Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

sábado, 2 de febrero de 2019

ACERCA DE SI LOS NIÑOS NACEN PECADORES

Mi hijo David a los dos días de nacido



Una de las discusiones que más a menudo he leído entre cristianos por redes sociales, es si acaso los bebés son pecadores al nacer. Parece un tema trivial, pero sin duda se trata de un asunto que no pocos se han preguntado a la hora de estudiar la doctrina bíblica del hombre y su relación con el pecado. Entonces, ¿cómo respondemos a la pregunta de si los niños nacen pecadores? Los que somos padres y hemos tenido la dicha de sostener a nuestros bebés en los brazos, podemos ser rápidamente tentados a pensar en términos de la inocencia de nuestros hijos a edades tan tempranas, y es que nos parece impensable que tal criatura que irradia ternura pueda en verdad ser pecadora y merecedora del juicio de Dios.
Para aclarar mi punto de vista a esta cuestión, debo comenzar afirmando que los bebés no son conscientes de pecado, ni tampoco son capaces de cometerlos en forma pensada y responsable―no pueden distinguir entre lo bueno y lo malo, dado que no saben lo que es bueno y lo que es malo (cf. Dt. 1:39; Ro. 9:11). En otras palabras, los niños en edad más tierna no tienen responsabilidad moral, y por lo tanto no son pecadores en cuanto a que cometan pecados voluntarios y conscientes. No obstante aquello, y como reformado, afirmo que todos los seres humanos nacemos corrompidos (corrupción original), lo que implica: negativamente, la privación de la justicia original (incapaces e impedidos de hacer el bien); y positivamente, una disposición inherente hacia el mal―o una inclinación natural hacia el pecado. En este sentido afirmo también, junto con todos los teólogos reformados, que los niños en edad tierna también son pecadores, pero significando con ello que portan una naturaleza depravada (corrompida), que llegada la edad de la responsabilidad moral se manifestará en pensamientos y actos de pecado y desobediencia. Como dice la Escritura: "el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud" (Gn. 8:21; o "desde su niñez", BJ). ¿Puede negarse el hecho de que todo niño de la Tierra es un potencial pecador que, tarde o temprano―y mientras viva―va a cometer pecados conscientes y a voluntad? Nadie cuya opinión sea bíblica puede negar eso―todos cometemos pecados (1R. 8:46; Sal. 14:3; Ecl. 7:20; Mr. 10:18; Ro 3:9).
Ahora bien, decimos también que los infantes son responsables de pecado y pecadores en un sentido que no concierne a los actos individuales cometidos en forma voluntaria y en el transcurso de cada vida, sino en cuanto a su filiación con Adán como cabeza representativa de la raza humana. Cuando Adán pecó, toda la humanidad pecó en él, de manera que su transgresión es considerada como la transgresión de toda la humanidad (Ro. 5:12, 19a). Su pecado (esto es, la culpa de su iniquidad) nos fue imputado a todos los hombres bajo el mismo principio en que nuestros pecados le fueron imputados a Cristo en la cruz, y su justicia imputada a nosotros por la fe (el principio de representatividad federal o pactual). Cuando Adán cayó, toda la humanidad cayó con él. Y dado que el "pecado original" (peccatum originale, esto es, las consecuencias de este primer pecado) no sólo implicó la transmisión de la corrupción original a toda la humanidad representada entonces en Adán, sino también la "culpa original" (esto es, reatus poenae o "deuda penal") y la condenación subsiguiente (Ro. 5:18a); el hombre entonces es pecador tanto en el sentido de que hereda la culpa, como en el sentido de que la culpa y la corrupción original son consideradas pecado como tal. Es así entonces que decimos que los infantes son también pecadores, aun cuando ellos mismos no han cometido pecados conscientes y voluntarios.
Es entonces sobre la base de todo lo anterior que decimos y declaramos que los niños también necesitan ser salvados, y que la base de la salvación de ellos es la misma que la nuestra: La obra graciosa de Jesucristo en la cruz para remisión de nuestros pecados y justificación ante Dios el Padre. Debemos, pues, orar por nuestros hijos, para que Dios tenga misericordia de ellos y obre su redención también en sus vidas según las promesas de su pacto de gracia.



Mauricio A. Jiménez


domingo, 25 de noviembre de 2018

LA IMPECABILIDAD DE CRISTO―Parte 1



Por
Mauricio A. Jiménez



INTRODUCCIÓN

Existe un consenso general, una suerte de unanimidad entre los cristianos, respecto a la creencia de que Jesús jamás pecó. Y es que hay suficientes textos bíblicos que además así lo confirman. Por ejemplo, en 2 Corintios 5:21 podemos leer al apóstol Pablo diciendo: «Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios Padre] lo hizo pecado,…». El autor inspirado de la epístola a los Hebreos también escribió: «Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (He. 4:15). Más adelante agrega: «Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (7:26). El apóstol Pedro habla del “cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca» (1 Pe. 2:22), casi en los mismos términos que usa Isaías en la profecía sobre el «siervo doliente», el cual «nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca» (Is. 53:9). En 1 Juan 3:5 se nos dice que Jesús «apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él». Jesús mismo puede referirse a esta condición impecable cuando le dice a un grupo de judíos reunidos en el templo: «no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn. 8:29, cf. 8:46, «¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?», cf. 14:30). También, y en otra oportunidad, les dijo a sus discípulos: «Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn. 15:10). «Esta difusión de la carencia de pecado de Jesús por toda la tradición cristiano-primitiva» —dice Pannenberg— «muestra que ya desde los principios de la comunidad cristiana se había reconocido la importancia especial de este hecho. ¿De qué otro modo podían haberse afirmado los primeros cristianos frente a sus rivales judíos sin poner de relieve este punto?»[1] «La constatación de la carencia de pecado de Jesús», dice también Pannenberg un poco antes, «no es otra cosa que la expresión negativa de la misma realidad de la entrega de Jesús a Dios, la cual ha sido hasta ahora el objeto de nuestras consideraciones desde el punto de vista positivo de su ser como hijo de Dios y de su libertad con respecto a Dios. Si el pecado consiste esencialmente en la vida en contradicción con Dios, en la hermeticidad egocéntrica de nuestro yo con respecto a Dios, entonces la unidad de Jesús con Dios por su comunión personal con el Padre y por su identidad personal como hijo de Dios significa directamente exclusión de todo pecado.»[2] Tan importante es este punto, que el Credo Calcedonio puede decir de Jesús: «consustancial con nosotros de acuerdo a la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado...»
No obstante, y pese a la certeza de saber que Jesús jamás pecó, cabe preguntarse si era realmente posible que lo hiciera. En mi opinión y en la de varios otros teólogos —y esto es de lo que se tratará nuestro estudio en dos partes— Jesús no solo no pecó, tampoco podía pecar. A este respecto, la unanimidad de opinión entre los estudiosos no ha sido la misma que con respecto a la vida sin pecado de Jesús; y surgen una serie de objeciones, algunas un tanto más difíciles que otras, pero que igualmente serán analizadas y respondidas en lo que sigue de este estudio.


