Por
Mauricio A. Jiménez
En esta entrada continuaremos con nuestro anterior estudio titulado «Elección,
predestinación y presciencia» (léase aquí), pero nos enfocaremos esta vez en una
objeción que es bastante común a la hora de tratar con este asunto de la
elección de Dios—entendida como soberana e incondicional. Nos referimos a ese
concepto que ve esta elección como arbitraria e injusta.
Es importante recordar que, como ya dijimos en nuestro anterior estudio,
Dios nos escogió y predestinó para salvación según el puro afecto de su
voluntad y conforme a su propósito eterno (cf. Efesios 3:11, «conforme
al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor») y por nada bueno
en nosotros mismo que pudiera haber ayudado a nuestra causa (alguna acción
justa, cualquiera que fuera). Pero más importante aún para efectos de lo que
sigue, es que todo ello fue en amor[1]. Sin embargo, es un hecho
que tal noción de «amor» a algunos les parece contradictoria con el concepto de
elección y predestinación que hasta ahora se ha expuesto y defendido. «El Dios
que elige» —dice Daniel B. Pecota— «es el Dios que ama, y Él ama al mundo.
¿Puede mantenerse en pie la noción de un Dios que escoge arbitrariamente a
algunos e ignora al resto, causando su condenación, bajo escrutinio alguno, a
la luz de un Dios que ama al mundo?»[2] Esta clase de objeciones
no es nueva ni única, pues la vemos repetidas veces entre los objetores a la perspectiva
reformada de la elección. Según ellos, la idea de una elección incondicional hace
de Dios una suerte de árbitro injusto que, falto de amor, deja que algunos se
vayan al infierno, mientras escoge arbitrariamente a otros para salvarles, sin
tomar en cuenta ninguna respuesta de parte de ellos. El propio Pecota entiende
este concepto de elección como «la doctrina de que Dios escogió arbitrariamente,
sin tomar en consideración la respuesta humana o la participación de los seres
humanos.»[3] No me queda muy claro si
acaso Pecota está de acuerdo con esas objeciones, pero a juzgar por esta última
cita y por el contenido general de toda su exposición acerca de este tema, tal
parece ser que lo está.
Analicemos esta objeción. Ya de entrada hay un problema conceptual al entender
la acción de Dios en Cristo, de escoger a unos y rechazar a otros, como «arbitraria».
El término «arbitrariedad» implica la idea de una acción caprichosa, contraria
a lo que es justo y carente de razón. Si Dios escogió «arbitrariamente»,
entonces su elección correspondió a una acción injusta, abusiva y caprichosa, privada
de razón. Pero, ¿definen estas palabras lo que realmente hizo Dios? Nada puede
ser más errado que eso. De esto hablaremos a continuación.
Muy a menudo, los que se oponen a nuestro concepto reformado de la elección
y la predestinación piensan que no es posible que Dios escoja salvar a unos,
proveyéndoles su gracia salvadora, y condene a otros, no proveyéndoles esa
gracia, porque eso no es justo (en el sentido de “no equitativo”). Y no sólo
eso, pues tampoco sería aceptable que Dios decidiera elegir a unos y no a otros
sin tomar tampoco en consideración la respuesta de cada uno de ellos, porque
eso sería injusto, dicen estos. Henry C. Thiessen plasmó muy bien este concepto:
«Nos parece que sólo si
Dios hace las mismas provisiones [la gracia de Dios] para todos y ofrece lo
mismo para todos es realmente justo.»[4]
Pero, ¿es realmente injusto (imparcial, no equitativo) que Dios haga
eso, i.e. que escoja salvar
incondicionalmente, como diría Pablo: «según su buena y agradable
voluntad» (Ef. 1:5b)?
Si nos detenemos a reflexionar por un momento en cuál es el estado o condición
original de los que son escogidos para salvación, muy pronto advertimos que se
trata de pecadores de toda clase, no muy diferentes —de hecho, idénticos— en
cuanto a su naturaleza caída respecto de los que no son escogidos (léase, por
ejemplo, 1Co. 6:9-11; Tit. 3:3-7). En realidad, no existe una gran diferencia
moral entre ellos, salvo que de unos decide Dios tener misericordia, mientras
que de los otros no. De los primeros, Dios determina obrar por su Espíritu para
que respondan positivamente a su revelación; mientras que, de los segundos,
Dios determina abandonarlos a su propia incredulidad (cf. Ro. 1:24-28).
