Por
Mauricio A. Jiménez
INTRODUCCIÓN
Existe
un consenso general, una suerte de unanimidad entre los cristianos, respecto a
la creencia de que Jesús jamás pecó. Y es que hay suficientes textos bíblicos que
además así lo confirman. Por ejemplo, en 2 Corintios 5:21 podemos leer al
apóstol Pablo diciendo: “Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios
Padre] lo hizo pecado,…”. El autor inspirado de la epístola a los Hebreos
también escribió: “Porque no tenemos un sumo
sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue
tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.” (He 4:15). Más
adelante agrega: “Porque tal sumo sacerdote
nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y
hecho más sublime que los cielos” (7:26). El apóstol Pedro habla del “cual no hizo
pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pe 2:22), casi en los mismos
términos que usa Isaías en la profecía sobre el “siervo doliente”, el cual “nunca
hizo maldad, ni hubo engaño en su boca” (Is 53:9). En 1 Juan 3:5 se nos
dice que Jesús “apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él”.
Jesús mismo puede referirse a esta condición impecable cuando le dice a un
grupo de judíos reunidos en el templo: “no me ha dejado solo el Padre, porque yo
hago siempre lo que le agrada” (Jn 8:29, cf. 8:46―“¿Quién de vosotros me
redarguye de pecado?”, cf. 14:30). También, y en otra oportunidad, les dijo a
sus discípulos: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así
como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su
amor” (Jn 15:10). “Esta difusión de la carencia de pecado de Jesús por toda la
tradición cristiano-primitiva” ―dice Pannenberg― “muestra que ya desde los
principios de la comunidad cristiana se había reconocido la importancia
especial de este hecho. ¿De qué otro modo podían haberse afirmado los primeros
cristianos frente a sus rivales judíos sin poner de relieve este punto?”.[1]
“La
constatación de la carencia de pecado de Jesús” ―dice también Pannenberg un poco antes― “no es
otra cosa que la expresión negativa de la misma realidad de la entrega de Jesús
a Dios, la cual ha sido hasta ahora el objeto de nuestras consideraciones desde
el punto de vista positivo de su ser como hijo de Dios y de su libertad con
respecto a Dios. Si el pecado consiste esencialmente en la vida en
contradicción con Dios, en la hermeticidad egocéntrica de nuestro yo con
respecto a Dios, entonces la unidad de Jesús con Dios por su comunión personal
con el Padre y por su identidad personal como hijo de Dios significa
directamente exclusión de todo pecado”.[2] Tan importante es este
punto, que el Credo Calcedonio puede decir de Jesús: “consustancial con
nosotros de acuerdo a la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin
pecado... ”
No
obstante a la certeza de saber que Jesús jamás pecó, cabe preguntarse si era
realmente posible que lo hiciera. En mi opinión y en la de varios otros
teólogos―y esto es de lo que se tratará nuestro estudio en dos partes―Jesús no
solo no pecó, tampoco podía pecar. A este respecto, la unanimidad de
opinión entre los estudiosos no ha sido la misma que con respecto a la vida sin
pecado de Jesús; y surgen una serie de objeciones, algunas un tanto más
difíciles que otras, pero que igualmente serán analizadas y respondidas en lo
que sigue de este estudio.
LA
IMPECABILIDAD EN EL HIJO
Entre
las objeciones a la impecabilidad de Jesús, quizás la más común suene algo así
como esto: “si Jesús no podía pecar, entonces ¿hasta qué punto las tentaciones
fueron reales?”. Otro alegato también muy común es: “Si Jesús realmente era
humano, entonces sí podía pecar”.