LA IMPECABILIDAD EN EL HIJO

Entre las objeciones a la impecabilidad de Jesús, quizás la más común suene algo así como esto: “si Jesús no podía pecar, entonces ¿hasta qué punto las tentaciones fueron reales?”. Otro alegato también muy común es: “Si Jesús realmente era humano, entonces sí podía pecar”.
Es cierto que los tres Evangelios sinópticos registran aquella vez en que Jesús fue tentado por Satanás, luego de haber ayunado por cuarenta días en el desierto (Mt. 4:1-11; Mr. 1:12-13; Lc. 4:1-13). También el autor de la epístola a los Hebreos afirma que Jesús fue tentado en todo, «así como nosotros» (VM), «solo que él jamás pecó» (DHH) (He. 4:15, también He. 2:18). Hasta aquí, las Escrituras confirman la realidad de las tentaciones y la ausencia de pecado en Jesús (léanse también los casos de Mt. 16:1; 19:3; 22:18; 35). Por ahora, sabemos que Jesús nunca pecó, pero ¿podría haberlo hecho? ¿Podría haber cedido a las tentaciones, aunque tan sólo como una posibilidad hipotética? Algunos estudiosos insisten en que Jesús podría haber pecado, sólo que no lo hizo; podría haber cedido al pecado, pero se resistió a ello. El ya citado Wolfhart Pannenberg sostiene la idea de que «La inocencia de Jesús, por tanto, no constituye una incapacidad de hacer el mal que sea inherente por naturaleza a su ser humano, sino sólo un resultado de todo el proceso vital de Jesús.»[3] Pero, pensemos un poco en estas aseveraciones. La posibilidad de que Jesús pudiera pecar, la capacidad o posibilidad de hacerlo, ¿podría resultar en una descalificación de Cristo como nuestro Dios y Salvador? Desde una perspectiva teológica sí, ya que si Cristo, como Hijo de Dios y Dios encarnado, tuvo la capacidad y/o posibilidad de pecar, significa que Dios mismo pudiera eventualmente pecar. «Si Él pecó» —dice Macleod— «Dios pecó. A este nivel, la impecabilidad de Cristo es absoluta. No se basa en su dotación única del Espíritu ni en el propósito redentor de Dios que no cambia, sino en el hecho de que Él es quien es».[4] Pero si Dios pudiera eventualmente pecar, aquello contradice todo lo que sabemos acerca de la naturaleza de Dios. La Santidad es un atributo propio de la Deidad, una de las perfecciones que está presente en su propia naturaleza inmutable, no como algo periférico o accidental a su Ser, sino como esencial y necesario al Ser de Dios. Es, de hecho, el único atributo que en la adoración a Él por parte de sus principados se menciona en toda su gloria y esplendor (Is. 6:3, el superlativo absoluto «Santo, Santo, Santo»). Esta forma de Santidad está presente también en el Hijo (p. ej. Ap. 3:7), y una buena lectura de Apocalipsis 4:8 nos lleva a comprender que es a Jesús a quien, llamado Señor Dios Todopoderoso, se le confiere esta categoría de Santidad, como una clara indicación a Isaías 6:3.
La santidad de Dios es, como dijo W. E. Best,

mucho más que la ausencia del pecado, es una virtud positiva […] Decir que Él pudo haber pecado es negar la santidad positiva. Por lo tanto, negar la santidad positiva es negar el carácter santo de Dios. La santidad es la virtud positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado. El Señor Jesús no pudo pecar porque los días de su carne significaron sólo adición de experiencia, y no variación de carácter. La humanidad santa fue unida a la Deidad en una Persona indivisible, el Cristo impecable. Jesucristo no puede tener más santidad porque Él es perfectamente santo; Él no puede tener menos santidad porque Él es inmutablemente santo.[5]

Wayne Grudem traza también un muy buen argumento en respuesta a la negación de la impecabilidad de Cristo, cuando nos dice:

Si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma, independiente de su naturaleza divina, habría sido una naturaleza humana semejante a la que Dios dio a Adán y a Eva. Estaría libre de pecado, pero, no obstante, con posibilidad de pecar. Por lo tanto, si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma, estaba la posibilidad abstracta o teórica de que Jesús podía haber pecado, como la naturaleza humana de Adán y Eva tenían la posibilidad de pecar. Pero la naturaleza humana de Jesús nunca existió aparte de la unión con su naturaleza divina. Desde el momento de su concepción, existió como verdaderamente Dios y también como verdaderamente hombre. Su naturaleza humana y su naturaleza divina existieron unidas en una persona. Aunque hubo algunas cosas (tales como sentir hambre, sed o debilidad) que Jesús experimentó sólo en su naturaleza humana y no las experimentó en su naturaleza divina, no obstante, un acto de pecar hubiera sido una acción moral que habría involucrado al parecer toda la persona de Cristo. Por lo tanto, si él hubiera pecado, hubiera involucrado su naturaleza humana y su naturaleza divina. Pero si Jesús como una persona hubiera pecado, involucrando sus naturalezas humana y divina en el pecado, Dios mismo habría pecado, y él hubiera dejado de ser Dios. No obstante, eso es claramente imposible a causa de la infinita santidad de la naturaleza de Dios. Por tanto, si estamos preguntando si era de veras posible que Jesús hubiera pecado, parece que debemos concluir que no era posible. La unión de sus naturalezas humana y divina en una persona lo evitaba.[6]

