Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

sábado, 11 de agosto de 2018

“SANTIDAD PARA EL SEÑOR”


"Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor."
(Hebreos 12:14, RV60)



"La paz con todos, y la santidad" son dos aspectos igualmente importantes en el andar cristiano; son una fiel expresión del propio carácter y andar de Jesucristo, y por consiguiente también una característica esencial del andar de todo verdadero creyente que ha nacido de nuevo; un principio rector de vida, que resulta de la implantación del principio de la nueva vida espiritual en Cristo. No puede ser de otro modo. Pero nótese también que la exhortación no es a seguir “la paz con todos o la santidad”, como si se nos diera la posibilidad de escoger entre una de las dos cuál hemos de seguir, sino más bien ambas cosas juntas—“la paz con todos, Y la santidad”. Sin embargo, más allá de esta relevancia mutua en la práctica de la identificación del creyente con el Cristo a quien sirve, quiero llamar su atención a la segunda parte del versículo, y desarrollar el presente tema a partir de allí:

"Y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor"

No está demás señalar que esta es una exhortación que no depende de algún contexto en particular ajeno al nuestro, para ver si acaso aplica a nuestra propia realidad; muy por el contrario, aún sigue vigente, y quien piense de otro modo está lejos de haber entendido a Jesús cuando dijo:

“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8, RV60).

Cabe indicar que la base sobre la cual se sostiene este último concepto, es la misma sobre la cual descansa lo dicho por el salmista, cuando reproduce el diálogo entre los peregrinos que deseaban subir al monte de Dios en Jerusalén y entrar al lugar del Templo (o Tabernáculo de reunión) a adorar, y la persona encargada de la entrada[1]: “¿Quién subirá al Monte de YHVH [Yahvé]? ¿Y quién podrá estar en pie en su lugar santo?”, y enseguida se articula la respuesta necesaria a esas dos preguntas (que juntas conforman una sola gran pregunta): “El limpio de manos y puro de corazón; El que no ha elevado su alma a cosas vanas, Ni ha jurado con engaño” (Salmo 24:3-4, BTX3)[2]. De otro modo: Sólo el que es santo puede subir a adorar a Dios delante de la presencia santa de Dios mismo; pues que no puede, Aquel que es adorado por sus súbditos celestiales en la elevada corte del cielo en las palabras expresadas por el conocido superlativo “Santo, Santo, Santo” (véase Isaías 6:3), exigir menos que lo que le caracteriza.

SANTO, SANTO, SANTO...
     Quiero detenerme aquí por un momento, en la adoración descrita en Isaías 6:3, antes de continuar.
     Cuando pensamos en la Santidad de Dios, en la suprema y perfecta Santidad de Dios, muy a menudo se viene a nuestras mentes este conocido pasaje de la visión beatífica de Isaías en 6:3, en donde los Serafines de Dios, cubriendo con dos de sus alas sus rostros daban voces diciendo: "¡Santo, Santo, Santo, Yahvé de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!". Es un pasaje bíblico muy apropiado, si lo que se busca es desarrollar una exposición de la doctrina de la Santidad de Dios. Como versículo introductorio a esa temática creo que no hay otro más pertinente que este, lleno de detalles altamente significativos. Nótese, por ejemplo, cómo es que los Serafines son descritos como cubriendo con sus alas sus rostros y sus pies (v. 2). La Santidad de Dios alcanza tal grado sumo, que incluso estos seres puros y santos exhiben un nivel de reverencia y asombro, propio de quienes están ante la mismísima presencia de la Gloria de Dios, y son plenamente conscientes de lo que ello significa.
     Pero hay algo que observar acerca de esta alabanza del versículo 3, y que es en donde me quiero detener:
     Es muy conocida la lectura que de inmediato algunos expositores infieren de esa exclamación celestial, diciendo: "¡Dios es tres veces Santo!". ¿Lo ha escuchado, verdad? El problema con esa afirmación, es que ¡no es bíblica! ¡Dios no es "tres veces Santo"!, no si con ello sólo se quiere expresar una cantidad numérica; ni tampoco es un Dios "¡muy Santo!" (como cuando se decía de aquel lugar del tabernáculo, llamado "santísimo"), aunque ciertamente Él es "muy Santo". El Dios en quien yo creo y a quien adoro, el Dios en quien seguramente usted cree y adora como cristiano; el Dios de Israel a quien Isaías ve y que sus ministros de luz exaltan en toda majestad, es ¡infinita y absolutamente Santo!
     Es tan inmensa y perfecta su santidad, que al no existir una palabra en el hebreo para expresar en toda su fuerza esta idea, se recurrió a una forma ya conocida a la hora de quererse enfatizar o elevar la categoría de una afirmación: la repetición. La conocida frase con la que Jesús solía comenzar algunas de sus enseñanzas"de cierto, de cierto os digo"es un buen ejemplo de este método usado también por los rabinos de la época de Cristo, pero véanse también en Jeremías 7:4y posiblemente también en Jeremías 22:29el uso de la triple repetición para enfatizar, destacar o dar intensidad a lo que se estaba allí diciendo.[3] Ahora bien, esta triple repetición de Isaías (y que no vuelve a ocurrir en ningún otro lugar en la Biblia, salvo en Apocalipsis 4:8, en donde leemos una cosa similar, y en donde al parecer es Jesús el aludido) significa un grado superlativo absoluto, queriendo decirse con ello que Dios en verdad es perfecta y totalmente Santo. No es una afirmación cuantitativa de Santidad, es una afirmación cualitativa, que expresa el perfecto y completo sentido de lo que se quiere enfatizar.
     Este es, pues, el Dios a quien adoramos; este el Santo a quien sin santidad nadie le verá; esta la razón por la que el profeta exclamó en el acto, diciendo: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios blasfemos, ¡y no obstante mis ojos han visto al Rey, al Señor Todopoderoso!» (Isaías 6:5, NVI 1999).
     El Dios de Israel, el Dios que hizo pacto con Abraham y nos prometió un Salvador, una simiente en la que serían bendecidas todas las familias de la Tierra, es un Dios ciertamente Santo; perfecta, infinita y absolutamente Santo.

