por lo tanto, profético (este es un argumento importante del cesacionista reformado Richard Gaffin, quien contribuyó al libro para el que también escribí: Are Miraculous Gifts for Today? Four Views [Zondervan] [¿Son vigentes los dones milagrosos? Cuatro puntos de vista, CLIE]). Pero si esto fuera cierto, tendríamos una revelación no canónica dirigida a los cristianos individuales para su propia edificación personal, que no se compartiría con la iglesia en general en ausencia de un intérprete (1 Co. 14:28). ¿Cómo podría concebirse de alguna manera tal revelación privada como una contribución al fundamento de una vez por todas de la iglesia en general?
Pablo anticipó que cada vez que los cristianos se reunían para la adoración, al menos potencialmente, “cada” creyente vendría o contribuiría, entre otras cosas, con una “revelación” (1 Co. 14:26). Anticipó que una parte normal de la experiencia cristiana recibía información reveladora o conocimiento de Dios. Es difícil leer su instrucción para el culto corporativo y concluir que él vio todo ministerio revelador, y por lo tanto profético, como fundacional para la iglesia universal. Debe haber habido miles y miles de revelaciones y declaraciones proféticas a lo largo de los cientos de iglesias a lo largo de los años entre Pentecostés y el cierre del canon del NT. ¿Debemos creer que esta multitud de personas y su multitud aún mayor de palabras proféticas constituyen el fundamento de la iglesia de una vez por todas?
El cesacionista parece creer que una vez que los apóstoles y los profetas dejaron de funcionar de manera fundacional, dejaron de funcionar por completo, como si el único propósito de los apóstoles y los profetas fuera establecer los cimientos de la iglesia. En ninguna parte el NT dice esto, y menos en Efesios 2:20. Este texto no necesita más que decir que los apóstoles y profetas sentaron las bases de una vez por todas y luego dejaron de funcionar en esa capacidad. Pero nada sugiere que dejaron de funcionar en otras capacidades, mucho menos que dejaron de existir por completo. Ciertamente, es verdad que solo los apóstoles y los profetas ponen los cimientos de la iglesia, pero no es seguro que sea lo único que hacen.
En una palabra, la descripción en Hechos y 1 Corintios de quién podría profetizar y cómo debía ejercerse en la vida de la iglesia simplemente no encaja con la afirmación cesacionista de que Efesios 2:20 describe a todos los profetas posibles, cada uno de los cuales funcionó como parte de la fundación de la iglesia de una vez por todas. Más bien, Pablo está allí describiendo un grupo limitado de profetas que estaban estrechamente relacionados con los apóstoles, y ambos grupos hablaron palabras de calidad bíblica esenciales para la fundación de la iglesia universal.
Concluyo que nada en Efesios 2:20 (o cualquier otro texto bíblico) sugiere, y mucho menos requiere, que creamos que el don de profecía cesó después del período fundacional de la vida de la iglesia del NT.


Traducción,
Mauricio A. Jiménez


Recomiendo también los siguientes otros dos artículos del Dr. Storms, titulados: 

«Are Prophets foundational to the church? [¿Son los profetas fundacionales para la iglesia?]»
https://www.samstorms.org/all-articles/post/are-prophets-foundational-to-the-church


«Why NT prophecy does not result in "scripture-quality" revelatory words (A response to the most frequently cited cessationist argument against the contemporary validity of spiritual gifts) [¿Por qué la profecía del NT no da lugar a palabras reveladoras de calidad bíblica (una respuesta al argumento cesacionista más frecuentemente citado contra la validez contemporánea de los dones espirituales)]»
https://www.samstorms.org/enjoying-god-blog/post/why-nt-prophecy-does-not-result-in--scripture-quality--revelatory-words--a-response-to-the-most-frequently-cited-cessationist-argument-against-the-contemporary-validity-of-spiritual-gifts-



[1] Link original del presente artículo: 
https://www.samstorms.org/enjoying-god-blog/post/ephesians-2:20---the-cessationists--go-to--text--an-on-going-response-to-strange-fire-

lunes, 22 de abril de 2019

Nueva Perspectiva de Pablo (NPP) y Justificación por la fe


Mauricio A. Jiménez

San Pablo escribiendo sus epístolas (óleo atribuido a Valentin de Boulogne, c. 1619)

Una pregunta que a menudo se me hace es qué pienso acerca de la llamada Nueva Perspectiva de Pablo en relación con la doctrina de la justificación, así que me ha parecido oportuno dejar por aquí mis breves reflexiones sobre este asunto.
La Nueva Perspectiva de Pablo (o NPP, como se le suele llamar), en este sentido de la cuestión, puede analizarse al menos desde dos enfoques que, lo queramos o no, al final terminan relacionados. Primero, desde el punto de vista del estudio del judaísmo del segundo templo; y segundo, desde el punto de vista de lo que Pablo quiso decir por “justificación por la fe”.
En cuanto a lo primero, el ensayo de Ed P. Sanders de 1977, “Paul and Palestinian Judaism. A Comparison of Patterns of Religion” (“Pablo y el judaísmo palestino: Una comparación de patrones de religión”), es fundamental para el desarrollo posterior de cualquier discusión sobre el tema. Aunque no estoy convencido de que su paradigma soteriológico—lo que él llamó «nomismo pactual»—sea el que mejor explica la perspectiva judía con respecto a las obras de la ley (en cuanto a obediencia) y la salvación (en cuanto a la incorporación y permanencia en el pacto de Dios); sin embargo, su tesis acerca del judaísmo de los tiempos de Pablo pienso que ha contribuido a esclarecer, al menos en parte, lo que Lutero bien pudo haber mal interpretado y hasta caricaturizado. En este último sentido, es importante reconocer la posibilidad de que los judíos de tiempos de Pablo fueran menos «legalistas» de lo que se creyó y enseñó casi caricaturescamente durante una buena parte del cristianismo contemporáneo, especialmente en occidente con Lutero y otros reformadores posteriores. En otras palabras, es posible que el judaísmo de los tiempos de Pablo no fuera una religión de méritos como tal, como muy a menudo se ha enseñado—y se sigue enseñando hoy. No obstante, y aquí es en donde me detengo a discrepar con esta tesis, eso no constituye una prueba contra el hecho de que hubo ciertamente sectores dentro del judaísmo empeñados en hacer de la ley de Moisés, en especial de las prácticas rituales con énfasis en la circuncisión, una condición para la justificación y para la salvación. Tal es el caso de lo que estaba sucediendo en las iglesias gálatas (cf. Gálatas 2:16; 3:1-12; 5:1-12) y también lo que se nos informa en los Hechos de Lucas (ver esp. Hechos 15:1, 5; cf. la respuesta de Pedro en 15:10-11).
Las afirmaciones de Pablo en textos claves como Romanos 3:20, 28; 4:1-ss. y 9:30-10:1-ss., también vienen a reforzar esta idea. Véase igualmente algo muy parecido a una salvación por obras en un texto tan cercano al período temprano de la Iglesia, como 2 Baruc 14:12, “Los justos con razón esperan en el fin y sin miedo parten de esta habitación, porque tienen junto a ti multitud de obras buenas, guardadas en el tesoro” (cf. 44:14; 51:3, 7; 67:6); cf. con 3 Baruc caps. 11-17, en donde se dice del papel de las buenas y las malas obras en orden a la retribución de los hombres en esta vida (aquí los méritos de los justos son causa de los premios dados por Dios). Similar noción de las obras en relación con la justificación tenemos también en el texto de Qumrán, 1QpHab 8: 1-3, en donde encontramos la interpretación a Habacuc 2:4 (“mas el justo por su fe vivirá”) en los siguientes términos: “Su interpretación [del versículo] concierne a todos aquellos que observan la ley en la Casa de Judá, a quienes Dios liberará de la Casa del Juicio [i.e. del juicio final] por su hechos [o sufrimientos] y por su lealtad al Maestro de justicia.” Quizás convenga también mencionar al texto 4Q396 del manuscrito 4QMMT (o "Carta Halájica", línea 27 del ms C), en donde la expresión “obras de la ley” sugiere un sentido legalista de aceptación y recompensa delante de Dios, lo que pone en duda el concepto sostenido por James D. G. Dunn (uno de los principales eruditos de la NPP) respecto del significado de esta expresión en Pablo, la quesegún élsignifica nada más que aquellos elementos o “marcadores de identidad” (o “marcadores étnicos”) que debían distinguir a los judíos, en cuanto pueblo de Dios, del resto de las personas (circuncisión, leyes dietéticas, días de reposo), pero en cualquier caso no una expresión legalista, como tradicionalmente se ha entendido.
Lo cierto, es que el judaísmo palestino del tiempo de los apóstoles no era una cosa uniforme ni monolítica, sino más bien variada y compleja en lo que respecta a su teología (lo que nos debe hacer cuestionar la afirmación de que el «nomismo pactual» propuesto por Sanders dominara la totalidad del pensamiento y prácticas del judaísmo del período de Pablo, o que fuera el único—o más probable—paradigma soteriológico dentro del judaísmo de ese período, como explicación a la problemática de Pablo con los judaizantes). Y dentro de esta variedad de puntos de vista teológicos nos encontramos con posturas que apuntan más hacia una justicia o salvación por obras que a otra cosa; opiniones que bien son las que, muy probablemente, Pablo tuvo en mente a la hora de exponer la doctrina de la justificación únicamente por la fe.