Respecto a esta misma posición de impecabilidad, algunos podrían argüir en cuanto a la real humanidad de Cristo, diciendo que si nunca pecó entonces no podría haber sido verdaderamente humano, ya que todos los humanos pecan —está en la naturaleza del hombre hacerlo” y errar es de humanos, dirán estos. Sin embargo, a pesar de que esta objeción pareciera tener sentido para algunos, hay que recordar que es ahora que el hombre se encuentra en una situación desfavorable; esto es, depravado en su naturaleza moral y espiritual, y esclavo del pecado. No obstante, en un principio Dios le creó puro y libre de corrupción (aunque con la posibilidad de ser corrompido). Adán y Eva no eran menos humanos en el principio —antes de la caída— por lo que dicha objeción carece de fundamento. A este mismo respecto, sería bueno señalar qué es lo que hace que un hombre o mujer sean verdaderamente humanos. ¿Es el hombre diferente de las bestias porque este puede pecar y ellas no? Más allá de las obvias diferencias físicas que nos hacen externamente o fenotípicamente humanos —esto es, dentro del orden zoológico—, el ser humano no es definido ni diferente de las bestias sólo por sus inclinaciones morales (aun cuando la moralidad es una cualidad propiamente humana), sino más bien por sus capacidades o habilidades psíquicas y cognitivas, esto es; por su capacidad de reflexionar respecto de la propia existencia, de abstraerse hasta lo más profundo de sus pensamientos y meditar sobre cosas tan diversas como su pasado, su presente y su futuro (así como del pasado, el presente y el futuro de otros). Todas estas son habilidades propiamente humanas y que nos hacen humanos. Pero todavía no son habilidades únicamente humanas, porque también tenemos buenas razones para suponer que son habilidades que también tienen los ángeles en el cielo (y ellos no son humanos). Ciertamente, la imagen de Dios en el hombre, aunque dañada y pervertida a causa de la caída —pero no totalmente perdida ni destruida— es el gran sello distintivo de la humanidad, la característica principal que hace al hombre no sólo distinto de las bestias, sino también superior a ellas y diferentes de cualquier otra criatura celestial —y Jesucristo es la verdadera y más perfecta imagen de Dios.
En definitiva, nuestra humanidad no está definida —ni depende de— la posibilidad de pecar. La posibilidad de pecar —y la inclinación positiva de hacerlo— no es una condición necesaria para la humanidad. Como dice correctamente Samuel Storms: «no es necesario a la naturaleza humana que uno sea capaz de pecar. En el cielo, habiendo sido glorificados, los santos serán incapaces de pecar, pero no por eso serán inhumanos»[7]. R. C. Sproul lo plantea en términos similares: «¿Es el pecado intrínseco a la humanidad verdadera? Solo podemos responder negativamente. Decir que el pecado es intrínseco a la auténtica humanidad exige dos conclusiones: la primera, que antes de la caída Adán no era un ser humano; y la segunda y más seria, que los cristianos en un estado perfeccionado de gloria en el cielo ya no serán humanos»[8]. De nuevo entonces, pecar no es una propiedad que define lo que es ser un humano; y aunque es una realidad empírica de nuestra humanidad, no es necesaria la posibilidad de pecar para determinar si acaso se es humano o no, pues el pecado —y la posibilidad de pecar— es una cosa más bien tangencial o accidental al ser del hombre, pero no esencial a ese ser en cuanto a la humanidad. Como dije más arriba, nuestros ancestros Adán y Eva no fueron menos humanos antes de la caída de lo que fueron después de la caída. Del mismo modo, el Hijo de Dios no fue menos humano que nosotros luego de la encarnación, incluso ante la ausencia de pecados en Él. No obstante, esta ausencia de pecados no implica que su naturaleza humana fuera distinta a la nuestra, ni menos aún que la sustancia de su carne fuera distinta a la sustancia de nuestra carne (véase una defensa en este sentido en Ireneo de Lyon, Adversus haereses V. 14, 3, cf. Tertuliano De carne Christi 16). De lo anterior, se sigue que es correcta entonces la observación que nos hace Erickson:

Desde el momento en que mantenemos que, por el contrario, el pecado no forma parte de la esencia de la naturaleza humana, en lugar de preguntar: ¿Jesús era tan humano como nosotros? debiéramos pregunta: ¿Somos tan humanos como Jesús? Porque el tipo de humanidad que nosotros poseemos no es humanidad pura. [...] El resto de nosotros no somos más que versiones de humanidad rotas y corruptas. Jesús no sólo es tan humano como nosotros; es más. Nuestra humanidad no es el estándar por el que tenemos que medir la suya. Su humanidad, verdadera y sin adulterar, es el estándar por el que nosotros tenemos que medirnos.[9]

Una pregunta adicional que podemos hacernos es: ¿Por qué los seres humanos pecamos, si el pecado no es un elemento esencial o necesario para conformar nuestra humanidad? La respuesta a esta pregunta es que el hombre peca porque ha caído, peca porque su naturaleza moral y espiritual está corrompida desde el núcleo mismo de su ser. Pecamos porque estamos depravados en nuestra naturaleza y porque nacemos con una inclinación al mal como consecuencia de la caída. Pecamos porque hemos heredado de Adán el pecado original, el cual es privación de la justicia original y la disposición positivamente inherente hacia el pecado. Ahora bien, Jesús no podía pecar porque, además del argumento respecto de su divinidad, no compartía la misma naturaleza caída del resto de la humanidad —y, no obstante, seguía compartiendo la plenitud de la condición humana. Siendo Él el Hijo eterno de Dios que asumió una condición humana tomando de María virgen la sustancia de su carne, no heredó, en su encarnación, la naturaleza pecaminosa con la que vienen al mundo los hombres a causa del pecado de Adán. Jesús, de hecho, es el hombre en su más perfecta expresión[10], el segundo y último Adán, el divino Hijo encarnado que no estuvo sujeto al primer Adán en cuanto a representatividad pactual (y, por consiguiente, no participó de la caída, ni sufrió la culpa y la penalidad de su transgresión, salvo como sustituto en el acto de la expiación), sino que le trasciende y le supera como cabeza de la nueva creación y también como cabeza representativa de aquellos que están bajo el pacto de gracia y participan de esa nueva relación pactual. Por cierto que, además, y como ya lo advirtió Grudem en la cita anterior, la humanidad de Jesús no existió nunca separada de su Deidad —a diferencia de nuestros padres Adán y Eva— de manera que en Jesús no sólo tenemos a un hombre perfecto y libre de pecados, también tenemos a quien, siendo uno con Dios, era perfecta e inmutablemente santo y recto.
        Y aunque afirmamos la verdadera humanidad de Jesús, cabe también señalar que, si bien es cierto Jesús fue «hecho semejante a los hombres», como declara Pablo en Filipenses 2:7, también es cierto que es muy diferente de ellos―de nosotros. W. E. Best tiene razón al afirmar que:

No se puede llevar a cabo un paralelo completo entre Cristo y el hombre. En la concepción y nacimiento de Cristo, se realizó una unión entre el Hijo eterno y la naturaleza humana (Juan 1:1, 14). Nada puede ser más alejado de la concepción y nacimiento del hombre. El hombre es la criatura creada de Dios; así que, no es eterno. Además, desde Adán, el hombre es el producto de la procreación. La concepción de Cristo fue sin un padre humano. Su naturaleza humana le vino de Dios el Padre, por medio del Espíritu Santo, y en el vientre de la virgen (Heb. 10:5; Mat. 1:18-21; Luc. 1:35). El hombre es el producto de un hombre y de una mujer quien concibió el hombre en pecado (Sal. 51:5). La iniciación humana fue totalmente excluida de la concepción de Cristo, lo cual nos capacita a comprender la ausencia total de la capacidad de pecar en la Persona y vida de Cristo. El quedó fuera de Adán y la generación ordinaria. Por el contrario, el hombre debe su existencia a la iniciación humana en la providencia de Dios. El hombre es pecador por naturaleza.[11]

Una cosa más que podemos agregar a todo lo anterior, es que, si Jesús pudiera haber pecado, sería inevitable que Él aún pudiera hacerlo hoy, porque Él retiene en el cielo las mismas dos naturalezas que tuvo mientras vivió en la tierra. El Hijo de Dios es Dios-Hombre desde el minuto de la encarnación, y así permanecerá para siempre, conservando plenamente no sólo la Deidad que en su existencia eterna comparte con el Padre y con el Espíritu Santo, sino también su verdadera Humanidad; dos naturalezas por las cuales ha de ser reconocido; ambas inconfundibles, incambiables, indivisibles e inseparables, concurrentes en una sola Persona y una Sustancia: Jesús de Nazaret.


LA IMPECABILIDAD Y LA LIBRE AGENCIA EN LA PERSONA DEL HIJO

Se ha dicho que la legítima libertad significa precisamente la capacidad real para escoger entre cosas opuestas, como por ejemplo: pecar o no pecar; de manera que si Jesús no tenía realmente la posibilidad de pecar podría entonces decirse que tampoco tenía la capacidad de desobedecer (que es en sí una forma de pecado), por lo que el hecho de haber obedecido en todo al Padre —como afirma la Escritura— no tiene realmente ningún valor en sí mismo, pues se podría decir que no tenía otra alternativa. Acerca de Adán y su respuesta a los dictámenes de Dios, José M. Martínez y Ernesto Trenchard comentan: «Obviamente lo que da valor a la obediencia es la posibilidad de no obedecer, y lo genuino del amor se halla en su espontaneidad y en la ausencia de toda fuerza irresistible que lo inspire.»[12] Pero si esto es correcto, al mismo tiempo que lo es también el hecho de que Jesús no tenía la posibilidad de desobedecer, ¿Podría entonces decirse que su obediencia al Padre carece pues del valor que la propia Escritura le entrega una y otra vez? (obediencia que tiene sendas implicaciones para nuestra propia justificación). Pienso que la solución a esta cuestión está en entender la libertad de la voluntad no en una forma libertariana, sino compatibilista; esto es, con atención a la propia naturaleza del individuo, y a las elecciones como expresiones de una voluntad supeditada a esa naturaleza.
Necesitamos recordar que en la Persona de Jesús coexisten dos naturalezas: una perfecta y verdaderamente divina, y otra perfecta y verdaderamente humana (una «Unión Hipostática»). Correspondientemente, la una le significó poseer todos los atributos propios de la Deidad, mientras que la otra le revistió del ropaje de los hombres; es decir, de una total y verdadera humanidad. En su humanidad, Jesús no compartía la naturaleza pecaminosa (o corrupción de la carne) del resto de los hombres, en su Deidad era perfectamente Santo. Surge entonces la pregunta: en su humanidad, ¿Jesús era realmente libre para escoger entre cosas opuestas? En lo que concierne a decisiones triviales y moralmente neutrales como: comer o no comer; avanzar o no avanzar; dormir o no dormir, diremos que en efecto lo era, o al menos estaba la posibilidad de que, bajo determinadas circunstancias, su decisión apuntara en una u otra dirección según fuera su deseo más intenso en el momento. ¿Aquello estaba afecto al ejercicio de la voluntad? Ciertamente, puesto a que «libre» y «voluntario» funcionan aquí en realidad como aspectos de una misma cosa. Ahora bien, en su obediencia al Padre, ¿hizo Jesús empleo de la libre agencia y consentimiento, o sólo fue impelido activa y positivamente por alguna fuerza coercitiva y externa a Él para obedecer? Ciertamente hizo empleo de su libre agencia o voluntad (Fil. 2:8), pero esta estaba por necesidad de la naturaleza ligada a obedecer la voluntad última del Padre (Mt. 26:39, cf. Lc. 22:42; Jn. 5:30; 6:38), lo cual hizo siguiendo los deseos más intensos de su carne; conforme a su naturaleza toda perfecta y ajena a la corrupción del resto de los hombres. En su Divinidad o, mejor dicho, en su condición de Dios, ¿era libre para escoger entre cosas opuestas? Sí, realmente lo era, pero cabe señalar que esta libertad de escoger entre cosas opuestas no puede equipararse con la capacidad que tienen los hombres de escoger entre cosas moralmente opuestas. Dios puede, en efecto, escoger entre cosas enfrentadas a oposición (p. ej. crear o no crear; perdonar o no perdonar), pero siempre sus elecciones serán el resultado práctico de su naturaleza; el resultante lógico de la participación de cada uno de sus atributos y como una expresión de sus propósitos, de manera que no puede existir conflicto en el Ser de Dios respecto a cada una de sus elecciones —la armonía y coherencia de las mismas son absolutas. Dios es total y perfectamente Santo. Dijimos que «la santidad es la virtud positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado», de modo que el hecho de que no pueda pecar no milita en modo alguno contra su absoluta libertad de elección, sino que simplemente es la consecuencia lógica del conjunto y suma de todas sus perfecciones morales. Ambas realidades, la humanidad, por una parte; y la Deidad, por la otra, se encuentran en la sola Persona de Jesús de Nazaret, el Cristo impecable. De manera que si preguntamos, finalmente, si era entonces realmente posible que Jesús pudiera pecar, debemos concluir que no lo era, porque en Él se hallaba no sólo una humanidad libre y sin corrupción, sino que también el atributo de Santidad inmutable, motivo por el cual no sólo no se interesó en pecar, sino que tampoco era realmente posible que lo hiciera.

