Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

jueves, 23 de julio de 2020

LA IMPECABILIDAD DE CRISTO―Parte 2




Por
Mauricio A. Jiménez



 LA IMPECABILIDAD Y LAS TENTACIONES


Ver primera parte aquí.

Aún nos queda por responder a la pregunta de que, si Jesús no podía pecar, entonces ¿hasta qué punto las tentaciones fueron reales? De otro modo: ¿Fue el Señor tentado realmente? Por otra parte, si Cristo no pudo haber pecado, ¿cuál fue entonces la finalidad de las tentaciones en el desierto?
Antes de responder a estas preguntas, tenemos que hacer especial énfasis en lo siguiente: si bien es cierto Jesús fue tentado en todo, de la misma manera como nosotros somos también tentados (He. 4:15), no pudo ser tentado en los deseos o apetitos de la carne —esto es, en la naturaleza pecaminosa, según son tentados todos los hombres cuando existe concupiscencia (Stgo. 1:14). No podemos suponer que Jesús haya sido tentado a cometer pecados de inmoralidad como —por ejemplo— homosexualidad o pederastia, o a cometer otros delitos como hurto o asesinato a los que se le oponían. Incluso quienes piensan que Jesús tenía la posibilidad de pecar seguramente estarán de acuerdo en que Él jamás podría haber sido tentando en cosas semejantes a esas. Lo interesante, es que si les pedimos a ellos que nos expliquen por qué Jesús no podría haber sido tentado en esas cosas, tal vez, y con mucha razón, darían la misma explicación que hasta aquí se ha venido presentado. Y es que ser tentado «en todo», no quiere por supuesto decir «ser tentado con toda clase de tentación posible», y esto debe servirnos como base para comenzar a entender la naturaleza de las tentaciones del Señor.
Entonces, ¿en qué sentido el Señor fue «tentado en todo según nuestra semejanza» de acuerdo a lo que leemos en Hebreos 4:15? Lo primero que tenemos que observar, y aquí volvemos al punto de más atrás, es que el autor inspirado de la carta a los Hebreos no está diciendo que Jesús fue tentado con todas las tentaciones (y en toda clase de tentación) con que somos tentados el resto de los hombres, sino más bien que fue tentado en la misma forma o manera como somos tentados los hombres, según nuestra semejanza, como nosotros; esto es, implicando la experiencia misma de la tentación (emocional y cognitiva) por haberse identificado plenamente con la humanidad, no en su pecado (esto es, habiendo asimilado el pecado), sino solo en cuanto humanidad. De otro modo: Jesús supo lo que se sentía ser tentado, porque Él mismo también fue tentado de la misma manera como somos tentados nosotros, i.e., en la experiencia de la flaqueza humana.
Ahora bien, si nos remitimos al uso de los términos por parte de nuestro hagiógrafo, todavía nos queda algo más por observar. En el texto griego, la expresión que normalmente se ha traducido como «fue tentado» (o «ha sido tentado») corresponde al verbo peiráo (πειράω), un verbo relacionado con el sustantivo peíra («prueba»; «intento»; «experimento»), un verbo que bien puede ser traducido también como: «probar» e «intentar», además de «tentar». En el tiempo perfecto y modo participio pasivo, como aquí (πεπειρασμένον), el término se puede traducir también como: «ha sido puesto a prueba» o «ha sido probado». También existe una estrecha relación entre nuestro verbo peiráo y otros dos vocablos griegos más. Uno es peirasmós, traducido a menudo como «prueba/s» o «tentación» (p. ej. Lc. 22:28; Hch. 20:19; Stgo. 1:2; 1 Pe. 1:6; 4:12; Mt. 6:13; 26:41; Lc. 4:13; 1Co. 10:13; 2Pe. 2:9). El otro, y que también nos interesa por ser el que se emplea en Hebreos 2:18 («pues por lo mismo