Lo cierto es que, si Dios hubiese basado su elección en la respuesta de
cada uno de ellos, ciertamente nadie habría tenido posibilidad de ser elegido,
pues delante de sus ojos todos son pecadores. Hasta aquí, decir que hay
injusticia en Dios no tiene cabida, a menos que pensemos que los réprobos
merecían alguna clase de oportunidad o consideración, como la que recibieron
aquellos que fueron escogidos para salvación. Sin embargo, esa sería una
alegación infundada, puesto a que Dios no está obligado a tener misericordia de
todos—de hecho, no está obligado a tener misericordia de nadie, en realidad Él
tiene misericordia de quien quiere tener misericordia. Dice Thiessen:
«Se
admite que Dios no tiene ninguna obligación de proveerle la salvación a nadie,
ya que todos son responsables de su condición perdida actual. También se admite
que Dios no está realmente obligado a salvar a nadie, aunque Cristo ha provisto
la salvación para los hombres. Pero es difícil ver cómo Dios puede escoger a
algunos de entre la multitud de hombres culpables y condenados, proveer
salvación para ellos y asegurar su salvación eficazmente, y no hacer nada por
todos los demás, si, como leemos, la justicia es la base de su trono. Dios no sería
parcial si permitiera que todos los hombres fueran a su destino merecido; pero
¿cómo puede ser otra cosa si no parcial si escoge a algunos de esta multitud de
hombres y hace cosas por ellos y en ellos que se niega hacer por los demás, si
no hay algo acerca de las dos clases que marca una diferencia?»[5]
Es importante notar el problema lógico en el anterior argumento. Por una
parte, se admite que Dios no tiene obligación alguna de proveer salvación y
salvar; sin embargo, por otra parte, se objeta que Dios, en base a esa misma
libertad de no estar obligado a proveer salvación, decida proveerla a algunos y
no a otros, aplicando sobre los primeros la obra de la gracia mientras que al
resto les abandona a su propia incredulidad. Nótese que esta objeción no es una
defensa al universalismo (Dios escogió salvar a todos), sino una que apela a la
idea de que Dios, para ser justo, necesariamente tiene que haber dado a todos
los hombres, y no sólo a algunos, de su gracia para que todos tuvieran la misma
«habilidad restaurada» que les permitiera creer para salvación[6]. Pero nuevamente, si Dios
no estaba obligado a salvar a nadie—lo cual implica que tampoco estaba obligado
a proveer a los hombres de su gracia salvífica—entonces se admite, dentro de la
misma lógica, que no existe injusticia alguna—ni parcialidad—en el acto de
escoger a unos y no a otros, puesto que no tener la obligación de salvar no
implica no poder escoger salvar incondicionalmente a algunos. Así también, el
escoger salvar incondicionalmente a algunos no implica que tenga que darle
oportunidad de salvación al resto (mediante las mismas operaciones de la
gracia), pues no debe olvidarse que aquí la premisa más importante es que Dios
no está obligado a salvar a nadie, y eso es precisamente lo que admite el
propio Henry C. Thiessen al comienzo de la cita.
Debemos entonces preguntarnos: ¿Es Dios injusto en su determinación de
brindar a unos su gracia salvífica y a otros no? Antes de responder aquello
debemos tratar con otra pregunta aún más importante: ¿Es injusto que Dios
condene al pecador? Pablo responde: «en ninguna manera» (ver Romanos 3:5-6).