Continuar aquí con la segunda parte:
http://muraldeteologia.blogspot.com/2020/07/la-impecabilidad-de-cristoparte-2.html?m=1


NOTAS:


[1] Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de Cristología (Salamanca: Sígueme, 1974), 442.
[2] Ibíd., 441.
[3] Ibíd., 451.
[4] Donald Macleod, The Person on Christ (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1998), 229-230.
[5] W. E. Best, Estudios en la Persona y la Obra de Jesucristo, (Houston, Texas: WEBBMT, 1994), 3 y 4.
[6] Wayne Grudem, Teología Sistemática (Miami, Florida: Vida, 2007), 563-564.
[7] https://www.samstorms.org/all-articles/post/could-jesus-have-sinned. No obstante, Storms está abierto a la idea de la pecabilidad de Jesús; esto es, como un Cristo posse peccare posse non peccare [capaz de pecar y capaz de no pecar], similar a la condición de Adán antes de la caída.
[8] https://www.ligonier.org/learn/articles/perfectly-human. Véase también en:
https//www.coalicionporelevangelio.org/articulo/perfectamente-humano/
[9] Millard Erickson, Teología Sistemática (Barcelona: CLIE, 2008), 733.
[10] Véase en Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de Cristología, especialmente en las pp. 244-250 (y siguientes) una explicación más o menos convincente acerca de la idea de Jesús concebido como el hombre prototípico y como la plenitud suprema de lo humano en general.
[11] W. E. Best, Cristo No pudo ser Tentado, (Houston, Texas: WEBBMT, 1992), 23-24. Contra este argumento que apela a la concepción milagrosa de Jesús para comprender la carencia de pecado en Él, véase W. Pannenberg, Fundamentos de Cristología, 449.
[12] José M. Martínez y Ernesto Trenchard, El libro de Génesis (Madird: C.E.F.B., 2014), 91.

martes, 4 de septiembre de 2018

ΘΕΟΤΟΚΟΣ (THEOTÓKOS)



Por Mauricio A. Jiménez


PRIMERA PARTE: TEOLOGÍA CRISTOLÓGICA. DEFINICIONES

Voy a comenzar esta entrada con la pregunta: ¿Es correcta la expresión: «María, madre de Dios»? La respuesta: ¡Afirmativamente! Sí, es correctísimo, pero esto precisa ser explicado con mucho cuidado para evitar malos entendidos. ¿Es legítimo su uso en el ámbito de las discusiones sobre cristología? Absolutamente, pues, y como veremos a continuación, el concepto pertenece a esa área de estudio; es un concepto entera y exclusivamente cristológico.
María es la madre de Dios (o Theotókos, como se suele decir teológicamente, lit.: «La que dio a luz a Dios»)[1], pero no por supuesto en el sentido de que sea antes que Dios o coeterna con el Padre, o superior al Hijo en cuanto a dignidad (y ni aun igual a Él); ni tampoco en el sentido de que haya sido la madre de la naturaleza divina del Hijo encarnado; sino en cuanto a que lo que de ella nació fue en verdad el Verbo Eterno de Dios hecho carne, y por tanto «madre de Dios» hecho hombre. No nació de María solamente un hombre—esto es, un hombre que luego asumió una naturaleza divina—sino que el mismo Verbo Eterno (o Palabra Eterna, el Lógos Eterno), que incorporó a su eterna naturaleza divina—y desde la concepción—una naturaleza verdaderamente humana, por unión de hypóstasis; sin dejar de ser, al mismo respecto y al mismo tiempo, verdadero Dios (contra el kenosticismo). Y así permanecieron unidas ambas naturalezas, la humana y la divina, en una sola Persona (o hypóstasis): Jesús de Nazaret; inconfundibles e incambiables (contra el eutiquianismo), indivisibles e inseparables (contra el nestorianismo).
Nótese que el apóstol Juan no dice que «la carne se hizo Verbo», como si hubiese sido primero la humanidad y más tarde la filiación divina (como propone el adopcionismo)[2]. Tampoco dice, como bien observa Raymond Brown, «que la Palabra entrara en la carne o morase en la carne» (El Evangelio de Juan I - XII, 1999, p. 231), sino que: «el Verbo se hizo carne»[3] (Juan 1:14, cf. con la afirmación cristológica de Pablo en 1 Timoteo 3:16: «Él [Dios] fue manifestado en carne»), lo cual sólo puede significar una única cosa para efectos de nuestro presente tema: Que si Jesús es el Verbo de Dios que se hizo carne, el Hijo del Dios Eterno que es Dios eterno (de la misma sustancia del Padre en cuanto a la Deidad), se sigue entonces que María fue la «madre de Dios» (o «la que dio a luz a Dios») en cuanto a su encarnación; no puede ser de otro modo, porque lo que ella dio a luz fue en verdad el Verbo de Dios hecho carne (la Persona del Hijo de Dios encarnada), y no nada más un hombre que más tarde se identificó místicamente con la Deidad.
Esta ha sido una doctrina aceptada transversalmente por la Iglesia como verdadera señal de ortodoxia y dogma de fedesde antes de la Reforma Protestantepor oriente y occidente (salvo unas pocas excepciones, como es el caso de la casi desaparecida iglesia persa). Así pues, acerca de la encarnación del Hijo, el Concilio de Éfeso del año 431, en su primera sesión adoptó y aprobó de Cirilo de Alejandría la siguiente declaración:

«...Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar MADRE DE DIOS [Gr. Theotókos] a la santa virgen.»
—Enrique Denzinger, El Magisterio de la Iglesia (Barcelona: Helder, 1955), 46.