Esto me lleva al segundo punto, la justificación por la fe en Pablo.
Es posible que entre los representantes de la Nueva Perspectiva de Pablo (aunque bien hiciéramos en llamarle mejor “Nuevas Perspectivas de Pablo”), N. T. Wright sea el que más ruido ha hecho en este segundo punto (o el más popular al menos). Por lo menos en Latinoamérica (en donde la NPP parece ser un asunto mucho más reciente que en Europa y Norteamérica), el profesor Wright es el que más conocido se ha hecho por su ensayo de 1997, “What St. Paul Really Said”, traducido al español en 2002 para la Colección Teológica Contemporánea de la editorial CLIE, bajo el título: “El Verdadero Pensamiento de Pablo. Ensayo sobre la teología paulina”. También en EEUU ha sido el que quizás más críticas ha recibido de parte de los teólogos más tradicionales en este tema de la justificación.
Ahora bien, la tesis de Wright en cuanto a la justificación es básicamente esta: La justificación por la fe no era para Pablo un asunto acerca de cómo podía la gente salvarse o presentarse justa delante de Dios (en un sentido forense), sino en cómo saber que se estaba en la familia del nuevo pacto. Para Wright, la justificación en Pablo no era tanto un asunto soteriológico (relativo a la salvación), sino más bien—o por encima de todo—eclesiológico (relativo a la Iglesia y a la vida en comunidad). Las diferencias de Pablo con los judaizantes a quienes a menudo alude en Romanos y en mayor medida en Gálatas, no tenían que ver con «cómo el hombre se salva» (si por las obras o sólo por la fe), sino con «quiénes tenían derecho a formar parte de la comunidad pactual, de la Iglesia del Nuevo Pacto». La «justificación» en Pablo debe entenderse entonces en clave eclesiológica, como un lenguaje de membrecía, que aunque involucra elementos forenses en su definición (los creyentes son declarados justos y sus pecados son perdonados), este lenguaje forense es utilizado por Pablo en forma de metáfora para expresar una relación de pacto.
Desde la perspectiva de Wright—esto es, desde su definición de la doctrina—no tiene sentido hablar de imputación (la doctrina de la imputación de la justicia), ya que cuando Dios actúa en favor de su pueblo concediéndole el estatus de «justo», no está comunicándole su justicia; y tampoco ese estatus tiene que ver con alguna condición previa con la que el pecador se presenta ante su tribunal, tiene más bien que ver con ese actuar vindicativo de Dios que le confiere el estatus de justo (“metafóricamente hablando”, dice Wright), tal como sucedía—según Wright—en un tribunal hebreo cuando un juez fallaba a favor del demandado vindicándole o absolviéndole de toda acusación.
En mi opinión, no creo que Wright esté tan equivocado cuando ve en la carta de Pablo a los Gálatas una correspondencia con esta tesis suya—con este asunto acerca de la membrecía y de la problemática respecto de quiénes eran los verdaderos miembros del pueblo del nuevo pacto con quienes se podía uno sentar a la mesa de la comunión—; sin embargo, creo que se equivoca al entender la justificación como un asunto eclesiológico más que soteriológico. Pero antes de decir algo más acerca de esto último y explicar mi discrepancia allí, creo que será bueno referirme un poco a la cuestión de la justificación por la fe y la problemática eclesiológica en Gálatas.
Los judaizantes en general no consideraban a todos los gentiles creyentes como parte del pueblo de Dios, de la comunidad del nuevo pacto, porque no estaban circuncidados. La circuncisión, que había sido por siglos un marcador étnico distintivo de los judíos respecto de los gentiles, seguía siendo para estos judaizantes una condición necesaria para pertenecer al pueblo de Dios en Cristo. La lógica detrás de esta opinión, al parecer, era que sólo estando en el pacto es que se podía disfrutar de las bendiciones que el pacto comportaba, incluyendo la salvación misma (cf. Hch. 15:1, 5). Sólo estando en el pacto es que los gentiles podían ser receptores de esas bendiciones y de la salvación; y esta inclusión en el pacto estaba condicionada no sólo a la fe en Jesús como el Cristo de Dios, sino también a la práctica del rito de la circuncisión (y a esto se le sumaban al parecer otros marcadores probables, como las leyes dietéticas y también guardar los días festivos del judaísmo tradicional). Esta era también la problemática de fondo en las iglesias gálatas, y es la problemática a la que Pablo va a reaccionar enérgicamente (cf. 4:19-20; 5:7, 12); un error que se traducía en una perversión y en un ataque al corazón mismo del evangelio (1:6-9). Pablo les recuerda a los gálatas, a propósito de un altercado anterior con el apóstol Pedro en Antioquía, cómo es que ellos fueron justificados por la fe sin las obras de la ley (estos marcadores según, principalmente, los proponentes de la NPP), Gálatas 2:16 (cf. 3:6-11). Del mismo modo, les recuerda que ellos recibieron el Espíritu Santo (por el que somos adoptados e incorporados a la familia de Dios en Cristo) cuando creyeron, y no por hacer las obras de la ley (3:2-5).
Hay, pues sin lugar a duda, un fuerte elemento eclesiológico en Gálatas, que dice relación con la cuestión acerca de quiénes son entonces los verdaderos miembros del pueblo del pacto (y quiénes son dignos de compartir la misma mesa de la santa comunión, y que es a lo que posiblemente hacía referencia Pablo en 2:12). Wright, junto con otros eruditos de la NPP, observa que aquí (esto es, en el contexto de la epístola) la cuestión o problema de fondo no es cómo uno se salva—ni cómo justificarse, si por las obras o sólo por la fe—, sino cómo es que uno sabe que está en el pacto. La respuesta de Pablo: “por la fe”. De ahí entonces que la justificación, según Wright, se usa aquí (en este contexto) como una metáfora para expresar una relación pactual, de pertenencia a la comunidad del nuevo pacto. No es un término que Pablo esté usando en un sentido técnico soteriológico—ni tampoco forense—, sino sólo como una figura retórica para explicar el asunto de la membresía a esta comunidad pactual. La justificación, para Wright, es un término que aunque implica la idea de perdón y el estatus de justo (la declaración de Dios de que alguien es justo y que sus pecados están perdonados), no es un término al que Pablo quiera aquí darle un sentido forense-soteriológico, sino nada más vindicativo y eclesiológico.
Ahora bien—y aquí está el punto que creo que es decisivo para saber si acaso Wright está o no en lo correcto—para Pablo es solo estando justificados que podemos entablar una relación amorosa de pacto con Dios. Son los justos ante Dios, y ningún otro, los que pueden ser miembros de la nueva familia pactual, esto es, ser incorporados a la comunidad escatológica del Nuevo Pacto. Es en este sentido, y sólo en este sentido, que la justificación tiene también ese aspecto eclesiológico (evidente principalmente en la epístola de Pablo a los gálatas) que atañe a nuestra relación horizontal con la comunidad de la fe, pero sin que con ello se pierda necesariamente su significación esencialmente forense en relación a Dios. Y que la justificación por la fe es un asunto primeramente soteriológico en el mismo sentido en que tiene también ese aspecto eclesiológico al que acabo de hacer referencia, se puede ver precisamente en el hecho cierto de que únicamente los salvos son la verdadera Iglesia de Dios. Sí, estar justificados es estar salvos—salvos de la condenación; es estar injertos en Cristo y, en consecuencia, unidos al cuerpo inmaculado (santo y sin mancha) que es la Iglesia. Visto de este modo, notamos también que la justificación no es una metáfora para hablar de membresía, sino la base misma y la conditio sine qua non para formar parte de esta comunidad (la Iglesia), pues que sólo siendo justificados es que podemos ser correctamente llamados «su pueblo», con todas las bendiciones que ello comporta. Y esa es la razón fundamental por la que Pablo incorpora el lenguaje de la justificación en un contexto que evidentemente tiene una connotación eclesiológica más que soteriológica—pero sin dejar de ser soteriológica, en última instancia.
Como dije antes, aunque no creo que Wright esté tan equivocado cuando ve en la epístola a los  Gálatas una correspondencia con esta tesis suya; sin embargo, creo que se equivoca al entender la justificación como un asunto eclesiológico más que soteriológico. La justificación, la terminología de la justificación, es una cuestión forense en todo el sentido de la palabra. Todas las veces que esta palabra aparece en contraste con la condenación (como vemos que sucede en Romanos 2:12-13; 5:16-18; 8:33-34, por ejemplo) su significado es inequívocamente judicial; lo mismo en otros textos no paulinos, como Deuteronomio 25:1; 1 Reyes 8:32; Proverbios 17:15 o Mateo 12:36-37. A mí me parece que ante un escenario forense y soteriológico como este, la doctrina de la imputación de la justicia vuelve a tomar sentido; además de que, como argumento más extensamente en mi libro[2], la comprensión que tiene Wright respecto del escenario judicial en el contexto del tribunal hebreo, no es del todo precisa, y eso cambia dramáticamente las conclusiones que se siguen de su planteamiento respecto del uso del lenguaje forense en la justificación.
Pienso que esta visión más horizontal de Wright acerca de la justificación, con su énfasis en la relación comunitaria entre los miembros de la familia pactual, no es el punto que define a la justificación en su significación más exacta (aunque reconozco que hay esta dimensión eclesiológica en la justificación, como he dicho más atrás). Por consiguiente, creo que una perspectiva vertical, en la que el énfasis está puesto en la relación de Dios y la comunidad, o más precisamente entre Dios y los individuos que forman parte de esa comunidad, es la forma más correcta y precisa de entender el artículo de la justificación, siempre en el contexto de una relación forense con características y consecuencias reconciliadoras (cf. Romanos 5:1 y ss.).