     Esa es entonces la razón por la cual sólo los de corazón limpio podrán ver a Dios. ¡Qué dignidad más grande que esta! ¡Cuánta excelencia exigida a aquellos que han de ver a Dios! Recuérdese también lo que leímos hace unos momentos, en el Salmo 24, y cuáles son las cualidades morales necesarias para estar en el lugar santo y adorar a Dios (véase la nota 2, para una explicación de las mismas). Como dice el Dr. Pagán, la pregunta que reproduce el salmista es "teológicamente básica e impostergable: ¿Quién puede subir al monte y entrar al Templo? ¿Quién está capacitado para entablar un diálogo serio y una conversación sincera con Dios?"[4] Y dada la naturaleza de la respuesta ofrecida, la implicación obvia es que sólo el que es a la verdad santo en toda su manera de viviresto es, apartado de todo lo que desagrada a Diospuede adorar a Dios sin los obstáculos del pecado y la mundanalidad que caracteriza a los que aborrecen a Dios, de manera que su adoración y su súplica sean atendidas por Aquel que no presta sus oídos al impío (Juan 9:31 cf. Proverbios 15:29; Job 35:13; Salmo 145:18-19), ni mira con agrado a los soberbios (Salmo 138:6). Él recibirá la bendición de Yahvé, y la justicia del Dios de su salvación (Salmo 24:5). La pregunta que, llegados a este punto, debemos hacernos todos, es si acaso somos nosotros así de santos. La respuesta es categórica: ¡NO! No, al menos por nosotros mismos.
     A este respecto, nuestro gozo presente está en que Cristo, por su sangre, nos abrió paso para entrar en el Lugar Santísimo, por el camino nuevo y vivo que Él nos abrió a través del velo de su carne (Hebreos 10:19-20). En Cristo, y sólo por Cristo, podemos ahora acercarnos a Dios, como dice Hebreos 10:22: “con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura”. ¡Él es el Rey de la Gloria que puede, y tiene el derecho supremo de entrar a su lugar santo (cf. Salmo 24:7 y ss.)! Y nosotros podemos ahora entrar ante la presencia del Santo, porque Cristo nos ha hecho posible la entrada. Como dijo el apóstol Pablo, "ya hemos sido lavados, ya hemos sido santificados, ya hemos sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios" (1Corintios 6:11, RV60). Estamos en Cristo, y somos santos en Él.
     Pero, ¿qué queda para el cristiano que ha sido así colocado en Cristo? Seguir la santidad, sin la cual nadie verá al Señor—aquí en el tiempo presente; voz activa y modo imperativo (“estén siguiendo”)—, implica más que simplemente estar en una condición pasiva, es más bien una exhortación a perseguir la santidad (y la paz con todos), esto es, a llevar una vida de santidad práctica. En este mismo sentido, leemos que la santidad es la voluntad de Dios para nuestras vidas; es a lo que hemos sido llamados (1 Tesalonicenses 4:3, 7)[5], como también se dice en otro lugar, “con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 1:2, RV60). Es el propósito para el cual fuimos escogidos desde antes de la fundación del mundo, como dice Pablo: “para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él” (Efesios 1:4, RV60).
     La santidad del creyente, según se puede ver claramente en la cita anterior, es un propósito divino que descansa en la prerrogativa de Dios de apartar a un pueblo para sí, de manera que el bien obrar pasa a ser “una forma visible de manifestar la santidad del llamamiento celestial a que los cristianos son llamados, propia de quienes Dios eligió desde la eternidad.”[6]
     La santidad es la exhortación de Pedro a la Iglesia—“sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16, RV60)—, y es el mandato imperativo del Señor casi al final de Apocalipsis—“el que es santo siga santificándose” (22:11, NVI 1999). Simplemente no hay excusa para una vida sin santidad; nada en las Escrituras que nos permita disfrutar de nuestra libertad cristiana desde una definición antinomiana de la misma. Nuestra vocación divina debe, necesariamente, caracterizarse por un constante y perseverante deseo de santidad; si no, no hemos conocido a Dios.
     Desde luego, aquí no se está hablando de la santificación en su aspecto inmediato, i.e. de ese estado de la gracia que acompaña a la regeneración y a la justificación en el tiempo de la conversión (en este último sentido todos somos santos. Véase 1 Corintios 6:11; Hebreos 10:10, 14, 19-21; 1 Pedro 2:9), sino más bien a la santidad en cuanto a práctica de la vida cristiana; a la santidad definida en su vinculación al atributo divino de ser Santo, esto es, apartado de toda inmundicia y maldad. En otras palabras, de lo que se está hablando es de la santificación como un trayecto de vida y crecimiento progresivo en la gracia de Dios, que reproduce el carácter de Cristo y la santa piedad (devoción) característica de su peregrinar el tiempo de su ministerio en la tierra.
     "La santidad, sin la cual ninguno verá al Señor", dice F. F. Bruce, “no es, como las mismas palabras lo dejan en claro, una opción extra en la vida cristiana, sino algo que pertenece a su esencia. Es el puro de corazón, y ningún otro, el que verá a Dios (Mt. 5:8). [...] Aquellos que son llamados a compartir la santidad de Dios deben ser santos ellos mismos; este es el tema recurrente de la ley de santidad del Pentateuco, que tiene su eco otra vez en el Nuevo Testamento: "Seréis, pues, santos, porque yo soy santo" (Lv. 11:45, etc.: cf. 1 P. 1:15s.). Ver al Señor es la bendición más alta y más gloriosa que los mortales pueden disfrutar, pero la visión beatífica está reservada para aquellos que son santos en su corazón y en su vida.”[7]
     No hay otra opción aparte de ser santos en toda nuestra manera de vivir; ninguna otra alternativa de vida a la que el cristiano se pueda apuntar. Este llamado imperativo no radica en el simple hecho de haber sido escogidos por Dios, sino en el hecho de que quien nos escogió es Santo, de manera que los suyos han de avanzar en el peregrinaje de la vida como teniendo esta señal sobre sus cabezas: "SANTIDAD PARA YHVH" (o PARA EL SEÑOR), no por supuesto en la forma de una lámina de oro dispuesta sobre la frente (como fue instruido para el ministerio de Aarón, cf. Éxodo 28:36. Ver imagen más abajo), sino en el hábito firme y constante de pensar y reflexionar, teniendo a Dios en cuenta todo el tiempo de este peregrinar en la fe.

     Este es, pues, nuestro desafío diario; esta la demanda divina a los que han sido apartados para ser “luz del mundo” y “sal de la tierra”. Pero Dios, quien nos exhorta en la plenitud de su autoridad a esta manera de vida, no nos ha abandonado; ni puesto sobre nuestros lomos una carga que no podemos llevar, pues nos ha dotado de la gracia para ello, y derramado de su Espíritu en nosotros, de manera que podamos obedecerle con gozo y gratitud; siempre confiados y convencidos de que, como dijo el apóstol Pablo, el que comenzó en nosotros la buena obra, la seguirá perfeccionando hasta el día de Jesucristo (Filipenses 1:6).

   Que Dios nos ayude...


Mauricio A. Jiménez



NOTAS:


[1] Samuel Pagán, De Lo Profundo, Señor, a Ti Clamo: Introducción y comentario al libro de los Salmos (Miami, Fl: Editorial Patmos, 2007), p. 213.
[2] "La expresión «limpio de manos», que aparece únicamente aquí en el Antiguo Testamento, identifica a la persona de conducta intachable y carácter íntegro; alude a quienes actúan en la vida fundamentados en la justicia y no desobedecen los mandamientos de Dios (Dt 26.13); y representa a las personas obedientes y fieles a la voluntad del Señor. La frase «puro de corazón» indica que la persona íntegra no solo actúa bien, sino que su vida está fundamentada en los principios correctos, que en lo más íntimo de su ser se anidan los valores que guían sus decisiones.
   «No elevar su alma a cosas vanas» es, posiblemente, una frase hebrea idiomática que indica la actitud correcta en la adoración, es una manera de rechazo firme a la idolatría. Tanto en los salmos como en la literatura profética a los ídolos paganos se les llama «vanos» o «vacíos» (Sal 31.6; Je 18.15; Jon 2.8). Y «jurar con engaño» puede identificar tanto a la persona que hace falsas declaraciones en contraposición a los mandamientos de la Ley (Ex 20.16), como a los que basan sus juramentos en ídolos o dioses paganos." —Samuel Pagán, Ibíd.
[3] "No confiéis en palabras engañosas diciendo: "¡Templo de Yahvé, Templo de Yahvé, Templo de Yahvé es éste!" (Jeremías 7:4, BJ); "¡Tierra, tierra, tierra!, oye la palabra de Yahvé" (Jeremías 22:29, BJ), cf. Jeremías 23:30-32.
[4] Samuel Pagán, De Lo Profundo, Señor, a Ti Clamo, Ibíd.
[5] "pues la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación; [...] Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación." (vv. 3, 7, RV60).
[6] Samuel Pérez millos, Comentario Exegético al Texto Griego del Nuevo Testamento. Efesios (Barcelona: CLIE, 2010), pp. 156-157.
[7] F. F. Bruce, La Epístola a los Hebreos (Grand Rapids, Michigan: Libros Desafío, 2013), pp. 367-368.

martes, 6 de febrero de 2018

LA JUSTIFICACIÓN Y LA SEGURIDAD DE LA SALVACIÓN. UNA PERSPECTIVA SEGÚN SAN PABLO

Mauricio A. Jiménez



[Lo que sigue a continuación fue tomado y adaptado para la presente publicación, de la última sección del capítulo final del libro La Justicia de Dios revelada, por el mismo autor.]


INTRODUCCIÓN
     Todavía se debate en el mundo evangélico de hoy si acaso es o no nuestra salvación un don seguro, inamovible e inarrebatable. Todavía hay los que piensan (y esto desde el recién converso hasta destacados teólogos, en el seno de iglesias evangélicas de todo el mundo) que un creyente no tiene la salvación asegurada, sino sólo como una posesión presente que podría, ante la eventualidad del pecado sin arrepentimientoo apostasía deliberada, perderse o serle quitada. No vamos a entrar en el detalle de esta lamentable, extensa y agotadora discusión; no obstante, unas palabras me quedan por decir acerca de este asunto de la seguridad del creyente en relación con la justificación—y los tiempos de la justificación—, que es, en última instancia, lo que nos ocupa aquí.