Dios es justo al condenar al pecador, porque ¿qué otra cosa sino su
castigo es lo que merece el pecador? ¿Acaso el pecador merece la misericordia
de Dios en lugar de su justicia?, de ninguna manera.[7] Si Dios determina condenar
al pecador, está en su legítimo derecho de hacerlo, pues Dios es el Juez
Supremo de todo el universo. No está Él obligado a condenar, pero sí está
impelido por su propia naturaleza moral a ser Justo, así como por su propia
naturaleza Santa está Él impelido a ser Santo en todo momento. Entonces, si
preguntamos: ¿es Justo Dios al condenar al pecador? La respuesta es que sí, es
Justo. De hecho, si Dios hubiese determinado no salvar a nadie y condenar a
todo el mundo, por supuesto que eso habría sido una expresión legítima de su
justicia respecto del pecado, y nadie podría alegar injusticia allí. Pero Dios
ha decidido tener misericordia para salvar, misericordia no por supuesto de
todas y cada una de las personas, sino de aquellos a quienes ha escogido en la
eternidad. Debemos dejar en claro que la misericordia de Dios no depende de—ni
se mide por—el número de personas que salve, sino del—y por el—simple acto de
salvar a alguien, por lo cual, estoy seguro de que aun si Dios hubiese
determinado salvar a sólo una persona, aquello ya habría sido un acto de enorme
misericordia, pues no tenemos que perder de vista que los objetos de su
misericordia son pecadores que no merecen su perdón, sino su castigo, de ahí
que el concepto de «gracia» sea tan apropiado para entender cómo funciona
nuestra salvación realmente (somos salvos por gracia, Efesios 2:8). Cuando
comprendemos que lo único que el hombre merece es el castigo eterno y la justa
retribución por sus pecados, la doctrina de la elección y la predestinación
vienen a ser un verdadero bálsamo para el alma arrepentida, un salto de júbilo
para quienes han de formar parte del pueblo adquirido por Dios. Por lo tanto,
no debe sorprendernos tanto el hecho de que algunos no se salven, lo que
verdaderamente debe sorprendernos y maravillarnos es que alguno se salve,
porque si Dios diese a todos los hombres lo que realmente se merecen por sí
mismos, luego ninguno se salvaría.
Ahora bien, si los réprobos reciben justicia (seguimos hablando de la
justicia retributiva), ¿qué, pues, reciben entonces los escogidos? La respuesta:
reciben misericordia. «Nadie»—dice correctamente R. C. Sproul—«recibe
injusticia. La misericordia no es justicia. Pero tampoco es injusticia […] Hay
justicia y hay no justicia. La no justicia incluye todo lo que está fuera de la
categoría de justicia. En la categoría de no justicia encontramos dos
subconceptos, injusticia y misericordia. La misericordia es una buena forma de
no justicia, mientras que la injusticia es una mala forma de no justicia. En el
plan de salvación, Dios no hace nada malo. Nunca comete injusticia alguna.
Algunos reciben la justicia que merecen, mientras que otros reciben
misericordia. Una vez más, el hecho de que uno recibe misericordia no exige que
los demás la reciban también. Dios se reserva del derecho de conceder clemencia.»[8] Como dijo también Millard Erickson,
«Los condenados reciben justo lo que se merecen. Los elegidos reciben más de lo
que se merecen.»[9]
Pero al decir que Dios hace «no justicia» a sus escogidos, pareciera que
estamos contradiciendo lo dicho antes, esto es, que Dios está impelido por su
propia naturaleza a ser Justo. Sin embargo, Dios no deja de ser Justo al
conceder su misericordia, sino que aplica su justicia (el castigo justo) a un
sustituto nuestro, a Jesucristo; Él cargó con nuestros pecados y pagó el precio
de nuestra iniquidad a fin de que fuéramos perdonados (Is. 53:5; 1Pe. 2:24; cf.
Ro. 4:25; 5:10; 1Co. 15:3; 2Co 5:21; Gál. 1:4; Col. 1:20; 2:13-14; 1Pe 3:18;
Ap.1:5). Dios manifiesta su justicia al condenar todos nuestros pecados en la
cruz de Cristo, de manera que no puede existir contradicción alguna en el acto
de conceder su misericordia (su «no justicia») a aquellos a quienes ha escogido
para salvación.
¿Favoritismo?