NOTAS:


[1] La entrevista completa, donde se tocaron también otros temas relacionados con el libro, puede verse en el siguiente enlace:
http://www.jpzamora.com/2017/08/03/la-justicia-de-dios-revelada-una-entrevista-a-mauricio-a-jimenez/

[2] La Justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación (Salem, OR: Publicaciones Kerigma, 2017), 107-117.

domingo, 21 de abril de 2019

RESUCITADO PARA NUESTRA JUSTIFICACIÓN


 

[Lo que sigue fue tomado y adaptado para la presente publicación, de mi libro “La Justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación” (Salem, OR: Publicaciones Kerigma, 2017) pp. 132-135]


     Ciertamente, aunque hablamos de la vida obediente y de la muerte de cruz de Jesús a fin de ser nosotros hallados justos y perdonados (su justicia «activa» y «pasiva»)[1], no podemos pasar aquí por alto el gran hecho histórico de su resurrección, hecho que tiene también sendas implicaciones para nuestra justificación. En Romanos 4:25 leemos a Pablo diciendo acerca de Jesús, que “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación[2]. Pero, ¿cómo es que la resurrección de Cristo es también significativa para nuestra justificación? Es del todo importante que entendamos las razones de esta afirmación. Aquí me gustaría aportar las palabras de John V. Fesko en su muy breve, aunque no por ello menos preciso, escrito sobre la doctrina de la justificación:

“La vida y muerte de Cristo son fundamentales para la doctrina de la justificación, pero lo que muchos no entienden es que la resurrección es tan importante y necesaria como ellas. La resurrección es necesaria por varias razones. Primero, si la muerte hubiera sido capaz de retener a Jesús en sus lazos, esto habría significado que Jesús sería culpable de pecado. Como Pablo explica, “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). Por tanto, si Jesús hubiera permanecido en la tumba, su crucifixión habría sido legítima. Segundo, si Cristo no se hubiera levantado de los muertos, esto habría significado que el poder del pecado y la muerte no habría sido conquistado. Tercero, si Jesús no se hubiera levantado de los muertos, esto habría significado que Dios no habría aceptado el sacrificio a favor del pueblo de Dios. Pablo explica a los corintios: “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados” (1 Co. 15:17). Es por estas tres razones, entonces, que Pablo traza una relación íntima entre la doctrina de la justificación y la resurrección de Jesús”[3]

     No podemos estar más de acuerdo con él en esta explicación. Pero es necesario profundizar un poco más.
     En la cruz el Señor pagó con su muerte por nuestros pecados; en su resurrección, en cambio, el poder del pecado y de la muerte fue conquistado. Y es precisamente por esta victoria sobre la muerte, que el creyente puede descansar en la esperanza futura de su propia transformación y resurrección escatológica, en la que lo corruptible será vestido de incorrupción (1 Co. 15:51 y ss.). Es, por supuesto que sí, sobre este fundamento que el apóstol Pablo puede decir confiado: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:55-57).
     Cierto es que la resurrección de Jesús tiene fuertes implicaciones respecto de su identidad como Mesías y como Señor de todo el cosmos. En otras palabras, Jesús en verdad es el Cristo prometido—el descendiente del linaje de David según la carne, por medio de quien Dios acercaría su Reino y restauraría todas las cosas. Y aunque su ministerio terrenal es evidencia de ello (cf. Lc 7:18-22) su resurrección de entre los muertos por el poder de Dios es la gran prueba definitiva.[4] Por otra parte, y esta es la significación que nos ocupa aquí, la resurrección de Cristo es también la gran prueba de la aprobación divina del sacrificio vicario ofrecido en la cruz. “El Padre, al resucitar a Jesús de entre los muertos”, comenta Hendriksen, “nos asegura que el sacrificio expiatorio ha sido aceptado; en consecuencia, nuestros pecados son perdonados.”[5] Es la aceptación del sacrificio de expiación lo que asegura también que nuestros pecados en verdad fueron perdonados, en consecuencia la muerte ya no es para nosotros una sombra amenazante. Dicho de otro modo, así como en su muerte el Señor pagó el precio por nuestros pecados, por su resurrección de la muerte nos garantizó que el perdón (aquí expresado como “justificación”) fue en verdad logrado.
     Siendo el pecado la gran influencia sobre nosotros, la muerte física resulta algo natural para el que está posicionado sobre la culpa de la iniquidad, como consecuencia de la corrupción de nuestra carne; sin embargo, en Cristo como ofrenda de expiación por el pecado y resucitado de entre los muertos, esa influencia ha sido en verdad anulada para el que se encuentra en unión con Él. La victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte es también la garantía que asegura la futura liberación del creyente respecto de las consecuencias del pecado; es, por tanto, una resurrección con claras consecuencias salvíficas en el marco de una escatología consumada. N. T. Wright está en lo correcto cuando dice que: “La resurrección demuestra que la cruz no fue simplemente otra desagradable eliminación de un insensato aspirante a Mesías; fue el acto salvador de Dios. La resurrección de Jesús de entre los muertos llevada a cabo por Dios fue, por tanto, el acto en el que la justificación—la acreditación de todo el pueblo de Dios “en Cristo”—estaba contenida sucintamente.”[6]
     Una cosa más que podríamos agregar a lo anterior, es que, como dijo Samuel Pérez Millos, “sin la resurrección no hubiera sido posible la justificación del pecador porque no habría objeto de fe, ni manifestación del sacrificio expiatorio (3:25), ni intercesor, ni abogado.”[7] Esto es cierto en una buena medida, ya que, como hemos dicho, toda la verdad tocante a Jesús como Mesías, como Salvador, como Señor y como Hijo de Dios, depende de su victoria sobre la muerte, esto es, de su resurrección como acto divino y para prueba definitiva de su identidad como verdadero Redentor y Dios. Ciertamente, la fe en un mesías muerto no habría tenido más valor que la fe de los propios judíos que todavía esperaban (y esperan) al Redentor de Israel. Por consiguiente, sólo en la medida que la fe sea despertada y gobernada por la convicción toda segura de que Jesús el Cristo en verdad resucitó de entre los muertos, es que nuestra justificación será en verdad posible en cuanto a declaración de parte del Juez del cielo y de la tierra. Si Jesús no resucitó, no hay en verdad razón para confiar en Él y en sus promesas (1 Co. 15:14).
     Una reflexión última por hacer tocante a la enorme importancia que reviste la resurrección del Hijo de Dios, es que no importa si Juan y Marcos no comienzan su narrativa evangelística hablándonos del nacimiento del Cristo (aunque Juan remonta su existencia a la eternidad misma, Jn. 1:1-2ss.); tampoco importa si Mateo y Lucas se enfocan en distintos momentos y aspectos de su nacimiento y niñez. Una cosa es cierta, y esto es lo que verdaderamente debe a nosotros importarnos: los cuatro evangelistas coinciden en un hecho al cual todos ellos hacen referencia, como hecho histórico real, con carácter teológico y de consecuencias cósmicas indubitables; todos ellos tienen un clímax en común, y que es crucial para el desarrollo de la Iglesia (y también para la escatología): este Jesús, el Cristo de Dios, venció la muerte y resucitó al tercer día. El que fue crucificado por nuestros pecados y murió ensangrentado en un madero con muerte de malhechor, se levantó en victoria de entre los muertos. ¡El que es Señor de todo, el que es nuestra esperanza de vida, vive!

Mauricio A. Jiménez


NOTAS:


[1] Véase un desarrollo más o menos extenso en La Justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación, pp. 124-131.
[2] Se adopta aquí la interpretación que da a la preposición διά en la segunda cláusula del versículo (resucitado para nuestra justificación) un sentido prospectivo o futuro (por el bien de; con miras a), no retrospectivo como en la primera cláusula (fue entregado por [por causa de] nuestras transgresiones). Una lectura diferente puede leerse en BTX3, el cual fue entregado por causa de nuestras transgresiones, y resucitado a causa de nuestra justificación”, aunque preferimos aquí seguir la lectura sugerida por la RV60 y otras traducciones conocidas (NVI 1999; BJ; VM; KJV).
[3] J.V. Fesko, ¿Qué significa la Justificación por la Sola Fe? (Faro de Gracia: Bogotá, 2015), 26-27.
[4] Como también dice N. T. Wright en su monumental trabajo sobre la resurrección: «La resurrección de Jesús fue la acreditación divina de éste como Mesías, “hijo de Dios” en ese sentido, representante de Israel y por tanto del mundo.» —La resurrección del Hijo de Dios (Navarra: Verbo Divino, 2008), 315. Véase un desarrollo en respaldo de esta idea, a modo de argumentación, en las pp. 310-311 de la citada obra.
[5] William Hendriksen, Romanos (Grand Rapids, Mi: Libros Desafío, 2009), 184.
[6] N.T. Wright, La resurrección del Hijo de Dios, Ibíd.
[7] Samuel Pérez Millos, Romanos (Barcelona: CLIE, 2011), 375.