UN ANÁLISIS EXEGÉTICO PERTINENTE
     Ya hemos caminado sobre lo que Pablo dice en Romanos 5:9-10[1], pero aún queda algo por observar, y que atañe fuertemente a esta presente y última sección. Leemos nuevamente:

“Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. (vv. 9-10)

     Como ya se explicó antes, la justificación y la reconciliación representan para Pablo dos estados o aspectos simultáneos que resultan de la acción de Dios en el acontecimiento de Cristo. Aunque ambas cosas concurren como resultado de este acto único de la cruz, Pablo contempla la reconciliación desde la justificación (cf. 2Co 5:18-21); por consiguiente, la reconciliación es así de posible gracias a la acción justificadora con que Dios nos ha justificado (cf. 5:1, “justificados” → “paz para con Dios”)[2]. Para Pablo, la posesión—y posición—presente de estos estados de la gracia es lo que garantiza la salvación escatológica en el día de la ira del juicio final. Hay, pues, aquí en los vv. 9 y 10 una verdadera relación inquebrantable entre la condición presente de los creyentes delante de Dios y la condición postrera. Y Pablo va a expresar esta relación por medio de un razonamiento del tipo a maiori ad minus (“de mayor a menor”)[3], que sería algo así como esto: Si Dios ha hecho ya lo más—que su Hijo muriera por nuestros pecados (v. 8), justificándonos así por su sangre (v. 9) y reconciliándonos con Él por su muerte (v. 10)— cuánto más entonces, estando ya justificados—habiendo sido pecadores—y reconciliados —habiendo sido enemigos—, podemos tener la certeza de que Él hará lo menos y nos concederá la salvación final. Si Dios ya ha hecho la parte “más difícil”, con cuánta más razón podemos estar ciertos de que hará lo “más fácil”: salvarnos del día de la ira, sobre la base de lo que ya ha hecho por nosotros en Cristo. Como también dirá Pablo más adelante: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Ro 8:32).
     Este argumento también se conoce como a fortiori[4], y quiere decir que si una cosa es verdadera, cuánto más verdadera será entonces la otra; “si algo ha acontecido, con cuánta más razón ha de acontecer algo más” [John Stott]. Como dice Murray, “En el versículo 9, la premisa establecida es que ahora somos “justificados por su sangre [de Jesús]”, y la inferencia de ello es que, con mayor certeza, seremos salvos de la ira por medio de Él. La premisa del versículo 10 es que fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de Cristo cuando aún éramos enemigos; y la inferencia es que, con mayor certeza, seremos salvos por la vida de Cristo. Estos dos versículos son análogos en cuanto a su construcción y enuncian una misma verdad.”[5] Dice también John Stott: “es esencial en la argumentación de Pablo que se destaque el costo de estas cosas. Fue ´por su sangre` (9a), derramada mediante el sacrificio de la muerte en la cruz, que nosotros hemos sido justificados, y fue cuando éramos enemigos de Dios (10a) que fuimos reconciliados con él. Aquí tenemos, por lo tanto, la lógica. Si Dios ya ha cumplido lo difícil, ¿podemos confiar en que hará lo comparativamente simple que consiste en completar la tarea? ¡Si Dios completó nuestra justificación al costo de la sangre de Cristo, ´con cuánta mayor razón` ha de salvar de su ira final a su pueblo justificado (9)! Además, si nos reconcilió consigo cuando éramos enemigos, ¡con cuánta mayor razón ha de completar nuestra salvación ahora que somos sus amigos reconciliados (10)! Estas son las bases sobre las que nos atrevemos a afirmar que ´seremos salvos`.”[6]
     Puede el lector atento notar, en estas afirmaciones de Pablo, una fuerte carga de la prueba a la doctrina de la seguridad eterna del creyente. Hay, en estos dos pasajes de Romanos, esa seguridad respecto de lo que Dios ya ha hecho en el creyente; una seguridad que hace que lo porvenir sea también una cosa garantizada por la participación presente en esta gracia de Dios, en virtud de la cual no sólo somos revestidos de aquello que nos permite estar ahora en una correcta relación de pacto con Él, sino que también somos preservados para el día de la consumación final de todas las cosas; cuando todo lo presente, todo lo que ahora es tan sólo una antedonación de la concesión final de la vida del siglo venidero, sea completado y perfeccionado en el día del Señor. ¡Podemos tener la certeza de nuestra salvación escatológica, porque ya hemos sido justificados y reconciliados! Y así como todas las otras cosas que ya vimos más atrás—todas las bendiciones escatológicas en las cuales el creyente ya tiene participación (regeneración, redención, santificación, el bautismo con el Espíritu Santo)—, testifican a favor de esta seguridad futura, así también la justificación en Cristo y nuestra reconciliación con el Padre son nuestra gran garantía de que no vendremos a condenación.
     Hay en los versículos 33 al 39 de Romanos 8, un conjunto de afirmaciones que nos hacen recordar lo que ya ha expresado Pablo en los versículos 9 y 10 del capítulo 5, acerca de la seguridad que tenemos en Dios, quien nos preserva y afirma, por su Hijo, para el día de la redención final. Como ya es costumbre en Pablo, abre esta cadena de afirmaciones mediante preguntas retóricas que él mismo se encargará de responder, pero son afirmaciones perfectamente entrelazadas—de causa y efecto—y que nos sirven como prueba adicional respecto de lo que significa, de cara al futuro, la acción de Dios en Cristo a nuestro favor. Pero antes de continuar, creo pertinente retroceder un poco, al principio de Romanos 8, para entender mejor cómo es que Pablo llega a este texto hímnico de los vv. 33 al 39.
     Recordemos que el cap. 8 inicia con la conocida máxima: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (v. 1). Esta es la afirmación con la que Pablo sale al paso de lo que dijo en el capítulo anterior (esp. los vv. 7-25, en donde el tema de fondo es la servidumbre de la carne al pecado), y constituye un fundamento firme para edificar lo que sigue de su exposición hasta los vv. 33-39. Los que están unidos a Cristo, reflexiona Pablo, pueden tener la plena seguridad de que no vendrán a condenación (cf. Jn 3:18; 5:24; Ro 5:18-19), pues que en Él “la ley del Espíritu de vida” le ha librado de “la ley del pecado y de la muerte” (v. 2). Ahora que tenemos el Espíritu Santo haciendo habitáculo en nosotros, continúa Pablo, ya no estamos bajo la servidumbre de la carne (los hábitos pecaminosos de nuestros miembros), sino bajo la influencia, control y perfecta guía del Espíritu (vv. 4-9); por quien además tenemos la plena seguridad de que seremos vivificados, así como Cristo fue levantado de los muertos por el Espíritu de Dios (vv. 10-11). Somos hijos de Dios por adopción, en función de este vínculo transformador con el Espíritu que mora en nuestros corazones, de manera que clamamos en oración: «¡Abba! ¡Padre!» (cf. Gál 4:6); teniendo siempre el testimonio Suyo de que somos hijos de Dios—Dios es nuestro Padre, seremos pues escuchados en nuestro gemir—(vv. 14-16). De esto se sigue la consecuencia lógica de que si somos hijos de Dios, también somos herederos suyos (cf. Gál 4:7); y no sólo eso, sino también coherederos con Cristo en razón de los padecimientos que resultan (en caso de que la situación así lo demande) de nuestra unión e identificación con Él, de manera que tengamos parte con Él en su gloria (v. 17).
     Lo que sigue (vv. 18-30) es una extensión, a modo de explicación, de lo que acaba de decir Pablo hacia el final del versículo 17. No es un tema nuevo, ni tampoco un paréntesis a lo que ya ha dicho, sino más bien una elaboración de lo que significa estar en Cristo Jesús y de la seguridad respecto de la gloria escatológica que ello comporta (la «gloria» parece ser el tema dominante en esta sección). ¿Qué quiere decirse con que no hay condenación alguna para los que están en Cristo Jesús? Aunque los padecimientos del presente parecen constituir una suerte de contradicción respecto de lo que se supone debiera ser todo lo contrario—esto, en vista de la actual condición del creyente como hijo de Dios, como teniendo nueva vida por el Espíritu que mora en él—, Pablo nos muestra en qué consiste en verdad nuestro gozo; y cómo es que todo lo presente, todas las aflicciones a que se enfrenta el creyente—no sólo por causa de Cristo, sino también los males generales de la vida en este mundo (enfermedad, pobreza, muerte)—, no “son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (v. 18); una condición futura respecto de la cual Pablo expresa plena seguridad (“tengo por cierto”, “considero”), no en la forma de un mero auto convencimiento que ayude a aliviar el sufrimiento, sino sobre la base inconmovible de las operaciones de Dios, llevadas a cabo por su Espíritu en la vida de los creyentes, y por nuestra incorporación a la familia de Dios (somos hijos de Dios y herederos suyos).