Creo que hasta aquí ha quedado claro que Dios no hace injusticia alguna
al condenar al pecador y al conceder su misericordia para salvar a sólo algunos
de esos pecadores. Sin embargo, ¿qué hay de la objeción de que Dios, al escoger
incondicionalmente a unos y no a otros, está haciendo acepción de personas? La
Biblia nos dice en variadas oportunidades que Dios no hace acepción de personas
(p. ej. Dt. 10:17; 2Cro. 19:7; Ro. 2:11; Ef. 6:9; Col. 3:25), por lo tanto —razonan
algunos— no podría Dios escoger a unos y no a otros sin tomar en cuenta los
méritos o deméritos de ambos. En la epístola de Santiago, capítulo 2, desde el
versículo 1 al 9, hay una clara exhortación a los hermanos a no hacer acepción
de personas; esto es, mirando en menos al pobre y prefiriendo al rico en su
lugar, porque eso es pecado (vv. 2, 9). En parte relacionado está el mandato
que leemos en Levítico 19:15 acerca de los hijos de Israel, los cuales debían
juzgar con total imparcialidad en el juicio, «ni favoreciendo al pobre ni
complaciendo al grande», i.e. no
favoreciendo al pobre sobre el rico por el sólo hecho de ser pobre, ni dando
prioridad o mayor favor al poderoso simplemente por ser poderoso. Pero el que
quizás sea uno de los textos claves en esta objeción, es sin duda alguna
Romanos 2:11, «porque no hay acepción de personas para con Dios». Entonces, si
Dios no hace acepción de personas, i.e. no
es parcial ni tiene favoritismos, ¿cómo es que elige a unos y no a otros sin dejar
de ser imparcial o cometer acepción de personas?
Lo primero que tenemos que hacer es definir qué entendemos precisamente
por la expresión «acepción de personas». Si decimos que esto consiste
básicamente en hacer distinción o diferenciación entre una persona y otra,
entonces la Biblia sí enseña que Dios hace tales distinciones o que tiene
especial preocupación por unos y no por otros. Por ejemplo, cuando Jesús ora al
Padre por sus discípulos, leemos allí: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me
diste; porque tuyos son...» (Jn. 17:9, cf. v. 20). En otro
lugar leemos a Dios diciendo a Israel: «amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal.
1:2-3, cf. Ro. 9:13), lo cual implicó un trato diferente, no sólo respecto de
las dos personas como tal, sino también de las naciones allí representadas; y
eso está evidentemente claro en toda la Escritura, así que no hay mucho que
demostrar en ese asunto. Sin embargo, nada de esto define lo que se quiere
significar con la expresión «acepción de personas».
Lo que muy a menudo ignoran u omiten los que objetan con este argumento,
es el hecho de que la acepción de personas implica un juicio basado en
favoritismos, no tomando en cuenta el mérito o la razón (como lo que quiere
instruir Levítico 19:15). Lo que dice entonces Pablo en la cita de Romanos 2:11,
es que, en el juicio, Dios será completamente imparcial y pagará a cada uno
conforme hayan sido sus obras (Ro. 2:6ss), de manera que no habrá favoritismo,
sino justicia imparcial. Sin embargo, cuando la Biblia enseña la elección para
vida eterna, nos parece que Dios ve a todos los hombres en igualdad de
condiciones iniciales (toda la humanidad está caída, toda ella es culpable, y
los vasos de honra y deshonra son formados de una misma masa de barro, Ro. 9:21,
una misa massa perditionis), y este es un buen punto de partida para
comprender lo infundada de esta objeción. Dios vio a todos los hombres
igualmente pecadores e igualmente bajo juicio de condenación (todos pecaron y
están privados de la gloria de Dios, Ro. 3:23). No es este, por lo tanto, el
caso de una elección en donde alguno pudiera alegar injusticia, ya que NADIE
tiene méritos por los cuales apelar. No sólo no escogió Dios basado en los
méritos de la persona, lo cual hubiera sido una acción «justa» de su parte,
sino que en realidad nadie tiene méritos por los cuales alegar inclusión o
aceptación, por lo que la elección pasa de ser un acto de justicia retributiva a
un acto de misericordia y gracia. El propio caso de Levítico que consideramos
más atrás nos habla acerca del verdadero sentido de esa expresión. Los jueces