    

sábado, 2 de febrero de 2019

ACERCA DE SI LOS NIÑOS NACEN PECADORES

Mi hijo David a los dos días de nacido



Una de las discusiones que más a menudo he leído entre cristianos por redes sociales, es si acaso los bebés son pecadores al nacer. Parece un tema trivial, pero sin duda se trata de un asunto que no pocos se han preguntado a la hora de estudiar la doctrina bíblica del hombre y su relación con el pecado. Entonces, ¿cómo respondemos a la pregunta de si los niños nacen pecadores? Los que somos padres y hemos tenido la dicha de sostener a nuestros bebés en los brazos, podemos ser rápidamente tentados a pensar en términos de la inocencia de nuestros hijos a edades tan tempranas, y es que nos parece impensable que tal criatura que irradia ternura pueda en verdad ser pecadora y merecedora del juicio de Dios.
Para aclarar mi punto de vista a esta cuestión, debo comenzar afirmando que los bebés no son conscientes de pecado, ni tampoco son capaces de cometerlos en forma pensada y responsable―no pueden distinguir entre lo bueno y lo malo, dado que no saben lo que es bueno y lo que es malo (cf. Dt. 1:39; Ro. 9:11). En otras palabras, los niños en edad más tierna no tienen responsabilidad moral, y por lo tanto no son pecadores en cuanto a que cometan pecados voluntarios y conscientes. No obstante aquello, y como reformado, afirmo que todos los seres humanos nacemos corrompidos (corrupción original), lo que implica: negativamente, la privación de la justicia original (incapaces e impedidos de hacer el bien); y positivamente, una disposición inherente hacia el mal―o una inclinación natural hacia el pecado. En este sentido afirmo también, junto con todos los teólogos reformados, que los niños en edad tierna también son pecadores, pero significando con ello que portan una naturaleza depravada (corrompida), que llegada la edad de la responsabilidad moral se manifestará en pensamientos y actos de pecado y desobediencia. Como dice la Escritura: "el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud" (Gn. 8:21; o "desde su niñez", BJ). ¿Puede negarse el hecho de que todo niño de la Tierra es un potencial pecador que, tarde o temprano―y mientras viva―va a cometer pecados conscientes y a voluntad? Nadie cuya opinión sea bíblica puede negar eso―todos cometemos pecados (1R. 8:46; Sal. 14:3; Ecl. 7:20; Mr. 10:18; Ro 3:9).
Ahora bien, decimos también que los infantes son responsables de pecado y pecadores en un sentido que no concierne a los actos individuales cometidos en forma voluntaria y en el transcurso de cada vida, sino en cuanto a su filiación con Adán como cabeza representativa de la raza humana. Cuando Adán pecó, toda la humanidad pecó en él, de manera que su transgresión es considerada como la transgresión de toda la humanidad (Ro. 5:12, 19a). Su pecado (esto es, la culpa de su iniquidad) nos fue imputado a todos los hombres bajo el mismo principio en que nuestros pecados le fueron imputados a Cristo en la cruz, y su justicia imputada a nosotros por la fe (el principio de representatividad federal o pactual). Cuando Adán cayó, toda la humanidad cayó con él. Y dado que el "pecado original" (peccatum originale, esto es, las consecuencias de este primer pecado) no sólo implicó la transmisión de la corrupción original a toda la humanidad representada entonces en Adán, sino también la "culpa original" (esto es, reatus poenae o "deuda penal") y la condenación subsiguiente (Ro. 5:18a); el hombre entonces es pecador tanto en el sentido de que hereda la culpa, como en el sentido de que la culpa y la corrupción original son consideradas pecado como tal. Es así entonces que decimos que los infantes son también pecadores, aun cuando ellos mismos no han cometido pecados conscientes y voluntarios.
Es entonces sobre la base de todo lo anterior que decimos y declaramos que los niños también necesitan ser salvados, y que la base de la salvación de ellos es la misma que la nuestra: La obra graciosa de Jesucristo en la cruz para remisión de nuestros pecados y justificación ante Dios el Padre. Debemos, pues, orar por nuestros hijos, para que Dios tenga misericordia de ellos y obre su redención también en sus vidas según las promesas de su pacto de gracia.



Mauricio A. Jiménez


domingo, 25 de noviembre de 2018

LA IMPECABILIDAD DE CRISTO―Parte 1



Por
Mauricio A. Jiménez



INTRODUCCIÓN

Existe un consenso general, una suerte de unanimidad entre los cristianos, respecto a la creencia de que Jesús jamás pecó. Y es que hay suficientes textos bíblicos que además así lo confirman. Por ejemplo, en 2 Corintios 5:21 podemos leer al apóstol Pablo diciendo: «Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios Padre] lo hizo pecado,…». El autor inspirado de la epístola a los Hebreos también escribió: «Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (He. 4:15). Más adelante agrega: «Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (7:26). El apóstol Pedro habla del “cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca» (1 Pe. 2:22), casi en los mismos términos que usa Isaías en la profecía sobre el «siervo doliente», el cual «nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca» (Is. 53:9). En 1 Juan 3:5 se nos dice que Jesús «apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él». Jesús mismo puede referirse a esta condición impecable cuando le dice a un grupo de judíos reunidos en el templo: «no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn. 8:29, cf. 8:46, «¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?», cf. 14:30). También, y en otra oportunidad, les dijo a sus discípulos: «Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn. 15:10). «Esta difusión de la carencia de pecado de Jesús por toda la tradición cristiano-primitiva» —dice Pannenberg— «muestra que ya desde los principios de la comunidad cristiana se había reconocido la importancia especial de este hecho. ¿De qué otro modo podían haberse afirmado los primeros cristianos frente a sus rivales judíos sin poner de relieve este punto?»[1] «La constatación de la carencia de pecado de Jesús», dice también Pannenberg un poco antes, «no es otra cosa que la expresión negativa de la misma realidad de la entrega de Jesús a Dios, la cual ha sido hasta ahora el objeto de nuestras consideraciones desde el punto de vista positivo de su ser como hijo de Dios y de su libertad con respecto a Dios. Si el pecado consiste esencialmente en la vida en contradicción con Dios, en la hermeticidad egocéntrica de nuestro yo con respecto a Dios, entonces la unidad de Jesús con Dios por su comunión personal con el Padre y por su identidad personal como hijo de Dios significa directamente exclusión de todo pecado.»[2] Tan importante es este punto, que el Credo Calcedonio puede decir de Jesús: «consustancial con nosotros de acuerdo a la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado...»
No obstante, y pese a la certeza de saber que Jesús jamás pecó, cabe preguntarse si era realmente posible que lo hiciera. En mi opinión y en la de varios otros teólogos —y esto es de lo que se tratará nuestro estudio en dos partes— Jesús no solo no pecó, tampoco podía pecar. A este respecto, la unanimidad de opinión entre los estudiosos no ha sido la misma que con respecto a la vida sin pecado de Jesús; y surgen una serie de objeciones, algunas un tanto más difíciles que otras, pero que igualmente serán analizadas y respondidas en lo que sigue de este estudio.