Es
cierto que los tres Evangelios sinópticos registran aquella vez en que Jesús
fue tentado por Satanás, luego de haber ayunado por cuarenta días en el
desierto (Mt 4:1-11; Mr 1:12-13; Lc 4:1-13). También el autor de la epístola a
los Hebreos afirma que Jesús fue tentado en todo, “así como nosotros” (VM), “solo
que él jamás pecó” (DHH) (He 4:15, también He 2:18). Hasta aquí, las
Escrituras confirman la realidad de las tentaciones y la ausencia de pecado en
Jesús (léanse también los casos de Mt 16:1; 19:3; 22:18; 35). Por ahora,
sabemos que Jesús nunca pecó, pero ¿podría haberlo hecho? ¿Podría haber cedido
a las tentaciones, aunque tan sólo como una posibilidad hipotética? Algunos
estudiosos insisten en que Jesús podría haber pecado, sólo que no lo hizo;
podría haber cedido al pecado, pero se resistió a ello. El ya citado Wolfhart
Pannenberg sostiene la idea de que “La inocencia de Jesús, por tanto, no
constituye una incapacidad de hacer el mal que sea inherente por naturaleza a
su ser humano, sino sólo un resultado de todo el proceso vital de Jesús.”[3] Pero pensemos un poco en
estas aseveraciones. La posibilidad de que Jesús pudiera pecar, la capacidad o
posibilidad de hacerlo, ¿podría resultar en una descalificación de Cristo como
nuestro Dios y Salvador? Desde una perspectiva teológica sí, ya que si Cristo,
como Hijo de Dios y Dios encarnado, tuvo la capacidad y/o posibilidad de pecar,
significa que Dios mismo pudiera eventualmente pecar. “Si Él pecó”, dice
Macleod, “Dios pecó. A este nivel, la impecabilidad de Cristo es absoluta. No
se basa en su dotación única del Espíritu ni en el propósito redentor de Dios
que no cambia, sino en el hecho de que Él es quien es”.[4]
Pero si Dios pudiera eventualmente pecar eso contradice todo lo que sabemos
acerca de la naturaleza de Dios. La Santidad es un atributo propio de la
Deidad, una de las perfecciones que está presente en su propia naturaleza
inmutable, no como algo periférico o accidental a su Ser, sino como esencial y
necesario al Ser de Dios. Es, de hecho, el único atributo que en la adoración a
Él por parte de sus principados se menciona en toda su gloria y esplendor (Is
6:3, el superlativo absoluto “Santo, Santo, Santo”). Esta forma de Santidad
está presente también en el Hijo (p. ej. Ap
3:7), y una buena lectura de Apocalipsis 4:8 nos lleva a comprender que es a
Jesús a quien, llamado Señor Dios
Todopoderoso, se le confiere esta categoría de Santidad, como una clara
indicación a Isaías 6:3.
La
santidad de Dios es, como dijo W. E. Best, “mucho más que la ausencia del
pecado, es una virtud positiva […] Decir que El
pudo haber pecado es negar la santidad positiva. Por lo tanto, negar la santidad positiva es negar el
carácter santo de Dios. La santidad es la
virtud positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado. El Señor Jesús no
pudo pecar porque los días de su carne significaron sólo adición de
experiencia, y no variación de carácter. La humanidad santa fue unida a la
Deidad en una Persona indivisible, el Cristo impecable. Jesucristo no puede tener más santidad porque El es
perfectamente santo; El no puede tener menos santidad porque El es
inmutablemente santo”.[5]
Wayne
Grudem traza también un muy buen argumento en respuesta a la negación de la
impecabilidad de Cristo, cuando nos dice:
“Si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma,
independiente de su naturaleza divina, habría sido una naturaleza humana
semejante a la que Dios dio a Adán y a Eva. Estaría libre de pecado, pero, no
obstante, con posibilidad de pecar.