     Este futuro glorioso a que esperan los creyentes, tendrá también un fuerte impacto sobre el cosmos (lit. «la creación», Gr. ktísis) que aguarda su propia redención, anhelante al día de la manifestación de los hijos de Dios (v. 19). Pablo personifica a toda la creación (sub-humana) como gimiendo y sufriendo con dolores de parto (v. 22), esperando con ansias su propia liberación de la esclavitud de corrupción a la cual fue sujeta, no por su propia voluntad (cf. Gn 3:17-18), “sino por causa del que la sujetó en esperanza” (vv. 20-21). Pero este gemir es también compartido por nosotros los creyentes, como un gemir interno; por nosotros que aguardamos ansiosamente la adopción, la redención de nuestro cuerpo (v. 23). No es un gemido alimentado por la duda o la incertidumbre de la adopción y la redención final—Pablo no tiene duda alguna con respecto a esto—, sino un gemir que resulta de las aflicciones del tiempo presente, mientras aguardamos la esperanza de la glorificación en tanto estamos en este cuerpo que sufre en su carne la debilidad.
     Cabe mencionar nuevamente la presencia de esta tensión del «ya» y el «todavía no», de la que ya hemos hablado largamente más atrás. Pablo parece decir que este gemir dentro de nosotros mismos guarda relación con la espera anhelosa de “la adopción, la redención de nuestro cuerpo”, como si entonces aquello no hubiera sucedido en verdad—y no ha sucedido en verdad. Pero no se puede negar que, con respecto al primer término, somos hijos de Dios ahora (vv. 14-17); es ahora que el Espíritu da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios (v. 16). No obstante, hay ese sentido en el que la «adopción» también concierne al estado final de cada creyente, por lo tanto, aunque ya somos hijos de Dios en el presente, nuestra filiación no está completada aún; aunque la plenitud de la misma ya es una cosa garantizada y podemos tener la certeza de su consumación (v. 29, cf. 1Jn 3:2). Lo mismo debe decirse con respecto a nuestra «redención». Aunque ya hemos sido redimidos por la sangre del Señor—de nuestros pecados, de la ley, de Satanás y de la muerte—, aquí la redención y la adopción parecen ir entrelazadas, como significando en realidad una misma cosa (cf. con la lectura que hace la NVI 1999 de este mismo versículo). Esto quiere decir entonces que la adopción escatológica no es sino el mismo evento que el de la transformación de nuestros cuerpos en el día postrero, lo cual es otro modo de referirse a “la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”.
     Tenemos, pues, la seguridad de que ello acontecerá ciertamente; de que no es una esperanza ciega y vacía a la cual nos aferramos sin una certidumbre fundamentada. Para Pablo, el hecho de tener —ahora ya— “las primicias del Espíritu” (v. 23), es garantía suficiente para la espera toda segura y confiada de aquellas operaciones escatológicas que hemos de experimentar en el futuro los creyentes. Esta es, por cierto que sí, la esperanza con que fuimos salvos; la esperanza que no se ve y que con paciencia aguardamos (vv. 24-25). “¿Quién espera lo que ya tiene?”, es lo que en otras palabras dice Pablo (NVI 1999), enfatizando la actitud esperanzadora del que espera lo que no se ve (i.e. lo que aún no posee en su plenitud).[7]
     Los versículos 26 y 27 añaden razón adicional a la esperanza de los creyentes, porque, aunque no digan algo más acerca de nuestra esperanza escatológica, han de servir de consuelo a los que esperan anhelantes el día de «la adopción y de la redención», en tanto tienen que soportar las aflicciones del tiempo presente. La intercesión eficaz del Espíritu Santo, que gime desde nuestro interior a Dios, saliendo al paso de nuestra flaqueza y “de nuestra incapacidad para conocer la voluntad de Dios” [Moo], es un real motivo de gozo en tanto esperamos en esperanza lo que no vemos, pero que atesoramos con firmeza. Este gemir del Espíritu por nosotros los santos, en ayuda de nuestra debilidad, tiene mucho sentido, más aún cuando estamos “aproblemados” o aquejados por los continuos padecimientos que resultan de la debilidad de nuestra carne y de las circunstancias vividas en un mundo corrompido que aguarda su liberación; cuando entender o saber cuál es la voluntad de Dios escapa de nuestra capacidad de discernir.
     Vamos así llegando ya al versículo 33 y ss., pero aún quedan a Pablo unas importantes cosas más que decir. Los versículos 28 al 30 que siguen a esta alusión a los gemidos indecibles del Espíritu Santo, sientan, de hecho, la base más próxima para lo que seguirá desde el 32 en adelante. “Sabemos que a los que aman a Dios”, dice Pablo, “todas las cosas les ayudan a bien” (v. 28). Todas ellas sirven a una causa mejor, incluso cuando, por su propia naturaleza y circunstancias, parezcan significar lo contrario. Dios, en su sabia providencia, ha dispuesto todas las cosas que suceden en esta vida, buenas y malas; pero sabemos que todas ellas cooperan para el bien de los que han sido llamados por Él según su propósito soberano. Estos «llamados» son aquellos a quienes Dios conoció desde la eternidad, no en un sentido meramente cognitivo (no que solamente supo de nosotros y previó lo que haríamos), sino más bien relacional, como cuando dice de Israel: “Yo te conocí en el desierto, en tierra seca” (Oseas 13:5; cf. Amos 3:2, “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra”). De ahí sigue toda una cadena fuertemente eslabonada—forjada por la gracia y la misericordia de Dios, en el ejercicio de su soberana voluntad—a manera de concatenación, que inicia con el designio de la predestinación (v. 29) y termina con el de la glorificación (v. 30c). Esto da sentido a la afirmación con respecto a que todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios, siendo el bien supremo precisamente aquel que se vincula con el propósito de su predeterminación: “para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”. ¡Qué propósito más sublime, que bien más supremo al que apuntan, en última instancia, todas las cosas! No que ese sea el bien al que apuntan todas las cosas en sí mismas, sino que este es el bien superior respecto del cual todo en realidad cobra su pleno sentido.
     ¿Qué diremos ante esto?, es la pregunta de Pablo en el versículo que sigue (v. 31a); que no espera tanto una respuesta de parte de sus lectores, como sí que ellos sean capaces de llevar lo anterior a su consecuencia más obvia. Se trata entonces de una reflexión retórica, casi hímnica, con la que Pablo parece ahora querer presentar sus conclusiones a todo lo que ha dicho en los versículos previos. ¿Qué podemos, pues, decir luego de estas cosas? La reflexión es conducida rápidamente a su conclusión más lógica: “Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra? (v. 31b, NVI 1999). Si Dios está resuelto a llevarnos hasta la gloria, nada de lo que entonces se trame en nuestra contra tendrá éxito. Esto nos lleva a la siguiente otra reflexión de Pablo: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (v. 32) Si Dios dio incluso a su propio Hijo por todos nosotros, ¿cómo entonces no nos dará también con él todas las cosas que prometió? Nótese nuevamente aquí una reflexión del tipo A maiori ad minus, tal como vimos que sucede en los vv. 9 y 10 del cap. 5. El razonamiento sería, pues: Si Dios nos ha dado lo más preciado—su propio Hijo—, ¡con cuánta más razón podemos estar ciertos de que nos dará, junto con Él, lo que es comparativamente menor: todas las demás cosas! Lo que sigue es la continuación del más grandioso himno de nuestra victoria redentora; que sólo a una persona, en cuya mente sopló el Espíritu de Dios, pudo haberlo escrito:

“¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito:
Por causa de ti somos muertos todo el tiempo;
Somos contados como ovejas de matadero.
Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.
Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (vv. 33-39)

     La primera parte de este himno sublime (vv. 33-34, aunque bien pudiéramos decir que comienza en el v. 31) trata con nuestra seguridad respecto del juicio escatológico. Dios es el que justifica, y Dios nos ha justificado ya (v. 30, cf. 5:1, 9). Por lo tanto, no hay quien pueda acusar—esto es, presentar litigio legal en contra—a los escogidos de Dios (los conocidos; los predestinados), pues que ante su tribunal soberano Él ya nos ha declarado justos en Cristo—y ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús (8:1). A las preguntas de Pablo: ¿Quién acusará? ¿Quién es el que condenará? bastaría tan sólo responder con un simple “nadie”, pero Pablo considera que la respuesta a estas preguntas es más precisa aún si incorpora a este “nadie” implícito, la afirmación respecto de lo que; primero, corresponde al veredicto de Dios—Dios es el que justifica—; segundo, lo que Cristo ha en verdad alcanzado para nosotros con su muerte al sufrir Él nuestra condenación, y lo que hace ahora a la diestra de Dios Padre al manifestar, con sumo derecho, su voluntad con respecto a aquellos por quienes ha dado eficazmente la vida. Si el Hijo de Dios es el que intercede por nosotros—porque nuestra salvación sea cumplida según el propósito de su muerte (es la intercesión implícita en el contexto)—, se sigue que su intercesión es aceptada por el Padre; de manera que no sólo por su muerte [la de Jesús] es que tenemos ya la entrada a la gracia del perdón divino, sino también por su existencia resucitada y por su sacerdotal intercesión por los que son el especial tesoro de su pacto.
     La segunda parte de lo que aquí entendemos como un himno (vv. 35-39), se centra en el enorme amor de Cristo, el cual es más fuerte que todo obstáculo, condición y/o dificultad que se nos pueda en la vida presentar; es el amor de Cristo que, como dice también Pablo en otro lugar, “excede a todo conocimiento” (Efesios 3:19). No es que nosotros sujetemos este amor con tanta fuerza que este no se separará de nosotros; ni tampoco es que nosotros amemos a Cristo de una manera tan intensa que nada hará que le dejemos de amar. Pablo no está usando aquí un genitivo objetivo (nuestro amor a Cristo), sino que un genitivo subjetivo: Cristo nos ama; y nos ama de tal modo que nada nos podrá separar de su amor. Antes bien, en todas las cosas que nos puedan sobrevenir (vv. 35-36), en Jesús—lit. “a través de Él”—somos más que vencedores. Podemos afirmar, con toda seguridad, que la victoria del Señor sobre todos los males de este mundo—incluida la muerte—es también nuestra victoria, por cuanto estamos unidos a Él, teniendo en nosotros lo que es suyo, lo que Él ha conquistado para nosotros. Tal es nuestra posición firme en esta gracia concedida; tal la persuasión a la que Pablo ha sido llevado[8], que puede finalizar todo este magnífico himno, entregado por completo a la convicción de “que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (vv. 38-39).
     Nos interesa—para efectos de nuestra presente discusión—particularmente la primera parte de este himno (vv. 33-34), dada su estrecha conexión con 5:9. Tanto en un lugar como en el otro, Pablo ha afirmado nuestra seguridad de que no seremos condenados en el día del juicio escatológico de Dios. El apóstol fundamenta esta convicción en la acción de Dios en Cristo; más específicamente en el acontecimiento de la justificación, como un veredicto ya pronunciado sobre los que están en Cristo por la fe. ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? ¿Quién es el que condenará?, son dos preguntas con un claro énfasis judicial (forense), que ya han sido, en cierto modo, respondidas en 5:9: “Pues mucho más, estando ya justificados [8:33] en su sangre [8:34], por él seremos salvos de la ira”. Esta última expresión—“por él seremos salvos de la ira”—, como ya hemos visto, apunta hacia el futuro; expresa la certeza de lo que ya tenemos asegurado en el futuro en virtud de lo que poseemos en el presente: justificación y reconciliación (5:10).

CONCLUSIÓN
     Podríamos seguir escribiendo extensamente toda una apología a la doctrina bíblica de la seguridad eterna de los creyentes, haciendo teología y exégesis a partir de otros textos claves que nos ayuden a reforzar esta convicción. Pero, como ya he adelantado al inicio de  esta última sección, lo que nos ocupa en este libro es la doctrina de la justificación y sus variadas aristas en el desarrollo de una teología más o menos exhaustiva, por lo que nuestra exposición acerca este asunto de la seguridad de salvación estuvo limitada a sólo lo que la doctrina de la justificación nos puede decir. No obstante aquello, lo que nos dice es de por sí suficiente como para extraer algunas conclusiones generales:
     No puede haber lugar para la duda en cuanto a cuál es nuestra posición en Cristo, y cuáles las bendiciones presentes y escatológicas que ello comporta.
     Existen, teológicamente hablando, diversas maneras de hablar acerca de esta posición en la que hemos sido colocados los creyentes; sin embargo, nos hemos enfocado aquí principalmente en lo que podríamos denominar: «una posición legal», esto es, nuestro estado judicial con respecto al juicio escatológico de Dios que ya ha sido pronunciado sobre nosotros. De esto se sigue que si ya ha sido pronunciado, no seremos entonces condenados; se sigue que nuestra posición en Cristo es firme y segura, como una gran casa edificada sobre la roca.
     Cualquier intento por querer negar la doctrina de la eterna seguridad del creyente, constituye una verdadera perversión a uno de los puntos centrales de la doctrina de la justificación: la tensión del «ya» y el «todavía no»; que, como ya vimos en una sección previa, penetra en todos los aspectos que definen a la doctrina más general de la salvación (de la que la justificación forma parte). No se puede sostener la idea de que la salvación del creyente no sea una posesión segura y firme; y, al mismo tiempo, abrazar la doctrina de la justificación por la fe, tal como la enseñó el apóstol Pablo (los textos que analizamos). Ninguna persona que en verdad entienda las reales implicaciones escatológicas de toda esta doctrina puede, en consecuencia con ello, negar que los verdaderos creyentes tengan su salvación escatológica garantizada.
     Ahora bien, ¿quiere eso decir que cualquier persona que diga creer en Jesús, tiene entonces su salvación asegurada? Nuestra respuesta es que: si en verdad hemos creído en Jesús; si en verdad le amamos de todo nuestro corazón, esforzándonos cada día por serle agradables, podemos entonces tener la plena seguridad de que no vendremos a condenación; de que, como dijo el Señor, hemos pasado de muerte a vida. Como en la Confesión de fe de Westminster, creo también que “quienes verdaderamente creen en el Señor Jesús y le aman con sinceridad, procurando caminar en buena conciencia delante de Él, en esta vida pueden estar ciertamente seguros que están en el estado de gracia, y pueden regocijarse en la esperanza de la gloria de Dios, esperanza que nunca los avergonzará” (Cap XVIII, I.). Tal es la seguridad de los santos; de los que caminan por sendas de justicia, no por ser ellos justos en sí mismos y por sí mismos, sino porque han sido incorporados a Cristo; en quien caminan y por quien viven, dando fruto de verdadero arrepentimiento; siendo testimonios vivos de que Dios no ha mentido al declararlos justos, como una antedonación del veredicto final, que es para la gloria de su nombre y como prueba de la abundancia de su magnífica gracia.




NOTAS:


[1] La Justicia de Dios revelada, p. 294 y ss.
[2] En este sentido, aunque la justificación atañe al lenguaje judicial o forense, el resultado reconciliador enfatiza el aspecto relacional en que la hostilidad es anulada y la comunión con Dios hecha posible, sin dejar de lado, desde luego, el carácter forense que adquiere por su relación con la justificación (véase también esta idea de una reconciliación de carácter forense en John Murray, Romanos, pp. 198-99).
[3] Una posible forma invertida del típico Qal wahomer rabínico (el razonamiento lógico que aquí conocemos como A minori ad maius, “de menos a mayor”), y que era empleado en la lectura de la Toráh. Véase una explicación de esto en Ulrich Wilckens, La Carta a los Romanos, Vol. I. p. 364; y también en Douglas J. Moo, Comentario a la Epístola de Romanos, p. 354. Otros comentaristas (p. ej. Otto Kuss) opinan que el razonamiento de Pablo es en realidad un argumento A minori ad maius antes que A maiori ad minus, aunque con el mismo resultado: la certeza de la salvación final.
[4] Véase p. ej. en los comentarios de William Hendriksen, John Stott, John Murray, entre otros.
[5] John Murray, Romanos, p. 195 (t.p.).
[6] John Stott, El mensaje de Romanos, p. 162.
[7] Aunque la mayoría de los comentaristas interpretan la expresión “en esperanza fuimos salvos” (el dativo τῇ ἐλπίδι) con un sentido modal (en esperanza), quizás sea mejor la interpretación asociativa (con esperanza) que propone Douglas Moo: «nosotros fuimos salvados con la esperanza como permanente compañera de esta salvación» [Comentario a la Epístola de Romanos, p. 581]; para mí tiene más sentido dentro del contexto. Como sea, no se puede negar que aquí, en esta frase con que comienza el v. 24, la salvación es una experiencia pasada (“fuimos salvados”, aquí expresada en la forma de un aoristo en la voz pasiva del modo indicativo, ἐσώθημεν.) que, combinada con la esperanza futura de la redención final, viene a hacer todavía más evidente esta tensión escatológica respecto de nuestra existencia cristiana. Como también escribió San Agustín, citando a Pablo en este mismo lugar: “Por la esperanza hemos sido hechos salvos: locución de tiempo pretérito; mas porque esta salvación no es sino una esperanza, lo que nosotros esperamos no es cosa hecha todavía, sino cosa por venir. Ya vemos, ya poseemos, pero no es aún la realidad, sino la esperanza, pues lo que se tiene al ojo, dice, no es esperanza. Mas si lo que no vemos lo esperamos, por la paciencia lo esperamos. Así, pues, hemos sido hechos salvos, y, no obstante, esperamos y aguardamos aún la salvación, que todavía no poseemos” [Sermón 27. Obras de San Agustín, Tomo VII (Madird: B.A.C., MCML), p. 93].
[8] Nótese el uso de la voz pasiva en el texto griego, “he sido persuadido” (como en la BTX3); y no la voz activa, “estoy persuadido” (como en la RV60 y otra traducciones).