LA IMPECABILIDAD EN EL HIJO

Entre las objeciones a la impecabilidad de Jesús, quizás la más común suene algo así como esto: “si Jesús no podía pecar, entonces ¿hasta qué punto las tentaciones fueron reales?”. Otro alegato también muy común es: “Si Jesús realmente era humano, entonces sí podía pecar”.
Es cierto que los tres Evangelios sinópticos registran aquella vez en que Jesús fue tentado por Satanás, luego de haber ayunado por cuarenta días en el desierto (Mt. 4:1-11; Mr. 1:12-13; Lc. 4:1-13). También el autor de la epístola a los Hebreos afirma que Jesús fue tentado en todo, «así como nosotros» (VM), «solo que él jamás pecó» (DHH) (He. 4:15, también He. 2:18). Hasta aquí, las Escrituras confirman la realidad de las tentaciones y la ausencia de pecado en Jesús (léanse también los casos de Mt. 16:1; 19:3; 22:18; 35). Por ahora, sabemos que Jesús nunca pecó, pero ¿podría haberlo hecho? ¿Podría haber cedido a las tentaciones, aunque tan sólo como una posibilidad hipotética? Algunos estudiosos insisten en que Jesús podría haber pecado, sólo que no lo hizo; podría haber cedido al pecado, pero se resistió a ello. El ya citado Wolfhart Pannenberg sostiene la idea de que «La inocencia de Jesús, por tanto, no constituye una incapacidad de hacer el mal que sea inherente por naturaleza a su ser humano, sino sólo un resultado de todo el proceso vital de Jesús.»[3] Pero, pensemos un poco en estas aseveraciones. La posibilidad de que Jesús pudiera pecar, la capacidad o posibilidad de hacerlo, ¿podría resultar en una descalificación de Cristo como nuestro Dios y Salvador? Desde una perspectiva teológica sí, ya que si Cristo, como Hijo de Dios y Dios encarnado, tuvo la capacidad y/o posibilidad de pecar, significa que Dios mismo pudiera eventualmente pecar. «Si Él pecó» —dice Macleod— «Dios pecó. A este nivel, la impecabilidad de Cristo es absoluta. No se basa en su dotación única del Espíritu ni en el propósito redentor de Dios que no cambia, sino en el hecho de que Él es quien es».[4] Pero si Dios pudiera eventualmente pecar, aquello contradice todo lo que sabemos acerca de la naturaleza de Dios. La Santidad es un atributo propio de la Deidad, una de las perfecciones que está presente en su propia naturaleza inmutable, no como algo periférico o accidental a su Ser, sino como esencial y necesario al Ser de Dios. Es, de hecho, el único atributo que en la adoración a Él por parte de sus principados se menciona en toda su gloria y esplendor (Is. 6:3, el superlativo absoluto «Santo, Santo, Santo»). Esta forma de Santidad está presente también en el Hijo (p. ej. Ap. 3:7), y una buena lectura de Apocalipsis 4:8 nos lleva a comprender que es a Jesús a quien, llamado Señor Dios Todopoderoso, se le confiere esta categoría de Santidad, como una clara indicación a Isaías 6:3.
La santidad de Dios es, como dijo W. E. Best,

mucho más que la ausencia del pecado, es una virtud positiva […] Decir que Él pudo haber pecado es negar la santidad positiva. Por lo tanto, negar la santidad positiva es negar el carácter santo de Dios. La santidad es la virtud positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado. El Señor Jesús no pudo pecar porque los días de su carne significaron sólo adición de experiencia, y no variación de carácter. La humanidad santa fue unida a la Deidad en una Persona indivisible, el Cristo impecable. Jesucristo no puede tener más santidad porque Él es perfectamente santo; Él no puede tener menos santidad porque Él es inmutablemente santo.[5]

Wayne Grudem traza también un muy buen argumento en respuesta a la negación de la impecabilidad de Cristo, cuando nos dice:

Si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma, independiente de su naturaleza divina, habría sido una naturaleza humana semejante a la que Dios dio a Adán y a Eva. Estaría libre de pecado, pero, no obstante, con posibilidad de pecar. Por lo tanto, si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma, estaba la posibilidad abstracta o teórica de que Jesús podía haber pecado, como la naturaleza humana de Adán y Eva tenían la posibilidad de pecar. Pero la naturaleza humana de Jesús nunca existió aparte de la unión con su naturaleza divina. Desde el momento de su concepción, existió como verdaderamente Dios y también como verdaderamente hombre. Su naturaleza humana y su naturaleza divina existieron unidas en una persona. Aunque hubo algunas cosas (tales como sentir hambre, sed o debilidad) que Jesús experimentó sólo en su naturaleza humana y no las experimentó en su naturaleza divina, no obstante, un acto de pecar hubiera sido una acción moral que habría involucrado al parecer toda la persona de Cristo. Por lo tanto, si él hubiera pecado, hubiera involucrado su naturaleza humana y su naturaleza divina. Pero si Jesús como una persona hubiera pecado, involucrando sus naturalezas humana y divina en el pecado, Dios mismo habría pecado, y él hubiera dejado de ser Dios. No obstante, eso es claramente imposible a causa de la infinita santidad de la naturaleza de Dios. Por tanto, si estamos preguntando si era de veras posible que Jesús hubiera pecado, parece que debemos concluir que no era posible. La unión de sus naturalezas humana y divina en una persona lo evitaba.[6]