Más tarde, en la “Fórmula de unión” del año 433, en que se restableció la paz entre Cirilo de Alejandría y los padres antioquenos, se estableció de mutuo acuerdo que:

«Confesamos, consiguientemente, a nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito, Dios perfecto y hombre perfecto, de alma racional y cuerpo, antes de los siglos engendrado del Padre según la divinidad, y el mismo en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nacido de María Virgen según la humanidad, el mismo consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad y consustancial con nosotros según la humanidad. Porque se hizo la unión de dos naturalezas, por lo cual confesamos a un solo Señor y a un solo Cristo. Según la inteligencia de esta inconfundible unión, confesamos a la santa virgen por MADRE DE DIOS [Gr. Theotókos], por haberse encarnado y hecho hombre el Verbo de Dios y por haber unido consigo, desde la misma concepción, el templo que de ella tomó...»
—Denzinger, p. 54.

Esta reafirmación del Theotókos, aparece nuevamente en el Credo de Calcedonia del año 451:

«Siguiendo, pues, a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo [...] engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María virgen, MADRE DE DIOS [Gr. Theotókos], en cuanto a la humanidad...»
—Denzinger, p. 57.

(Si bien en algunas traducciones protestantes del Credo se ha omitido la palabra Theotókos, esto sólo ha sido al parecer para evitar confusión y otras doctrinas erradas que puedan surgir de esa verdad; sin embargo, está bastante bien atestiguada la aparición de esa palabra en las copias antiguas del Credo).

Debe quedar muy en claro que todo esto que se ha dicho hasta aquí, no consiste por supuesto en una defensa a la veneración de María como «madre de Dios», o en un intento por exaltar su imagen; ni tampoco de una reivindicación de ciertas doctrinas marianas que—creemos—no tienen respaldo bíblico, ni son representativas de las iglesias protestantes (doctrinas como la «Inmaculada Concepción» o la «Asunción de la Virgen», entre otras varias más). Debe entenderse que lo que estamos tratando aquío lo que está en juego en verdades un asunto cristológico, y nada más que cristológico. El asunto mismo de la controversia teológica del siglo V, y que llevó a la condena de Nestorio en el Concilio de Éfeso, no era, como dice Justo González en su Historia del Cristianismo, un asunto de carácter mariológico, sino cristológico. «Lo que estaba en juego no era quién era la Virgen María, o qué honores se le debían, sino quién era el que había nacido de María, y cómo debía hablarse de él» (González, 2008:358). María es la «madre de Dios», porque Jesús—quien de ella nació—es Dios aun desde antes de la concepción misma. En definitiva, Theotókos NO es una doctrina sobre María, sino más bien una doctrina acerca de Jesús.
Y aunque es cierto que los reformadores del siglo XVI fueron más reticentes o cautelosos en el uso de este término (con excepción de Lutero), nunca negaron el contenido mismo del concepto implicado allí, ni invalidaron los Concilios de Éfeso y Calcedonia. De manera entonces que, ante la repetida objeción de algunos cristianos modernos de que esta doctrina es una doctrina católica y no evangélica, baste sólo decir que sí, es católica, pero no exclusivamente romana.


SEGUNDA PARTE: UNA OBJECIÓN AL USO DE ESTA TERMINOLOGÍA

En un artículo escrito con posterioridad a la publicación de la primera parte de nuestra presente entrada, y que lleva por título «¿Es correcta la expresión “María, ¿madre de Dios” para adoptarla como parte de la jerga teológica protestante?» (véase el artículo completo aquí), su autor—J.A. Torres—responde con un rotundo «no», y a continuación presenta una serie de argumentos que él considera que son determinantes para fundamentar esa respuesta. En esta segunda parte nos enfocaremos en responder a esos argumentos, pues en cierto sentido representan también la razón por la que tantos protestantes se han visto inseguros en el uso de esta terminología—y aun todavía hay los que niegan su veracidad, lamentablemente.
            Una de las primeras cosas que dice J.A. Torres con respecto al uso actual de la expresión «María, madre de Dios», es que:

«...creemos su uso actual, claramente ha demostrado ser motivo de confusión, aun procurando sus adherentes más entusiastas evitar los malos entendidos que genera por sí mismo su sentido llano. Además, no debemos ignorar el efecto no esperado que trajo consigo esta definición...»