sábado, 23 de diciembre de 2017

LA NATIVIDAD, Y LAS BUENAS NUEVAS PARA EL MUNDO



“Y había pastores en aquella región posando a campo abierto, guardando por turnos la vigilia de la noche sobre sus rebaños. Y un ángel del Señor se presentó ante ellos, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor, y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: ¡No temáis! pues he aquí os doy buenas nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: ¡Hoy os nació en la ciudad de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor! Y esto os será la señal: Hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y repentinamente, junto con aquel ángel, apareció una multitud del ejército celestial alabando a Dios, y diciendo: ¡Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz entre los hombres de su elección!” (Lucas 2:8-14, BTX3)


Por
Mauricio A. Jiménez


     Si hay un lugar en las Escrituras que defina «Evangelio» desde su significación más elemental, esto es, desde su significado escatológico, cristológico y redentor, sin lugar a dudas este es uno de aquellos. No puede caber la menor duda de que aquí las «buenas nuevas de gran gozo» son esencialmente las mismas a las que los antiguos profetas de Israel hicieron referencia, respecto del Mesías escatológico que habría de venir. Aquí se revela, como bien ha dicho Carroll Stuhlmueller, «cuál es el contenido del evangelio: el cumplimiento de las promesas del AT relativas a un Mesías davídico, el Ungido del Señor, que es también Salvador y Señor.»[1] Pero hay, en toda esta escena, ciertos elementos que no podemos pasar por alto si lo que queremos es extraer al máximo el contenido de lo que Lucas quiso trascender.
     Deseo, pues, llamar aquí vuestra atención al mensaje de los ángeles, principalmente. Es verdaderamente impactante esta anunciación celestial. Es impactante, tanto por el mensaje, como por la forma en que este fue entregado. Pero es impactante también por el contexto histórico y religioso en que se dio. Y es acerca de esto de lo que quiero hablar en lo que sigue de esta exposición. Esto quiere decir también que no me voy a referir, en esta ocasión al menos, a los detalles navideños que dicen relación con las fechas y las circunstancias del nacimiento de Jesús; aquello, creo sinceramente, carece de mayor relevancia en comparación con la grandeza de la anunciación angelical.
     Para comenzar, quizás pocos son los lectores atentos que se han percatado de que esta es la primera vez, en toda la historia de la humanidad, que el Evangelio de Jesucristo es anunciado a las personas, como un mensaje actual, fresco y reciente; como una buena nueva que ya no es una cosa del porvenir, sino una realidad histórica y presente; como un motivo de alegre celebración, porque se trata de algo que ha irrumpido en la historia, que está sucediendo aquí y ahora («¡Hoy os nació un Salvador, que es el Cristo, el Señor!»). Antes, los profetas de Israel anunciaban esta buena nueva como una esperanza redentora (y vindicativa, respecto de los enemigos de Israel) que vería su cumplimiento al final de los tiempos; hoy —i.e. en nuestros días— el Evangelio es el acontecimiento de Jesucristo, la buena nueva que informa al mundo lo que Dios hizo por medio de Él hace dos milenios, y cómo ese evento tiene para nosotros —la humanidad toda— especial relevancia; pero aquí, en el contexto del relato, el Evangelio es la visitación presente y reciente de Dios por medio de su Ungido Redentor, de su Rey escatológico que ha venido a restaurar el trono de David, su padre (cf. 1:32-33). Este es, por consiguiente, el primer suceso evangelístico de la historia (lit. dice el texto: «Os evangelizo un gran gozo»[2]); y el mensajero no es precisamente un testigo ocular del ministerio de Jesús, sino un ángel del Señor que anticipa dicho ministerio; y los receptores, no precisamente la respetada elite sacerdotal o las autoridades religiosas de Israel, sino un grupo de pastores madrugando y cuidando sus rebaños; esto es, gente pobre, humilde e inculta, gente a quienes las tradiciones rabínicas etiquetaban como impuros. «Aquí, ángeles son los primeros predicadores del evangelio; pastores son los primeros oyentes de él. Pequeñez y grandeza, tales son los dos caracteres de estos inimitables relatos» [Bonnet y Schroeder][3].
     Todos los estudiosos del período conocido como «judaísmo del segundo templo», estarán de acuerdo conmigo en la afirmación de que el tiempo en el que el Hijo de Dios hizo su irrupción en el mundo, fue un tiempo o época de enorme agitación política y de fuerte expectación mesiánica. Al menos en el judaísmo palestino, la esperanza de la consolación de Israel se había transformado en un interés común y de primer orden. Este indiscutible ambiente de tensión y expectación escatológica, es algo que incluso el mismo Lucas deja consignado más de una vez en su Evangelio (véase en 2:25, 38; 3:15; 7:20; 24:21). Pero si de escritos judíos se trata, sin duda la literatura de Qumrán, con su abundante material mesiánico-escatológico, debe ser aquí motivo de nuestra especial consideración (p. ej. 1QS 9:11; 1QSa 2:11-15, 20-21; 1Qsb 2:4; 4Q161 Frag. 8, Col. 3, 11-24; 4Q174 Col. 1, 10-14; 4Q246 Col 2, 19; 4Q252 5:1-4; 4Q369; 4Q521; 4QMess Aram Col 1, 4-10; 4Q541 Frag. 9, Col. 1, 1-5; CD 12:23-13:1; 14:18-19; 19:10-11, entre varios más), además de otros textos judíos del período comúnmente denomiado «intertestamentario», como por ejemplo: los Salmos de Salomón (SalSl, 17:4, 21-26, 32-42; 18:5-9) y 1Henoc (p. ej. 46:1-5; 48:6, 10; 49:2-4; 51:5a, 2, 3; 55:4; 61:8; 69:27-29, en donde la figura mesiánica allí aludida es llamada: «Hijo de hombre», «el Justo», «Mesías», y también con más frecuencia: «el Elegido»). Toda esta producción literaria da cuenta de este intenso ambiente y de esta fuerte expectación mesiánica habida durante las décadas próximas al nacimiento de Jesús, aunque con una diversidad de significados respecto de qué debía entenderse por el término «Mesías»; si acaso era un rey, un sacerdote, un profeta, o incluso una especie de mesías divino (algunos documentos de Qumrán incluso hablan de dos Mesías que compartirían liderazgo, 1QS 9:11 cf. DD 19:34). De todos modos, es sabido que ya para el tiempo de Jesús, la esperanza en un mesías davídico adquiere mucho más relieve que en las etapas iniciales e intermedias de la literatura judía del segundo templo.
     Este es, pues, el escenario en el que se enmarca nuestro relato lucano; esta la atmósfera en que acontece el nacimiento de Jesús y la anunciación angelical. Así las cosas, podemos entonces imaginar lo impactante que tiene que haber sido este mensaje para los pastores que lo oyeron por primera vez. Habiendo estado instaurada ya la expectación mesiánica entre los judíos de Palestina, nos es posible suponer la reacción de estos hombres (véase también la reacción de los habitantes de Jerusalén ante la pregunta de los magos medo-persas, según el relato de Mateo 2:1-3), más aún por la manera en que este mensaje fue comunicado (primero, la gloriosa presencia de Dios rodeándolos de su brillante esplendor; y luego, la alabanza de las huestes celestes, cantando acerca de la gracia de Dios por su visitación).
     En lo que respecta al mensaje mismo, este es presentado como «buenas nuevas de gran gozo». Pero son «buenas nuevas» en más de un sentido. Primero, eran «buenas nuevas» para Israel, en cuanto se trataba de la irrupción del anhelado reinado escatológico de Dios por medio de su Mesías davídico; segundo, eran «buenas nuevas» en donde el sentido de la expresión guardaba también relación con la noticia de un nacimiento Real, en las mismas categorías en que lo eran las «buenas nuevas» del nacimiento de un emperador o un rey según la usansa romana. Y es que Lucas conoce que esta no es la primera vez que el nacimiento de una persona importante es anunciado como una «buena nueva para el mundo», lo que le añade todavía más valor a su relato y, en especial, al detalle de la anunciación de los ángeles la noche de la natividad.