Respecto a esta misma posición de impecabilidad, algunos podrían argüir en cuanto a la real humanidad de Cristo, diciendo que si nunca pecó entonces no podría haber sido verdaderamente humano, ya que todos los humanos pecan —está en la naturaleza del hombre hacerlo” y errar es de humanos, dirán estos. Sin embargo, a pesar de que esta objeción pareciera tener sentido para algunos, hay que recordar que es ahora que el hombre se encuentra en una situación desfavorable; esto es, depravado en su naturaleza moral y espiritual, y esclavo del pecado. No obstante, en un principio Dios le creó puro y libre de corrupción (aunque con la posibilidad de ser corrompido). Adán y Eva no eran menos humanos en el principio —antes de la caída— por lo que dicha objeción carece de fundamento. A este mismo respecto, sería bueno señalar qué es lo que hace que un hombre o mujer sean verdaderamente humanos. ¿Es el hombre diferente de las bestias porque este puede pecar y ellas no? Más allá de las obvias diferencias físicas que nos hacen externamente o fenotípicamente humanos —esto es, dentro del orden zoológico—, el ser humano no es definido ni diferente de las bestias sólo por sus inclinaciones morales (aun cuando la moralidad es una cualidad propiamente humana), sino más bien por sus capacidades o habilidades psíquicas y cognitivas, esto es; por su capacidad de reflexionar respecto de la propia existencia, de abstraerse hasta lo más profundo de sus pensamientos y meditar sobre cosas tan diversas como su pasado, su presente y su futuro (así como del pasado, el presente y el futuro de otros). Todas estas son habilidades propiamente humanas y que nos hacen humanos. Pero todavía no son habilidades únicamente humanas, porque también tenemos buenas razones para suponer que son habilidades que también tienen los ángeles en el cielo (y ellos no son humanos). Ciertamente, la imagen de Dios en el hombre, aunque dañada y pervertida a causa de la caída —pero no totalmente perdida ni destruida— es el gran sello distintivo de la humanidad, la característica principal que hace al hombre no sólo distinto de las bestias, sino también superior a ellas y diferentes de cualquier otra criatura celestial —y Jesucristo es la verdadera y más perfecta imagen de Dios.
En definitiva, nuestra humanidad no está definida —ni depende de— la posibilidad de pecar. La posibilidad de pecar —y la inclinación positiva de hacerlo— no es una condición necesaria para la humanidad. Como dice correctamente Samuel Storms: «no es necesario a la naturaleza humana que uno sea capaz de pecar. En el cielo, habiendo sido glorificados, los santos serán incapaces de pecar, pero no por eso serán inhumanos»[7]. R. C. Sproul lo plantea en términos similares: «¿Es el pecado intrínseco a la humanidad verdadera? Solo podemos responder negativamente. Decir que el pecado es intrínseco a la auténtica humanidad exige dos conclusiones: la primera, que antes de la caída Adán no era un ser humano; y la segunda y más seria, que los cristianos en un estado perfeccionado de gloria en el cielo ya no serán humanos»[8]. De nuevo entonces, pecar no es una propiedad que define lo que es ser un humano; y aunque es una realidad empírica de nuestra humanidad, no es necesaria la posibilidad de pecar para determinar si acaso se es humano o no, pues el pecado —y la posibilidad de pecar— es una cosa más bien tangencial o accidental al ser del hombre, pero no esencial a ese ser en cuanto a la humanidad. Como dije más arriba, nuestros ancestros Adán y Eva no fueron menos humanos antes de la caída de lo que fueron después de la caída. Del mismo modo, el Hijo de Dios no fue menos humano que nosotros luego de la encarnación, incluso ante la ausencia de pecados en Él. No obstante, esta ausencia de pecados no implica que su naturaleza humana fuera distinta a la nuestra, ni menos aún que la sustancia de su carne fuera distinta a la sustancia de nuestra carne (véase una defensa en este sentido en Ireneo de Lyon, Adversus haereses V. 14, 3, cf. Tertuliano De carne Christi 16). De lo anterior, se sigue que es correcta entonces la observación que nos hace Erickson:

Desde el momento en que mantenemos que, por el contrario, el pecado no forma parte de la esencia de la naturaleza humana, en lugar de preguntar: ¿Jesús era tan humano como nosotros? debiéramos pregunta: ¿Somos tan humanos como Jesús? Porque el tipo de humanidad que nosotros poseemos no es humanidad pura. [...] El resto de nosotros no somos más que versiones de humanidad rotas y corruptas. Jesús no sólo es tan humano como nosotros; es más. Nuestra humanidad no es el estándar por el que tenemos que medir la suya. Su humanidad, verdadera y sin adulterar, es el estándar por el que nosotros tenemos que medirnos.[9]

Una pregunta adicional que podemos hacernos es: ¿Por qué los seres humanos pecamos, si el pecado no es un elemento esencial o necesario para conformar nuestra humanidad? La respuesta a esta pregunta es que el hombre peca porque ha caído, peca porque su naturaleza moral y espiritual está corrompida desde el núcleo mismo de su ser. Pecamos porque estamos depravados en nuestra naturaleza y porque nacemos con una inclinación al mal como consecuencia de la caída. Pecamos porque hemos heredado de Adán el pecado original, el cual es privación de la justicia original y la disposición positivamente inherente hacia el pecado. Ahora bien, Jesús no podía pecar porque, además del argumento respecto de su divinidad, no compartía la misma naturaleza caída del resto de la humanidad —y, no obstante, seguía compartiendo la plenitud de la condición humana. Siendo Él el Hijo eterno de Dios que asumió una condición humana tomando de María virgen la sustancia de su carne, no heredó, en su encarnación, la naturaleza pecaminosa con la que vienen al mundo los hombres a causa del pecado de Adán. Jesús, de hecho, es el hombre en su más perfecta expresión[10], el segundo y último Adán, el divino Hijo encarnado que no estuvo sujeto al primer Adán en cuanto a representatividad pactual (y, por consiguiente, no participó de la caída, ni sufrió la culpa y la penalidad de su transgresión, salvo como sustituto en el acto de la expiación), sino que le trasciende y le supera como cabeza de la nueva creación y también como cabeza representativa de aquellos que están bajo el pacto de gracia y participan de esa nueva relación pactual. Por cierto que, además, y como ya lo advirtió Grudem en la cita anterior, la humanidad de Jesús no existió nunca separada de su Deidad —a diferencia de nuestros padres Adán y Eva— de manera que en Jesús no sólo tenemos a un hombre perfecto y libre de pecados, también tenemos a quien, siendo uno con Dios, era perfecta e inmutablemente santo y recto.
        Y aunque afirmamos la verdadera humanidad de Jesús, cabe también señalar que, si bien es cierto Jesús fue «hecho semejante a los hombres», como declara Pablo en Filipenses 2:7, también es cierto que es muy diferente de ellos―de nosotros. W. E. Best tiene razón al afirmar que:

No se puede llevar a cabo un paralelo completo entre Cristo y el hombre. En la concepción y nacimiento de Cristo, se realizó una unión entre el Hijo eterno y la naturaleza humana (Juan 1:1, 14). Nada puede ser más alejado de la concepción y nacimiento del hombre. El hombre es la criatura creada de Dios; así que, no es eterno. Además, desde Adán, el hombre es el producto de la procreación. La concepción de Cristo fue sin un padre humano. Su naturaleza humana le vino de Dios el Padre, por medio del Espíritu Santo, y en el vientre de la virgen (Heb. 10:5; Mat. 1:18-21; Luc. 1:35). El hombre es el producto de un hombre y de una mujer quien concibió el hombre en pecado (Sal. 51:5). La iniciación humana fue totalmente excluida de la concepción de Cristo, lo cual nos capacita a comprender la ausencia total de la capacidad de pecar en la Persona y vida de Cristo. El quedó fuera de Adán y la generación ordinaria. Por el contrario, el hombre debe su existencia a la iniciación humana en la providencia de Dios. El hombre es pecador por naturaleza.[11]

Una cosa más que podemos agregar a todo lo anterior, es que, si Jesús pudiera haber pecado, sería inevitable que Él aún pudiera hacerlo hoy, porque Él retiene en el cielo las mismas dos naturalezas que tuvo mientras vivió en la tierra. El Hijo de Dios es Dios-Hombre desde el minuto de la encarnación, y así permanecerá para siempre, conservando plenamente no sólo la Deidad que en su existencia eterna comparte con el Padre y con el Espíritu Santo, sino también su verdadera Humanidad; dos naturalezas por las cuales ha de ser reconocido; ambas inconfundibles, incambiables, indivisibles e inseparables, concurrentes en una sola Persona y una Sustancia: Jesús de Nazaret.