Lo primero que hay que observar aquí, es el error de atribuir el mal entendido del término al sentido llano del mismo. En el mismo párrafo de la cita anterior, se responde a mi pregunta de si acaso es correcta la expresión «María, madre de Dios», explicando que la respuesta a la misma es doble: ilocutivamente, sí; pero locutivamente, no, que no es adecuado. (Ahora bien, no sé si con “adecuado” se quiere decir “correcto” o sólo “conveniente”, pero como la pregunta mía utiliza “correcto”, asumo que se usa “adecuado” en el mismo sentido). El problema con esa respuesta, es que se genera un falso dilema entre lo que sería un enunciado ilocutivo y un enunciado locutivo. Se acepta, por una parte, que ilocutivamente es correcta la expresión, pero se niega que lo sea locutivamente; sin embargo, no convence su explicación de porqué locutivamente no sea correcta, porque el argumento que utiliza es un argumentum ad consecuentiam (y es lo segundo que hay que observar aquí), y no un argumento a partir del significado mismo de la expresión. Desde mi punto de vista, locutivamente el enunciado es tan correcto como su intención original, porque es un enunciado que depende enteramente de un contexto para su entendido, y de ahí se sigue que la intención del mismo, su finalidad―o “ilocutivamente” para usar sus mismas palabras―, explica al enunciado mismo. En otras palabras, no es correcto separar el enunciado entre actos locutivos e ilocutivos, y atribuir los errores de aplicación del término (del término Theotókos) a su sentido llano (o locutivo), ese es un error de perspectiva, porque en última instancia el sentido llano del término―o de la expresión al español―está perfectamente integrado en su propósito, son inseparables. Esto me lleva a lo segundo.
Es un principio del razonamiento lógico en el arte de la argumentación que no se puede juzgar una proposición de esta naturaleza como correcta o incorrecta (como válida o inválida), argumentando sobre la base de las consecuencias que dicha proposición ha generado en el tiempo (sean buenas o malas). Dice más abajo en el artículo: «¿Fue la idea de Éfeso promover la adoración a María? No era la intención, sin duda, pero devino en ello...» [énfasis mío], y absolutamente ningún historiador o teólogo protestante va a negar ese hecho; sin embargo, como ya he dicho, no es correcto invalidar (o validar) una proposición inicial como esta («María, la que dio a luz a Dios» o «María, madre de Dios») sólo por las consecuencias negativas que de ella pudieron devenir. En otras palabras, ese tipo de argumentos constituyen una falacia, lo que se llama un «argumentum ad consecuentiam», y una buena porción del artículo está orientado a explicar las consecuencias negativas o indeseables que tuvo esta doctrina desde ese primer momento hasta nuestros días, lo cual, por lo mismo que acabo de decir, no sirve como argumento para invalidar su veracidad, y ni aun su uso. En todo caso, parece claro que la intención de este artículo no ha sido invalidar el término, sino sólo explicar el porqué su autor no cree que sea correcto que el término se use como parte de la jerga teológica protestante; sin embargo, aduce a otras consideraciones que tampoco son determinantes para favorecer su caso. De esto hablaré más adelante.

«Cabe señalar que, posteriormente al concilio de Éfeso (431 d.C.) donde se esgrimió el término, y ya en tiempos de la Reforma con excepción del luteranismo, ninguna confesión protestante, utilizó o preservó el concepto; nada se dice de ello en la confesión de Augsburgo (1530), la confesión Escocesa (1560), la confesión Helvética (1566), la confesión de Heidelberg (1576), los 39 artículos de la iglesia Anglicana (1571), Westminster (1646), los cánones de Dort (1619), como tampoco en la Confesión Bautista de 1869.»

Esto—lo anterior—es medianamente cierto. Es decir, aunque es verdad que en ninguna de las confesiones protestantes históricas (con excepción de la Fórmula de Concordia) se utilizó Theotokos (o su significado respectivo: «madre de Dios» o «la que dio a luz a Dios») en los artículos sobre cristología, esto no nos debe parecer tan extraño o ser una razón para suponer que el significado y contenido de la frase haya sido desechado por los reformadores. Por el contrario, como dice Justo González en su Historia del Cristianismo:

«[...] debemos señalar que la mayoría de los reformadores protestantes del siglo XVI, al tiempo que se lamentaba del excesivo culto a María en la iglesia que trataban de reformar, aceptaba como válido este Tercer Concilio Ecuménico, y por tanto estaba dispuesta a llamar a María “madre de Dios”. Esto lo hacían aquellos reformadores porque se percataban de que lo que se discutía en el siglo quinto no era el lugar de la devoción a María en la vida cristiana, sino la relación entre la humanidad y la divinidad de Jesucristo.» (González 2009:295)

Charles Hodge, a quien se cita también en el artículo, dice que:

«En la época de la Reforma, los Reformadores se adhirieron estrictamente a la doctrina de la Iglesia Primitiva. Esto es evidente en las diferentes Confesiones adoptadas por los varios cuerpos Reformados, especialmente en la Segunda Confesión Helvética, que revisa y rechaza todas las antiguas herejías acerca de esta cuestión, y adopta el lenguaje de los antiguos credos. [...] Así se hace patente que los Reformadores rechazaron de manera concreta todos los errores de Arrio, de los Ebionitas, de los Gnósticos, del Apolinarismo, Nestorianismo, Eutiquianismo, y el Monotelitismo [...]. Los Reformadores enseñaron lo que enseñaron los seis primeros concilios generales, y lo que recibió la Iglesia universal: ni más, ni menos.» (Hodge 2010:570) [Énfasis mío]

Entonces, cuando en el artículo se dice: «...y aunque la iglesia cristiana temprana no negó lo que el concilio de Éfeso quiso defender (la deidad de Cristo), hoy la iglesia protestante no se adhiere oficialmente a este dogma...»; lo de «no se adhiere OFICIALMENTE» [énfasis mío], sin duda, no puede entenderse como «niega el dogma», sino solamente como que “no se pronuncia de manera explícita” respecto del dogma. Y como dije más atrás, aunque es cierto que los reformadores del siglo XVI fueron más reticentes o cautelosos en el uso de este término (con excepción de Lutero), nunca negaron el contenido mismo del concepto implicado allí, ni invalidaron los Concilios de Éfeso y Calcedonia. De manera entonces que ante la repetida objeción de algunos cristianos modernos, de que esta doctrina es una doctrina católica y no evangélica, baste sólo decir que sí, es católica, pero no exclusivamente romana.

Luego de una larga introducción al tema, J.A. Torres introduce tres argumentos de por qué el concepto de «María madre de Dios» no es adecuado como dogma protestante. Cito del artículo y respondo:

«1. Primero: porque el énfasis del concilio no fue María, sino Cristo»

Eso es imposible de negar. En nuestra primera parte lo afirmo cuando digo: El asunto mismo de la controversia teológica del siglo V, y que llevó a la condena de Nestorio en el Concilio de Éfeso, no era un asunto de carácter mariológico, sino cristológico. [...] En definitiva, Theotókos NO es una doctrina sobre María, sino más bien una doctrina acerca de Jesús.
Ahora bien, en el artículo se hace la siguiente pregunta:

«¿Por qué entonces “¿María, madre de Dios” se usó como paradigma apologético para defender la divinidad de Cristo si no evoca justamente una locución cristológica rigurosa?»