     Tal es precisamente el caso de Cesar Augusto, el primero (y acaso más importante) de los emperadores de Roma, y que era también emperador en los días del nacimiento de Jesús (27 a.C. – 14 d.C.). La imagen que, en vida de su emperador, los romanos se hicieron de él; la enorme valoración positiva que de él se tenía por sus extraordinarias cualidades y logros, era conocida por todo lo ancho del imperio. En su excelente libro acerca del nacimiento de Jesús, el erudito R. E. Brown se refirió a esto —poniéndolo en perspectiva con la anunciación angelical del relato de Lucas— de la siguiente manera:

Sus victorias pusieron fin a las guerras internas que habían desolado los dominios romanos tras el asesinato de Julio César, de manera que el 29 a. C., en el Foro, pudieron cerrarse por fin las puertas del templo de Jano, que estaban abiertas en tiempo de guerra. Para muchos, la promesa tan misteriosamente descrita por Virgilio en su égloga cuarta se había cumplido: una edad dichosa de gobierno idílico sobre un mundo pacificado por la virtud. Para simbolizarlo se erigió en los años 14-9 a. C. el gran altar dedicado a la paz instaurada por Augusto (Ara Pacis Augustae), monumento que proclamaba los ideales de Augusto y que (reconstruido) sigue conservando su memoria en la Roma de hoy. Por la misma época, las ciudades griegas de Asia Menor (quizá no lejos de donde Lucas escribe) adoptaron el 23 de septiembre, el día del nacimiento de Augusto, como primer día del año nuevo, llamándole «salvador»; de hecho, una inscripción de Halicarnaso lo llama «salvador del mundo entero». Sin duda, la descripción lucana del nacimiento de Jesús presenta intencionadamente un desafío implícito a esta propaganda imperial, no negando los ideales imperiales, sino afirmando que la verdadera paz del mundo la había traído Jesús. El testimonio de la pax Christi no era un altar construido por hombres como el erigido a la pax Augusta, sino una legión celestial que proclamaba la paz a los hombres favorecidos por Dios. La efemérides digna del honor divino y auténtico comienzo del tiempo nuevo, debía asociarse con Belén, no con Roma. La afirmación de la inscripción de Augusto en Priene: «El día del nacimiento del dios ha señalado el comienzo de la buena nueva para el mundo» ha sido reinterpretada por un ángel del Señor con este mensaje: «Os traigo una buena noticia, una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11).[4]

     Como dijo también Fitzmyer en su magistral comentario al Evangelio de Lucas:

En las circunstancias en que escribe Lucas, es decir, en una época en la que el Imperio ya está consolidado, relacionar el nacimiento de Jesús con el primero de los emperadores sugiere que el verdadero artífice de la paz y de la salvación del mundo es un niño que nació en la ciudad de David, cuyo nacimiento fue proclamado por mensajeros celestes. Por otra parte, la conexión entre el acontecimiento de Belén y el censo de todos los súbditos del emperador da un relieve marcadamente universal a ese nacimiento. Las circunstancias más bien modestas que acompañan el nacimiento de Jesús contrastan ostensiblemente con la majestuosidad y el prestigio del que era aclamado por el Imperio entero como su salvador.
     Por otra parte, el nacimiento de Jesús precisamente en la ciudad de David, confiere al hecho un tinte decididamente judío; pero un hecho que, al mismo tiempo, rebasa las fronteras del judaísmo para encuadrarse en la propia historia de Roma. Ese niño que nace bajo la Pax augusta llegará a ser proclamado un día «el Rey, el que viene en nombre del Señor», y recibido con vítores y aclamaciones de: «¡Paz en el cielo! ¡Gloria en las alturas!» (Lc 19,38).[5]

     Es importante entender este trasfondo histórico sobre el cual Lucas escribe su evangelio. El anuncio de las «buenas nuevas de gran gozo», implicaba no sólo que la verdadera salvación vendría de parte de este niño que acababa de nacer, sino además que si este era en verdad el Salvador, luego no había otro salvador mayor que Él. Por consiguiente, la figura de Augusto, como el «salvador del mundo entero», quedaba ahora opacada y relegada tras la anunciación del nacimiento de este Salvador divino, a quien unos meses antes el sacerdote Zacarías llamó, literalmente: «cuerno de Salvación» (Lucas 1:69, una expresión metafórica para decir «fuerza de salvación», clara referencia al Salmo 18:3)[6], uno a quien Dios levantó en la casa de David su siervo, «Como habló por boca de sus santos profetas, Desde el principio del mundo, Salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos aborrecen, Para hacer misericordia con nuestros padres, Y acordarse de su santo pacto: El juramento que juró a nuestro padre Abraham, De concedernos que, rescatados de mano del enemigo, Lo sirviéramos sin temor, En santidad y en justicia delante de Él, todos nuestros días» (1:70-75). Estas palabras, del que fuera padre del último de los profetas veterotestamentarios (Juan el bautista), anticipan —junto con 1:32-33— la anunciación que leemos aquí en 2:10-11; son la bien introducida antesala a esa fabulosa proclamación angelical. No cabe duda de que Lucas utiliza tales circunstancias descritas, precisamente con el objeto de preparar a su audiencia para el posterior relato de la natividad; son parte de la misma expectación a la que su lector es intencionalmente sujeto, con el fin de ser trasladado a este glorioso relato del nacimiento del Salvador y del cumplimiento de la palabra profética.
     Usado para Jesús, este adjetivo —Sotér (Salvador)— no se encuentra en ninguno de los otros sinópticos (en el evangelio de Juan aparece sólo en 4:42), y en la tradición de Lucas aparece únicamente aquí en 2:11 (y otras tres veces en Hechos de los Apóstoles, 5:31; 13:23, 34)[7]. Este título, como bien dijimos hace unos momentos, había sido utilizado por los romanos para describir al emperador Augusto, pero hay que señalar que no era un título de su exclusividad en el mundo grecorromano de aquel entonces. Dice Fitzmyer:

el título sōtēr era bien conocido y se utilizaba con mucha frecuencia; dioses, filósofos, médicos, estadistas, reyes, emperadores, fueron considerados, en determinadas ocasiones, como sōtēr […]. Por ejemplo, en la famosa Piedra de Rosetta, Tolomeo V Epífanes (203-181 a.C.) es reconocido como «dios y salvador». Y una inscripción de Éfeso, que data del año 48 después de Cristo, llama a Julio César «dios encarnado y salvador universal de la vida humana» […]. El título se usaba, por lo general, en relación con el concepto romano de salus y con la vuelta de la añorada «edad de oro».[8]