que Él ha padecido siendo tentado, es capaz de socorrer a los que son tentados»), es el verbo peirázo, con el significado de «probar», tanto en el sentido de intentar (p. ej. Hch. 16:7; He. 24:6), como con el de poner a prueba (p. ej. Jn. 6:6; 2 Co. 13:5; He. 11:17, 37; Ap. 2:2; 2:10; 3:10). El mismo verbo anterior también se traduce en las distintas formas del verbo «tentar», tanto en el sentido de atrapar o hacer caer en una trampa (p. ej. los fariseos y saduceos a Jesús, Mt. 16:1; 19:3; 22:18; 35), como en el sentido de una tentación conducente a algún pecado (p. ej. Gál. 6:1; Stg. 1:13-15).
Hasta aquí, parece que estamos en una buena posición para suponer que lo que se ha traducido como «ha sido tentado», podría perfectamente ser traducido también como «ha sido probado», lo que nos permite pensar un poco más allá con respecto a la naturaleza de dichas tentaciones, y bien admitir que estas no se originaron a causa de deseos o apetitos albergados en el corazón de Jesús (lo que Santiago llama «concupiscencia», Stg. 1:14). De manera entonces que estaríamos más bien ante esa clase de pruebas que vienen desde afuera (causas externas) y no a pruebas o tentaciones que surgen de dentro; esto es, de apetitos descontrolados y de pasiones inicuas (cf. Mt. 7:20-23). Es importante entender esto último. Jesús fue tentado o probado en todo, así como son tentados los hombres (i. e., «según nuestra semejanza»), pero nunca hubo en Él una lucha interna, un debate moral interno o algún deseo inalienable que fuera contrario a su naturaleza santa y divina. Como ya hemos dicho, Jesús no sólo es uno con Dios, sino que tampoco posee como hombre una naturaleza pecaminosa como el resto de los hombres —y, no obstante, fue plenamente humano por cuanto experimentó la encarnación en todas sus esferas todo el tiempo que habitó en medio de nosotros. Es importante señalar, además, que las pruebas en que Jesús fue probado, siempre fueron a causa o en relación con su propio ministerio como Cristo de Dios (no fueron tentaciones de la carne —la concupiscencia de la carne), y nada más que en relación a su ministerio. Incluso cuando los fariseos le tentaban, lo hacían sólo a propósito de las propias enseñanzas de Jesús y no a partir de alguna otra cosa ajena a ello —y en todo caso siempre en base a situaciones que no constituyen pecado.
Según Hebreos 2:18, Jesús es poderoso para ir en auxilio de los que son tentados, por cuanto Él mismo padeció siendo tentado. De esta afirmación se sigue entonces la siguiente objeción a modo de pregunta: ¿cómo puede Jesús compadecerse de nuestras debilidades e ir en socorro de los que son tentados, cuando él mismo no experimentó la tentación al punto de la posibilidad del pecado? Los que niegan la doctrina de la impecabilidad de Jesús, bien suponen que no se puede hablar de verdadera tentación —de la experiencia de la tentación— sin la posibilidad de caer en ella. Si fuera imposible pecar, razonan ellos, entonces ¿cómo alguien podría ser realmente tentado?
Pues bien, el hecho de que Jesús no haya podido ceder a las tentaciones (por cuanto no podía pecar), no quiere decir que no las haya experimentado en toda su intensidad. Es perfectamente posible experimentar el dolor del sufrimiento humano e identificarse con ello sin que esto implique la posibilidad de ser abatido por este dolor. Hace algunos años leí una ilustración de George Zeller, que me pareció del todo acertada a la hora de abordar este asunto de la impecabilidad de Jesús y la realidad de sus tentaciones. Voy a modificar un poco su ilustración para efectos de nuestro presente estudio:

¿Podría un bote a remos, tripulado con tres inexpertos marinos, armados solo con arco y flechas, conquistar al USS Gerald R. Ford (hasta la fecha el portaaviones estadounidense más grande del mundo)? Es probable que estemos todos de acuerdo en que esto es imposible, absurdo de imaginar, por decir lo menos. Sin embargo, ¿puede el mismo bote a remos atacar al Gerald R. Ford? Sí, es perfectamente posible, ¡aunque altamente improbable! No tendría mucho sentido, pero se podría hacer. Pero esa posibilidad; sin embargo, no supone el éxito del ataque en términos de conquistar o llegar a hundir al portaaviones, porque no es lo mismo poder atacar que vencer en el ataque. Del mismo modo entonces, Jesús pudo ser también tentado, y, no obstante, era lo suficientemente perfecto en santidad y rectitud para resistir a esas tentaciones sin caer a causa de ellas. En otras palabras, Cristo pudo ser atacado, Él pudo ser realmente tentado, aunque era imposible que Él fuera vencido.[1]

«Supongamos que un fuerte ha sido construido y fortificado de tal manera que no pudiera ser derribado. ¿Puede la gente tratar de atacarlo de todos modos? ¿Es correcto decir que, puesto que un ejército no puede ser derrotado, no puede ser atacado?»[2]

En definitiva, podemos afirmar que las tentaciones de las que habla Hebreos 2:18 y 4:15 fueron causa de padecimiento para Jesús, y sólo de padecimiento, no una atracción hacia el pecado. Es, por tanto, sólo en virtud de ese padecimiento que él puede comprender nuestras debilidades y socorrernos en el momento de la prueba.

¿Qué podemos decir, entonces, con respecto a las tentaciones en el desierto?

En mi opinión, podemos ver estas tentaciones no como una prueba para ver si Jesús cedería al pecado; no para saber si Aquel que era perfecto ante los ojos del Padre podía pecar, sino más bien para demostrar que, en su humanidad, era absolutamente perfecto y, por tanto, «un cordero, sin mancha y sin contaminación», i.e. un sustituto conforme a la justicia que es según Dios. En el desierto, Jesús daría prueba no de que era un hombre sujeto a tentaciones, sino uno que podía vencer a la tentación al no ceder a las artimañas del diablo. En el desierto, Jesús demostró que no podía pecar, y que como hombre podía hacer lo que el primer hombre no pudo hacer: resistir al diablo en la tentación y vencerle como hombre en ese campo (en el mismo campo de acción en donde el primer hombre fue vencido). Jesús demostró ser verdaderamente un mejor segundo Adán, y un mejor representante humano de la nueva creación —la nueva humanidad en Cristo.
      No podemos pasar por alto, si es que vamos a intentar entender el relato de la tentación en el desierto, el hecho de que todo esto ocurre inmediatamente después de su bautismo y de que recibiera la aprobación del Padre, en esa escena epifánica en donde este declara manifiestamente: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt. 3:17-4:1; Mr. 1:11-12; Lc. 3:22, 4:1). Recuérdese que se acababa de inaugurar el ministerio público de Jesús, y ahora, justo antes de iniciar este ministerio, es conducido por el Espíritu Santo al desierto para ser puesto a prueba (Mt. 4:1). Pero una cosa significativa y que hemos de resaltar de este episodio de las tentaciones en el desierto, es que en ninguna de las tres ocasiones Jesús es tentado en la concupiscencia de la carne (y así durante toda su experiencia como hombre), sino que en virtud del ministerio que iba a llevar a cabo. Nótese, además, la repetida expresión «si eres Hijo de Dios» que emplea Satanás en dos de las tres ocasiones en que le tentó (Mt. 4:3, 6).
En la primera de ellas, y luego de haber ayunado durante cuarenta días, el diablo no le tienta ni a comer ni a no comer, sino más bien le desafía a que demuestre, convirtiendo unas piedras en panes, si acaso realmente es Él el esperado Hijo de Dios. Y aunque el diablo bien lo sabía, este desafío parece que tenía como fin poner en duda esta identificación con el Padre, más que cualquier otra cosa, una identificación que, recordemos, había sido anunciada semanas antes en la escena bautismal. Como se explica correctamente en el Comentario Exegético y Explicativo de la Biblia, editado por Jamieson-Fausset-Brown:

Pero, además, todo el propósito del tentador durante estos cuarenta días, fue evidentemente el de conseguir que Jesús dudase del testimonio celestial que recibió en su bautismo como Hijo de Dios, y conseguir que lo mirase simplemente como una magnífica ilusión, y, en general, tratar de desarraigar de su pecho la conciencia de su filiación divina.