Por lo tanto, si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma,
estaba la posibilidad abstracta o teórica de que Jesús podía haber pecado, como
la naturaleza humana de Adán y Eva tenían la posibilidad de pecar. Pero la
naturaleza humana de Jesús nunca existió aparte de la unión con su naturaleza
divina. Desde el momento de su concepción, existió como verdaderamente Dios y
también como verdaderamente hombre. Su naturaleza humana y su naturaleza divina
existieron unidas en una persona. Aunque hubo algunas cosas (tales como sentir
hambre, sed o debilidad) que Jesús experimentó sólo en su naturaleza humana y
no las experimentó en su naturaleza divina, no obstante, un acto de pecar
hubiera sido una acción moral que habría involucrado al parecer toda la persona
de Cristo. Por lo tanto, si él hubiera pecado, hubiera involucrado su
naturaleza humana y su naturaleza divina. Pero si Jesús como una persona
hubiera pecado, involucrando sus naturalezas humana y divina en el pecado, Dios
mismo habría pecado, y él hubiera dejado de ser Dios. No obstante, eso es
claramente imposible a causa de la infinita santidad de la naturaleza de Dios.
Por tanto, si estamos preguntando si era de
veras posible que Jesús hubiera pecado, parece que debemos concluir que no
era posible. La unión de sus naturalezas humana y divina en una persona lo
evitaba”.[6]
Respecto a
esta misma posición de impecabilidad, algunos podrían argüir en cuanto a la
real humanidad de Cristo, diciendo que si no podía pecar entonces no podría haber
sido verdaderamente humano, ya que todos los humanos pecan―“está en la naturaleza del hombre hacerlo”,
dirán estos. Sin embargo, a pesar de que esta objeción pareciera tener sentido
para algunos, hay que recordar que es ahora
que el hombre se encuentra en una situación desfavorable; esto es, depravado en
su naturaleza moral y espiritual, y esclavo del pecado. No obstante en un
principio Dios le creó puro y libre de corrupción (aunque con la posibilidad
de ser corrompido). Adán y Eva no eran menos humanos en el principio―antes de
la caída―por lo que dicha objeción carece de fundamento. A este mismo
respecto sería bueno señalar qué es lo que hace que un hombre sea
verdaderamente humano. ¿Es el hombre diferente de las bestias porque este puede
pecar y ellas no? Más allá de las obvias diferencias físicas que nos
hacen externamente o fenotípicamente humanos―esto es, dentro del orden
zoológico―, el ser humano no es definido ni diferente de las
bestias sólo por sus inclinaciones morales (aun cuando la moralidad es un aspecto
propiamente humano), sino más bien por sus capacidades o habilidades psíquicas
y cognitivas, esto es; por su capacidad de reflexionar respecto de la propia
existencia, de abstraerse hasta lo más profundo de sus pensamientos y meditar
sobre cosas tan diversas como: su pasado, su presente y su futuro (así como del
pasado, el presente y el futuro de otros). Todas estas son habilidades
propiamente humanas y que nos hacen humanos―pero todavía no son habilidades
únicamente humanas, porque también tenemos buenas razones para suponer que son
habilidades que también tienen los ángeles en el cielo (y ellos no son
humanos). Ciertamente, la imagen de Dios en el hombre, aunque dañada y
pervertida a causa de la caída―pero no totalmente perdida ni destruida―es el
gran sello distintivo de la humanidad, la característica principal que hace al
hombre no sólo distinto de las bestias, sino también superior a ellas y
diferentes de cualquier otra criatura celestial―y Jesucristo es la verdadera y más
perfecta imagen de Dios.
En definitiva, nuestra humanidad no está definida―ni
depende de―la posibilidad de pecar. La posibilidad de pecar―y la inclinación
positiva de hacerlo―no es una condición necesaria para la humanidad. Pecar no
es una propiedad que define lo que es ser un humano; aunque es una realidad
empírica de nuestra humanidad, no es necesaria la posibilidad de pecar para
determinar si acaso se es humano o no, pues el pecado―y la posibilidad de
pecar―es una cosa más bien tangencial o accidental al ser del hombre, pero no esencial
a ese ser en cuanto a la humanidad. Como dije más arriba, nuestros ancestros
Adán y Eva no eran menos humanos antes de la caída de lo que fueron después de
la caída. Del mismo modo, el Hijo de Dios no fue menos humano que nosotros
luego de la encarnación, incluso ante la ausencia de pecados en Él. No obstante
esta ausencia de pecados no implica que su naturaleza humana fuera distinta a
la nuestra, ni menos aún que la sustancia de su carne fuera distinta a la
sustancia de nuestra carne (véase una defensa en este sentido en Ireneo de
Lyon, Adversus haereses V. 14, 3, cf.