     Pero hay también un trasfondo judío-veterotestamentario indiscutible en el uso que Lucas hace de este adjetivo. Mientras que entre los gentiles, el adjetivo «salvador» era usado con un sentido más bien político-histórico, y para describir a algunas personalidades importantes; entre los judíos en cambio, el término tenía un significado principalmente vindicativo y redentor (de alguien que socorre y rescata de la muerte o de los enemigos de Israel), todo esto siempre en el contexto de la relación pactual entre ellos y Dios (cf. Is 45:15-17, 21). Para los judíos, no había más Salvador que Yahvé; el Dios del pacto, a quien acudían y en quien esperaban en tiempos de aflicción y desgracia. Y aunque ya para el tiempo de la narrativa lucana, el Mesías davídico esperado era idealizado como uno cuyo ministerio tendría también un alcance político (y nacionalista), no puede caber duda de que para Lucas ―y en correspondencia con el significado de la anunciación angelical— Jesús era el Mesías Salvador, en un sentido que necesariamente debía trascender los ideales judíos de aquellos tiempos de enorme agitación política y religiosa. Debe resultar claro para nosotros, que este calificativo tiene que ser entendido a la luz de su uso entre los cristianos luego de la muerte y resurrección del Señor, lo que conlleva a que su significado sea por sobre todo espiritual y escatológico, y tenga un alcance realmente cósmico, que sobrepasa las barreras étnicas entre judíos y gentiles.
     El que este niño que acababa de nacer sería «un Salvador», no es más que la ratificación de lo que su propio nombre significa. Y aunque Lucas no refiere a su lector el significado de este (Jesús → Iesoús → Yeshua = «Yahvé salva»), no obstante, lo sobreentiende y da por sabido al hacer referencias a él en el relato de la anunciación de María (1:31) y luego en la ceremonia de la circuncisión (2:21, que era en donde normalmente el nombre quedaba confirmado, cf. 1:59-60). A este respecto, es Mateo quien, antes de Lucas, expresa este significado, cuando consigna las palabras del ángel del Señor a José, respecto de María: «Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (1:21). Obviamente, la razón del nombre ha sido entregada por el propio ángel de la anunciación: «porque él salvará a su pueblo de sus pecados», algo que recuerda al Salmo 130:7-8:

“Espere Israel a Jehová, Porque en Jehová hay misericordia, Y abundante redención con él;  Y él redimirá a Israel de todos sus pecados.”

     No podemos, desde luego que no, pasar por alto esta clara referencia veterotestamentaria de Mateo 1:21, que no es accidental, ni menos una mera coincidencia, sino precisamente una reafirmación de lo que Dios estaba en verdad haciendo —o de lo que se proponía hacer— en esta su visitación escatológica por medio de la encarnación de sí mismo (de la Persona del Hijo, a quien envía el Padre en misión redentora). Al presentar ―el ángel del Señor― a Jesús como el que «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1:21), y luego como «un Salvador» (Lc 2:11), queda así demostrado, sin ninguna posibilidad de duda, el estrecho vínculo que hay entre la Persona de Jesús y el Dios del pacto. No nos parece raro, pues, que Zacarías le llamara «cuerno de salvación», significando precisamente lo mismo: la intervención de Dios en el acontecimiento del Mesías; o que Simeón, tomando en brazos al recién nacido Jesús, alzara su voz a Dios diciendo: «mis ojos han visto tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos;  Luz para revelación a los gentiles, Y gloria de tu pueblo Israel» (Lucas 2:30-32); o que Ana la profetisa, hablara acerca de este niño a todos los que «esperaban la redención de Jerusalén» (2:38), con el mensaje claro de que este niño sería el Salvador.
     Estas son, pues, «las buenas nuevas de gran gozo», pero hay todavía algo más que decir acerca de todo esto antes de terminar.


     El Evangelio comunicado vincula a este Salvador con «la ciudad de David». Esto, desde luego, es premeditado, no un mero dicho sin mayor significado que el de localizar el nacimiento del niño. Tenemos que entender que toda esta anunciación tiene una fuerte carga escatológica, de modo que no podemos pasar por alto esa referencia a la ciudad de David, si lo que queremos es comprender el sentido de la anunciación. La ciudad de David es Belén de Judea (2:4, cf. 1Sam 17:58; 20:6), y que Jesús naciera en esta ciudad, no era más que el cumplimiento de la profecía de Miqueas acerca del Mesías que había de venir: «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor de Israel…» (Miq 5:12). Y esto de que Belén sería la ciudad desde donde provendría el Cristo, era una idea común entre los judíos del tiempo de Jesús: «¿No dice la Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el Cristo?» (Juan 7:42). ¡Resuenan cual trueno las palabras de los profetas del Antiguo Pacto (Isaías 9:6-7; Jeremías 23:5-6, entre otros textos)! El evangelio de gran gozo para los pastores y para todo el pueblo, es que ha nacido el Mesías, el linaje de David (cf. Ro 1:2-3: «el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne…»). Este Jesús que les ha nacido a los pastores (nótese el «os ha nacido», i.e., «a ustedes» o «para ustedes»); este Salvador, es el Cristo de Dios, el Señor del mundo; aquel de quien se dijo que: «será grande, y será llamado Hijo del Altísimo», a quien «el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y de su reino no habrá fin» (Lc 1:32-33).
     Desde luego, nos puede resultar difícil comprender en un primer momento el impacto psicológico de la anunciación de la noche de la natividad, esto es, las emociones internas que este mensaje pudo haber producido en estos pastores que lo escucharon por primera vez. Pero no podemos negar su evidente enfoque escatológico, y es posible que los pastores lo entendieran así. ¡Y esto es lo alucinante de toda esta narrativa! ¡Había nacido el Salvador, el Mesías, el Señor! Y eso eran buenas nuevas de gran gozo, porque Dios estaba visitando a su pueblo y cumpliendo lo que había prometido a Abraham y a los otros patriarcas después de él, y lo que había anunciado desde un principio por boca de sus profetas al pueblo de su pacto; y estos pastores serían los primeros testigos de aquello.
     Resulta interesante pensar acerca de estos pastores cuidando «su rebaño» (en singular, «el rebaño de ellos», como en el texto griego: τὴν ποίμνην αὐτῶν). Aunque no se puede probar, pudiera ser que el rebaño sobre el que guardaban las vigilias de la noche, fuera en realidad el rebaño del templo, i.e. las ovejas y cabritos destinados para los sacrificios diarios de ofrenda y expiación, y que eran sacados a pastar por los alrededores de Belén. Pero ya sea que se tratara de ese rebaño, o de un rebaño propio, es hermoso pensar que esta anunciación a los pastores tuviera también un significado especialmente simbólico: mientras ellos cuidaban las ovejas y cabritos de su rebaño, cerca de ahí había nacido el Cordero de Dios, que su vida iba a dar para llevar consigo los pecados del mundo. ¡Pastores cuidando ovejas fueron los primeros en ver al Cordero de Dios, y ese sólo hecho hace que toda esta narrativa se torne en verdad emocionante!

     Y estas son, entonces, las «buenas nuevas de gran gozo»; esta la anunciación angelical que debemos traer a la memoria cada vez que queramos recordar el nacimiento de Jesús: «os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor.»




BIBLIOGRAFÍA:

-         Bailey, Kenneth E. Jesús a través de los ojos del Medio Oriente: Estudios culturales de los evangelios. Nashville, Dallas: Grupo Nelson, 2012.
    Bonnet Luis; Schroeder, Alfredo. Comentario del Nuevo Testamento. Volumen I, Evangelios Sinópticos. El Paso, Texas: CBP, 1970.
-         Brown, Raymond E., El nacimiento del Mesías. Comentario a los relatos de la infancia. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1982.
-         Brown, Raymond E.; Fitzmyer, Joseph A.; Murphy, Roland E., Comentario Bíblico «San Jerónimo». Tomo III. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1972.
-         Fitzmyer, Joseph A., El Evangelio según Lucas. Tomo I. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1986 y  Tomo II (1987).
-         Fitzmyer, Joseph A., The one who is to come. Eerdmans Pub Co, 2007.
-         Fuller, R. H. Fundamentos de la Cristología Neotestamentaria. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1979.
-         Sánchez Mielgo, Gerardo. Claves para leer los evangelios sinópticos. Salamanca: Edibesa, 1998.



Notas:


[1] Comentario Bíblico «San Jerónimo», p. 319.
[2] En el texto griego, la expresión verbal “os doy buenas nuevas” corresponde a un solo verbo en presente indicativo: euangelízomai, “les evangelizo”, “les doy una buena noticia”.
[3] L. Bonnet; A. Schroeder, Comentario del Nuevo Testamento. Tomo I «Evangelios Sinópticos», p. 493.
[4] Raymond E. Brown, El nacimiento del Mesías. Comentario a los relatos de la infancia, p. 434-35.
[5] Joseph A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas. Tomo II, p. 199.
[6] RV60 y NVI 1999 traducen: “poderoso Salvador” en Lucas 1:69.
[7] Aunque algunas versiones traducen “Salvador” en Lucas 1:69, el texto griego corresponde a un sustantivo en genitivo: σωτηρίας (soterías = de salvación), no al adjetivo Σωτήρ (Sotér).
[8] El Evangelio según Lucas. Tomo I, p. 343.