Luego, el Señor es llevado hasta Jerusalén, y, estando en la mayor altura del templo, es desafiado a lanzarse al vacío. Aquí Satanás cambia su estrategia y le cita las Escrituras, concretamente el Salmo 91:11-12, y nuevamente leemos esa expresión: «Si eres Hijo de Dios» —la que también podría ser traducida (y esto en ambos casos) como: «Ya que eres Hijo de Dios». Nótese que Satanás cita la Palabra de Dios; i.e. las Escrituras, de la misma «Palabra que sale de la boca de Dios» y de la que habló Jesús en respuesta a la primera tentación (Mt. 4:4). Es como si ahora, en su intento por persuadir a Jesús, el diablo recurriera a la misma respuesta del Señor. No quiero especular demasiado, pero parece ser que esta tentación sigue una idea semejante a esto: «no puedes negar que esto que te acabo de decir es palabra que proviene de la boca de Dios. Entonces, ya que eres Hijo de Dios, bien sabrás que esa Palabra se cumplirá en ti. ¡Vamos!, ¿Tan seguro estás de que eres Hijo de Dios? ¿Vas a dudar de esta palabra suya?» La respuesta de Jesús, igual que la anterior, es devastadora por sí sola (v. 7).
Finalmente, el diablo le llevó a un monte lo suficientemente alto como para que viera la plenitud de los reinos del mundo. Estando allí, le aseguró la posesión de todos ellos a cambio de su adoración (vv. 8-10). En el mismo relato, según Lucas, leemos: «Y le dijo el diablo: A ti daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos» (Lc. 4:6-7). ¡Qué fácil lo estaba haciendo Satanás! Y es que había algo de cierto en esto que le dijo: «A mí me ha sido entregada»; i.e., la potestad de los reinos del mundo y su gloria efímera, como su aparente gobernante (Jn 12:31; 14:30; 16:11; 1Jn 5:19). Si tú postrado me adorares, una escena frecuente tomada de la antigüedad, en donde el rey vencedor es homenajeado y venerado por aquellos sobre quienes alardea de su victoria y poder, poniéndoles en un lugar secundario de autoridad. ¿Cuál fue, pues, la tentación del diablo? Le ofreció el dominio universal sin el sufrimiento. Le propuso el camino fácil: evitar el camino de la cruz y todo lo que ello implicaba para su carne, pero Jesús resistió la tentación del diablo y salió victorioso.
En el desierto entonces, Jesús hizo lo que hasta ahora ningún hombre había podido hacer: vencer al diablo en la tentación. Pero Cristo no venció a Satanás en el desierto haciendo uso de sus poderes que como Hijo de Dios posee. No hubo un despliegue de fuerzas sobrenaturales, ni demostración alguna de su poderío Divino. El Señor no invocó a sus santos querubines, ni arremetió contra Satanás en calidad de Dios Todopoderoso. Nada de eso. Jesús venció a la tentación como un hombre, humilde, dependiente del Padre, obediente a sus decretos. No hubo en Jesús otra arma que esta: la Palabra de Dios; y fue sólo por medio de ella que salió victorioso. Esta victoria significó un logro sin igual para la humanidad y, en especial, para el hombre que está unido a Cristo por medio del vínculo vivo de la fe. Y es, en esta misma unión mística, un triunfo también para el creyente, y una garantía para él de que, así mismo como Jesús, puede ahora resistir al diablo en las tentaciones que muy a menudo surgen de nuestra propia lucha con la carne, y esto en la medida en que se mantenga unido a Cristo y sometido al señorío de Dios (Stg. 4:7). Es también en este sentido que todo cristiano puede y debe decir confiado: ¡La victoria de Cristo es también mi propia victoria! (Ro. 8:37; 1Co. 15:57).


CONCLUSIÓN

Hemos visto, pues, una serie de argumentos y buenas razones que respaldan nuestra perspectiva respecto a la impecabilidad de Cristo. Hemos visto también que no existen en realidad buenas razones para afirmar lo contrario. En definitiva, existen razones convincentes para afirmar que Jesús no sólo jamás pecó, sino que tampoco era realmente posible que lo hiciera.


NOTAS:


[1] Véase la ilustración original en:
[2] Ídem.

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