LA IMPECABILIDAD Y LA LIBRE AGENCIA EN LA PERSONA DEL HIJO

Se ha dicho que la legítima libertad significa precisamente la capacidad real para escoger entre cosas opuestas, como por ejemplo: pecar o no pecar; de manera que si Jesús no tenía realmente la posibilidad de pecar podría entonces decirse que tampoco tenía la capacidad de desobedecer (que es en sí una forma de pecado), por lo que el hecho de haber obedecido en todo al Padre —como afirma la Escritura— no tiene realmente ningún valor en sí mismo, pues se podría decir que no tenía otra alternativa. Acerca de Adán y su respuesta a los dictámenes de Dios, José M. Martínez y Ernesto Trenchard comentan: «Obviamente lo que da valor a la obediencia es la posibilidad de no obedecer, y lo genuino del amor se halla en su espontaneidad y en la ausencia de toda fuerza irresistible que lo inspire.»[12] Pero si esto es correcto, al mismo tiempo que lo es también el hecho de que Jesús no tenía la posibilidad de desobedecer, ¿Podría entonces decirse que su obediencia al Padre carece pues del valor que la propia Escritura le entrega una y otra vez? (obediencia que tiene sendas implicaciones para nuestra propia justificación). Pienso que la solución a esta cuestión está en entender la libertad de la voluntad no en una forma libertariana, sino compatibilista; esto es, con atención a la propia naturaleza del individuo, y a las elecciones como expresiones de una voluntad supeditada a esa naturaleza.
Necesitamos recordar que en la Persona de Jesús coexisten dos naturalezas: una perfecta y verdaderamente divina, y otra perfecta y verdaderamente humana (una «Unión Hipostática»). Correspondientemente, la una le significó poseer todos los atributos propios de la Deidad, mientras que la otra le revistió del ropaje de los hombres; es decir, de una total y verdadera humanidad. En su humanidad, Jesús no compartía la naturaleza pecaminosa (o corrupción de la carne) del resto de los hombres, en su Deidad era perfectamente Santo. Surge entonces la pregunta: en su humanidad, ¿Jesús era realmente libre para escoger entre cosas opuestas? En lo que concierne a decisiones triviales y moralmente neutrales como: comer o no comer; avanzar o no avanzar; dormir o no dormir, diremos que en efecto lo era, o al menos estaba la posibilidad de que, bajo determinadas circunstancias, su decisión apuntara en una u otra dirección según fuera su deseo más intenso en el momento. ¿Aquello estaba afecto al ejercicio de la voluntad? Ciertamente, puesto a que «libre» y «voluntario» funcionan aquí en realidad como aspectos de una misma cosa. Ahora bien, en su obediencia al Padre, ¿hizo Jesús empleo de la libre agencia y consentimiento, o sólo fue impelido activa y positivamente por alguna fuerza coercitiva y externa a Él para obedecer? Ciertamente hizo empleo de su libre agencia o voluntad (Fil. 2:8), pero esta estaba por necesidad de la naturaleza ligada a obedecer la voluntad última del Padre (Mt. 26:39, cf. Lc. 22:42; Jn. 5:30; 6:38), lo cual hizo siguiendo los deseos más intensos de su carne; conforme a su naturaleza toda perfecta y ajena a la corrupción del resto de los hombres. En su Divinidad o, mejor dicho, en su condición de Dios, ¿era libre para escoger entre cosas opuestas? Sí, realmente lo era, pero cabe señalar que esta libertad de escoger entre cosas opuestas no puede equipararse con la capacidad que tienen los hombres de escoger entre cosas moralmente opuestas. Dios puede, en efecto, escoger entre cosas enfrentadas a oposición (p. ej. crear o no crear; perdonar o no perdonar), pero siempre sus elecciones serán el resultado práctico de su naturaleza; el resultante lógico de la participación de cada uno de sus atributos y como una expresión de sus propósitos, de manera que no puede existir conflicto en el Ser de Dios respecto a cada una de sus elecciones —la armonía y coherencia de las mismas son absolutas. Dios es total y perfectamente Santo. Dijimos que «la santidad es la virtud positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado», de modo que el hecho de que no pueda pecar no milita en modo alguno contra su absoluta libertad de elección, sino que simplemente es la consecuencia lógica del conjunto y suma de todas sus perfecciones morales. Ambas realidades, la humanidad, por una parte; y la Deidad, por la otra, se encuentran en la sola Persona de Jesús de Nazaret, el Cristo impecable. De manera que si preguntamos, finalmente, si era entonces realmente posible que Jesús pudiera pecar, debemos concluir que no lo era, porque en Él se hallaba no sólo una humanidad libre y sin corrupción, sino que también el atributo de Santidad inmutable, motivo por el cual no sólo no se interesó en pecar, sino que tampoco era realmente posible que lo hiciera.

Continuar aquí con la segunda parte:
http://muraldeteologia.blogspot.com/2020/07/la-impecabilidad-de-cristoparte-2.html?m=1


NOTAS:


[1] Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de Cristología (Salamanca: Sígueme, 1974), 442.
[2] Ibíd., 441.
[3] Ibíd., 451.
[4] Donald Macleod, The Person on Christ (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1998), 229-230.
[5] W. E. Best, Estudios en la Persona y la Obra de Jesucristo, (Houston, Texas: WEBBMT, 1994), 3 y 4.
[6] Wayne Grudem, Teología Sistemática (Miami, Florida: Vida, 2007), 563-564.
[7] https://www.samstorms.org/all-articles/post/could-jesus-have-sinned. No obstante, Storms está abierto a la idea de la pecabilidad de Jesús; esto es, como un Cristo posse peccare posse non peccare [capaz de pecar y capaz de no pecar], similar a la condición de Adán antes de la caída.
[8] https://www.ligonier.org/learn/articles/perfectly-human. Véase también en:
https//www.coalicionporelevangelio.org/articulo/perfectamente-humano/
[9] Millard Erickson, Teología Sistemática (Barcelona: CLIE, 2008), 733.
[10] Véase en Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de Cristología, especialmente en las pp. 244-250 (y siguientes) una explicación más o menos convincente acerca de la idea de Jesús concebido como el hombre prototípico y como la plenitud suprema de lo humano en general.
[11] W. E. Best, Cristo No pudo ser Tentado, (Houston, Texas: WEBBMT, 1992), 23-24. Contra este argumento que apela a la concepción milagrosa de Jesús para comprender la carencia de pecado en Él, véase W. Pannenberg, Fundamentos de Cristología, 449.
[12] José M. Martínez y Ernesto Trenchard, El libro de Génesis (Madird: C.E.F.B., 2014), 91.