Tertuliano De carne Christi 16). De
lo anterior, se sigue que es correcta entonces la observación que nos hace
Erickson:
“Desde el momento en que mantenemos que, por el contrario, el pecado no
forma parte de la esencia de la naturaleza humana, en lugar de preguntar: “¿Jesús era tan humano como nosotros?” debiéramos pregunta: “¿Somos tan humanos como Jesús?” Porque el tipo de
humanidad que nosotros poseemos no es humanidad pura. [...] El resto de
nosotros no somos más que versiones de humanidad rotas y corruptas. Jesús no
sólo es tan humano como nosotros; es más. Nuestra humanidad no es el estándar
por el que tenemos que medir la suya. Su humanidad, verdadera y sin adulterar,
es el estándar por el que nosotros tenemos que medirnos.”[7]
Una pregunta adicional que podemos hacernos es: ¿Por
qué los seres humanos pecamos si el pecado no es un elemento esencial o
necesario para conformar nuestra humanidad? La respuesta a esta pregunta es que
el hombre peca porque ha caído, peca porque su naturaleza moral y espiritual
está corrompida desde el núcleo mismo de su ser. Pecamos porque estamos
depravados en nuestra naturaleza y porque nacemos con una inclinación al mal
como consecuencia de la caída. Pecamos porque hemos heredado de Adán el pecado original, el cual es privación de la justicia original y la
disposición positivamente inherente hacia el pecado. Ahora bien, Jesús no podía
pecar porque, además del argumento respecto de su divinidad, no compartía la misma
naturaleza caída del resto de la humanidad―y, no obstante, seguía compartiendo la
plenitud de la condición humana. Siendo Él el Hijo eterno de Dios que asumió
una condición humana tomando de María virgen la sustancia de su carne, no heredó,
en su encarnación, la naturaleza pecaminosa con la que vienen al mundo los
hombres a causa del pecado de Adán. Jesús, de hecho, es el hombre en su más
perfecta expresión[8],
el segundo y último Adán, el divino Hijo encarnado que no está bajo el primer
Adán en cuanto a representatividad pactual (y por ende no participa de la caída, ni sufre la culpa y la penalidad de su transgresión) sino que le trasciende y le supera
como cabeza de la nueva creación y también como cabeza representativa de
aquellos que están bajo el pacto de gracia y participan de esa nueva relación pactual. Por
cierto que además, como ya lo advirtió Grudem en una cita anterior, la humanidad
de Jesús no existió nunca separada de su Deidad―a diferencia de nuestros padres
Adán y Eva―de manera que en Jesús no sólo tenemos a un hombre perfecto y libre
de pecados, también tenemos a quien, siendo uno con Dios, era perfecta e
inmutablemente santo y recto.