Es una pregunta con algunos desaciertos, porque, primero, Theotókos no se usó como paradigma apologético; segundo, tampoco se usó para defender la divinidad de Cristo, por el contrario, fue la divinidad de Cristo desde la concepción lo que se usó para defender el concepto de Theotókos. El alegato nestoriano en contra del uso de ese término tenía que ver con las implicaciones cristológicas a las que el término hacía referencia, así que lo importante no era si María era la madre de Dios, sino si acaso era Dios quien había nacido de ella y no simplemente un hombre vulgar o corriente al que sólo después descendió el Verbo. Para Nestorio, el problema con ese término no era María, sino la confusión de lo divino y lo humano en la Persona de Jesucristo, de ahí que él sólo admitió y defendió en su momento como correcta la palabra Christótokos—esto es, «madre de Cristo».
De todo esto, no se sigue que el término no sea adecuado como dogma protestante, pero sí se sigue que es un término que sólo debemos abordar dentro del contexto de las discusiones cristológicas acerca de las naturalezas divina y humana en la unidad de la Persona de Jesús. Esto no hace que el término sea necesariamente anacrónico (como también dice el artículo en este punto), aunque no cabe duda de que el término fue más necesario en ese entonces que ahora (PERO NO SER NECESARIO Y NO SER ADECUADO SON DOS COSAS DIFERENTES).


«2. Segundo: porque el uso de María, “la madre de Dios” fue un término anacrónico auxiliar»

Eso ya está respondido más arriba.


«3. Tercero: porque “María, la madre de Dios” no es un término escritural»

Que una palabra o expresión no aparezca en la Biblia, no significa necesariamente que no sea “bíblica”, ni menos aún que sea “antibíblica”. Puede que algo “no sea bíblico” en el sentido de que no tiene respaldo o apoyo bíblico, o incluso en el sentido de que es contrario al testimonio bíblico; pero si se dice que algo “no es bíblico” únicamente para significar que aquello que se afirma no aparece en la Biblia de manera textual, entonces no es “bíblico” únicamente en ese sentido literal, pero eso no implica que no pueda ser “bíblico” en otro sentido—en un sentido teológico, por ejemplo. A este último respecto, hay muchas palabras y expresiones que no son “bíblicas”—¡como la propia palabra “Biblia”! o como la palabra “Teología”. Lo cierto, es que en teología se ocupan muchas palabras y expresiones para definir ciertos conceptos bíblicos o teológicos; son palabras o expresiones que, se sabe, no aparecen textualmente en la Biblia y, sin embargo, son palabras o expresiones construidas para dar significado a ciertas doctrinas cuyo contenido es perfectamente bíblico. Búsquese, por ejemplo, «pacto de gracia» en una concordancia bíblica y espérese el resultado. La cantidad de veces que aparece esa expresión en la Biblia es igual a cero. Sin embargo, ningún cristiano consciente del significado de estas palabras podría decir que la expresión no es “bíblica” por el sólo hecho de que no aparece en la Biblia con esas palabras, porque en última instancia lo importante no es si la expresión aparece literalmente en la Biblia, sino si acaso su contenido y significado tiene en verdad algo que ver con la Biblia, y si es respaldado por ella. Lo mismo pudiéramos decir de las frases «unión hipostática» y «Santísima Trinidad», o de otras expresiones como: «pecado original» o «Sola Escritura». NO aparecen en la Biblia; sin embargo, son expresiones perfecta y consistentemente “bíblicas” en cuanto al significado que envuelven. De manera entonces que, aunque es completamente reconocido por todos que la palabra Theotókos (lit. «la que dio a luz a Dios») no aparece en la Biblia, la cuestión a discutir no es esa, sino si acaso la palabra es o no “bíblica” en el sentido de lo que significa desde un punto de vista cristológico. De nuevo: la discusión no consiste en si acaso la palabra aparece o no en la Biblia (y discutirlo sería una verdadera e innecesaria pérdida de tiempo), sino si acaso es consistentemente bíblica en lo que respecta a su significado. ¿Es, la palabra Theotókos, una palabra “bíblica” en el sentido ya explicado más arriba? Sí, absolutamente, aunque la misma no sea “bíblica” en el sentido literal (no aparece Theotókos en la Biblia, así como tampoco aparece la frase sugerida por Lacueva «Madre de aquel que es Dios» y que J.A. Torres parece preferir). Ahora bien, en lo que respecta a esta cuestión de si el término es o no “bíblico”, en su artículo no se muestra contrario a la afirmación de que Theotókos es una palabra “bíblica” en el sentido teológico (y por lo tanto llano en esos mismos términos), pero sí contrario a decir que es una palabra “bíblica” en el sentido literal; pero eso es algo en lo que hasta ahora, en los casi 1600 años que han transcurrido desde los Concilios de Éfeso y Calcedonia, ningún teólogo se ha manifestado contrario. Todos estamos de acuerdo que no es una palabra que aparece en la Biblia, pero como ya hemos dicho, esa no es la cuestión fundamental del debate.

Para finalizar, estoy de acuerdo con el autor del artículo en lo que dice ya para el final del mismo, en que es mejor ser precavidos en el uso del término para evitar confusión en los hermanos y no hacerlos caer en errores y herejías marianas. Sin embargo, pienso que evitar su uso tampoco es la solución, menos en un contexto de diálogo teológico—entre estudiosos, o en las discusiones en el seminario. Además, creo que es conveniente que, antes de evitar el término, sea aclararlo para que su significado esencial sea entendido correctamente.




Notas:



[1] Theotókos, literalmente «la que alumbró a Dios».
[2] Para una contundente respuesta al adopcionismo, véase la excelente obra de Michael F. Bird: “Jesús el Eterno Hijo de Dios: Una respuesta a la cristología adopcionista” (Salem. Oregon: Publicaciones Kerigma, 2018).
[3] Prefiérase aquí “se hizo carne” antes que “fue hecho carne”, pues el verbo gínomai (“llegar a ser”), aquí en aoristo de indicativo de la tercera persona singular (egéneto) no corresponde a un verbo en la voz pasiva, sino que a un verbo en voz media.