debían juzgar en base a los méritos o deméritos de las personas, no por
favoritismos ni por cohecho; «no escogiendo el blanco sobre el negro por el
sólo hecho de ser blanco» (una forma de decir); sin embargo, la elección para
vida eterna no funciona así. Como dijo en otro tiempo Francisco Lacueva: «No
habiendo en los hombres nada que pueda determinar la elección de Dios, no hay
favoritismo, pues la acepción de personas sólo tiene lugar cuando se da a
alguien un trato de favor en perjuicio de otro que ha hecho más mérito para
ello.»[10] Esto último debe ser
entonces la clave para echar a bajo esa objeción. La acepción de personas
ocurre cuando se da un trato de especial favoritismo a una persona en desmedro
o perjuicio de otra que hizo más méritos o reunió mejores condiciones para ese
trato; sin embargo, en el caso de la salvación no estamos ante una situación de
personas que merezcan mayor consideración que otras, pues a los ojos de Dios
—de su perfecta y santa Ley—, todos han pecado y todos están destituidos de su
gloria (Ro. 3:23), no hay diferencia en ellos mismos, todos son igualmente
culpables, todos «hijos de ira» por naturaleza (Ef. 2:3). La única diferencia —bendita
gran diferencia— es que a algunos Dios decide colocarlos en Cristo y los escoge
en Él; algunos pecadores son amados en Cristo y por causa de Cristo, determinados
a la vida eterna por los méritos de su Hijo amado en quien tiene complacencia y
por medio de quien su gracia y su misericordia son hechas posibles.
Notas:
[1] Aunque no existe
acuerdo en si acaso esta lectura es la correcta. Mientras que algunas
traducciones colocan la expresión «en amor» en el v. 5 (constituyendo así un
fundamento para la predestinación), otras traducciones colocan la expresión al
final del v. 4 y en directa relación con lo que se había dicho antes, y por
tanto haría alusión a la elección y a toda esa cláusula. Sin embargo, incluso
en el caso de que la lectura correcta fuera la última, no debemos olvidar que
toda la obra de Dios fue una manifestación de su amor, por consiguiente, sigue
en pie la idea de que la predestinación fue llevada a cabo siendo el amor de
Dios el antecedente de la misma.
[2] Stanley M. Horton
(ed.), Teología Sistemática: Una
perspectiva pentecostal (Miami, Fl: Vida, 1996), p. 359.
[3] Ibíd., p. 358. Cursiva
mía. Aunque, un poco antes, el autor reconoce en Pablo el que «ser hijo de Dios
depende de la expresión soberana y gratuita de su misericordia, y no de nada
que nosotros tengamos que hacer» (mismo párrafo).
[4] Henry C. Thiessen, Lectures
in Systematic Theology (Grand Rapids,
Michigan: Eerdmans, 1949), p. 347.
[5] Ibíd., pp.
346-347.
[6] A esto se le
conoce mejor como la «gracia preveniente» (o «preventiva»).
Esta doctrina enseña
que Dios obra, por su Espíritu, abriendo los corazones de todos los hombres a
la verdad del evangelio, convenciéndolos, persuadiéndolos y capacitándolos para
responder en fe a esa verdad (o en su defecto rechazarla).
[7] Uso aquí —y así a lo largo
de este estudio— la expresión «su justicia» en referencia a la rectitud retributiva de
Dios (la justicia punitiva), no en el sentido salvífico-redentor que adquiere en
muchos otros lugares del Antiguo Testamento (Salmos e Isaías, principalmente) y
también en abundantes lugares dentro de la literatura de Qumrán, o en el
sentido que le da Pablo al sintagma «la justicia de Dios» en Romanos 1:17;
3:21-22 y 10:3ss, y en otros tantos lugares de la Epístola a los Romanos en
donde aparece la palabra «justicia». Para un estudio sobre «la justicia de Dios»
en su uso veterotestamentario y en Pablo según Romanos, véase mi libro: La
Justicia de Dios Revelada: Hacia una teología de la Justificación (Salem, Or: Publicaciones Kerigma, 2017), pp. 17-73.
[8] R. C. Sproul, Escogidos por Dios (Faro de Gracia, 2da
Edición, 2009), p. 27.
[9] Millard Erickson, Teología sistemática (Barcelona, CLIE:
2008), p. 920.
[10] Francisco Lacueva,
Doctrinas de la Gracia (Barcelona:
CLIE, 1975), p. 57.
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