Y aunque
afirmamos la verdadera humanidad de Jesús, cabe también señalar que si bien es
cierto Jesús fue “hecho semejante a los hombres”,
como declara Pablo en Filipenses 2:7, también es cierto que es muy diferente de
ellos―de nosotros. W. E. Best tiene razón al afirmar que:
“No se puede llevar a cabo un paralelo completo
entre Cristo y el hombre. En la concepción y nacimiento de Cristo, se realizó
una unión entre el Hijo eterno y la naturaleza humana (Juan 1:1, 14). Nada
puede ser más alejado de la concepción y nacimiento del hombre. El hombre es la
criatura creada de Dios; así que, no es eterno. Además, desde Adán, el hombre
es el producto de la procreación. La concepción de Cristo fue sin un padre
humano. Su naturaleza humana le vino de Dios el Padre, por medio del Espíritu
Santo, y en el vientre de la virgen (Heb. 10:5; Mat. 1:18-21; Luc. 1:35). El
hombre es el producto de un hombre y de una mujer quien concibió el hombre en
pecado (Sal. 51:5). La iniciación humana fue totalmente excluida de la
concepción de Cristo, lo cual nos capacita a comprender la ausencia total de la
capacidad de pecar en la Persona y vida de Cristo. El quedó fuera de Adán y la
generación ordinaria. Por el contrario, el hombre debe su existencia a la
iniciación humana en la providencia de Dios. El hombre es pecador por
naturaleza.”[9]
Una cosa más que podemos
agregar a todo lo anterior, es que si Jesús pudiera haber pecado, sería
inevitable que Él aún pudiera hacerlo hoy, porque Él retiene en el cielo las
mismas dos naturalezas que tuvo mientras vivió en la tierra. El Hijo de Dios es
Dios-Hombre desde el minuto de la encarnación, y así permanecerá para siempre,
conservando plenamente no sólo la Deidad que en su existencia eterna comparte
con el Padre y con el Espíritu Santo, sino también su verdadera Humanidad; dos
naturalezas por las cuales ha de ser reconocido; ambas inconfundibles,
incambiables, indivisibles e inseparables, concurrentes en una sola Persona y
una Sustancia: Jesús de Nazaret.
LA
IMPECABILIDAD Y LA LIBRE AGENCIA EN LA PERSONA DEL HIJO
Es cierto que la legítima libertad significa
precisamente la no obedecer, y lo genuino del amor se
halla en su espontaneidad y en la ausencia de toda fuerza irresistible que lo
inspire.”[10] “Obviamente lo que da valor a la obediencia es la posibilidad de
Dios puede, en efecto, escoger entre
cosas enfrentadas a oposición (p. ej. crear o no crear), pero siempre sus
elecciones son el resultado práctico de su naturaleza; el resultante lógico de
la participación de cada uno de sus atributos, de manera que no puede existir
conflicto en el Ser de Dios respecto a cada una de sus elecciones―la armonía y
coherencia de las mismas son absolutas. la santidad es la virtud
positiva que no tiene lugar ni interés en el pecado,
de modo que el hecho de que no pueda pecar no milita en modo alguno contra su
absoluta libertad de elección, sino que simplemente es la consecuencia lógica
del conjunto y suma de todas sus perfecciones morales. Ambas realidades, la humanidad,
por una parte; y la Deidad, por la otra, se encuentran en la sola Persona de
Jesús de Nazaret, el Cristo impecable. De manera que si preguntamos, finalmente, si era entonces
realmente posible que Jesús pudiera pecar, debemos concluir que no lo era,
porque en Él se hallaba no sólo una humanidad libre y sin corrupción, sino que también
el atributo de Santidad inmutable, motivo por el cual no sólo no se interesó en
pecar, sino que tampoco era realmente posible que lo hiciera.
NOTAS:
[1] Wolfhart Pannenberg, Fundamentos de Cristología (Salamanca:
Sígueme, 1974), p.442.
[3] Ibíd., p. 451.
[4] Donald Macleod, The Person on
Christ (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1998), pp. 229-230.
[5] W. E. Best, Estudios en la Persona y la Obra de Jesucristo, (Houston, Texas: WEBBMT, 1994), pp. 3 y 4.
[7] Millard Erickson, Teología Sistemática (Barcelona: CLIE,
2008), p. 733, cf. pp. 748-749.
[8] Véase en Wolfhart
Pannenberg, Fundamentos de Cristología,
especialmente en las pp. 244-250 (y siguientes) una explicación más o menos
convincente acerca de la idea de Jesús concebido como el hombre prototípico y
como la plenitud suprema de lo humano en general.
[9] W. E. Best, Cristo No pudo ser Tentado, (Houston, Texas: WEBBMT, 1992), pp.
23-24. Contra este argumento que apela a la concepción milagrosa de Jesús para
comprender la carencia de pecado en Él, véase W. Pannenberg, Fundamentos de Cristología, p. 449.