Por
Mauricio
A. Jiménez
En lo
que concierne a los escogidos del Padre—esto es, a aquellos a quienes Dios ha
señalado en la eternidad, por su soberana complacencia y por ningún mérito
previsto en los hombres, para hacerlos recipientes de su gracia especial y
salvífica—hay por supuesto tales operaciones de Dios, que son llevadas a cabo
de manera indefectible por su Espíritu sobre los objetos de su misericordia, a
fin de que los tales reciban, voluntaria y conscientemente, la salvación alcanzada
por Cristo. Estas operaciones a menudo convergen juntas bajo el nombre más
conocido de «gracia irresistible».
[Lo que sigue fue tomado de mi libro La Justicia de Dios Revelada: Hacia una teología de la justificación, adaptado y ampliado para la presente publicación]
Para empezar, una definición
La doctrina de la «gracia irresistible» es a
menudo mal entendida y caricaturizada por algunos de sus detractores, quizá
porque el nombre como tal no parece tener asidero con respecto a ciertas
afirmaciones de la Biblia, en donde claramente vemos a grupos de hombres
rechazando a Dios o, dicho de otra
manera, resistiéndose a la gracia de Dios;
la misma que actúa como fuente causativa de toda las bondades y misericordias
del Señor para con los hombres. Textos como Proverbios 1:24; Isaías 65:2 (cf. Romanos 10:21); Jeremías 32:33; Oseas
11:1-9; Mateo 23:37; Hechos 7:51; entre varios otros, parecen refutar la
doctrina reformada de la «gracia irresistible», y
ciertamente lo hacen, pero sólo si comprendemos medianamente esta doctrina.[1]
Precisamente
como el nombre parece presentar ciertas objeciones en el propio texto bíblico,
algunos estudiosos han preferido usar otro concepto análogo y que pudiera
ayudarnos a comprender mejor y más plenamente toda esta idea contenida en la
doctrina de la gracia irresistible. Se trata, pues, del concepto de «gracia
eficaz». A este respecto, la doctrina tiene fuertes fundamentos bíblicos, como
veremos a continuación.
¿En qué
consiste esta gracia?
Es
la gracia de Dios que Él obra activamente (siento el hombre en todo esto
pasivo), por medio del Espíritu Santo, en los corazones y mentes de los que han
de ser salvos. Es la gracia que ilumina las mentes entenebrecidas, guiando al
entendimiento de la verdad cristiana; que compunge y abre los corazones
recalcitrantes para recibir la palabra del Evangelio; que cambia las
inclinaciones de la voluntad dominada por el pecado y las disposiciones del
corazón; todo ello a fin de que los señalados a la vida eterna obedezcan a la
verdad y puedan creer para salvación.
Esta
gracia viene acompañada del llamado interno que realiza el Padre a sus escogidos,
es el llamado que es por—o a través de—el evangelio (2Ts. 2:13-14) y que siempre
resulta infalible con respecto a los objetos de su elección. A este llamado le
conocemos mejor por el nombre de «llamamiento eficaz».
La gracia y el llamamiento eficaz
En pocas palabras, por «llamamiento eficaz»
entendemos ese llamado santo (2Ti. 1:9) que el Padre lleva a cabo, por medio de
su Palabra y por su Espíritu, a sus escogidos de todo el mundo para que vengan
al encuentro espiritual con Jesucristo (2Ts. 2:13-14). Consiste en una obra de
la gracia soberana y del poder de Dios operada por el Espíritu Santo, quien,
como ya hemos señalado, ilumina espiritualmente las mentes de los escogidos con
el conocimiento de Cristo, a fin de que puedan estos entender las cosas de Dios
(Hch. 26:18; 1Co. 2:10-12; Ef. 1:17, 18) y, siendo persuadidos, abracen por la fe
y de manera voluntaria la verdad del evangelio (Fil. 2:13). Se trata de un
llamado que, al descansar en su propósito eterno y soberano (Ro. 8:28), siempre
resultará en la conversión eficaz de aquellos a quienes el Padre llama (Ro. 8:30). Dado que el resultado de ese llamado ya está garantizado por Dios, el llamamiento
eficaz no es una invitación que el elegido puede aceptar o rechazar, sino más
bien la realización en el tiempo de un designio Divino, que tiene como fin
traer hacia sí mismo a aquellos que han sido señalados para vida eterna, según
el beneplácito y eterno consejo de Dios (cf.
Jn. 6:37).[2]
Como
dice el profesor Sproul,
El llamamiento interno de Dios es tan poderoso y eficaz
como su llamamiento para crear el mundo. Dios no invitó al mundo a que
existiese. Mediante su divino mandato, clamó: “Sea la luz”. Y hubo luz. No
podía haber sido de otra manera. La luz tenía
que comenzar a brillar.[3]
El llamamiento del que estamos hablando es
eficaz, porque la gracia que opera junto a él es irresistible—o eficaz, como ya
hemos dicho—, además quien llama es Dios en soberanía y en conformidad con su
propósito eterno. Como Erickson, creo que a este mismo respecto «la pregunta
que hay que hacer es ¿alguien que ha sido elegido específicamente es libre para
rechazar la gracia de Dios?», y como él, «la posición tomada aquí no es que
aquellos que son llamados deban
responder, sino que Dios hace su oferta de forma tan atrayente que ellos responderán afirmativamente.»[4]
Un texto conocido a partir del cual podemos inferir la
doctrina, es 1 Corintios 1:23-24,
Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado,
para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos,
Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.
Nótese lo que el apóstol Pablo
está diciendo aquí: que mientras que para los judíos el mensaje de la cruz es
tropezadero y para los gentiles locura, para «los llamados» (judíos y gentiles)
es poder de Dios y sabiduría de Dios.
Es interesante que a este último grupo se refiera con el
descriptivo de «los llamados». ¿Es que acaso los primeros no lo eran? Queda
absolutamente claro que de los primeros se nos dice cuál es su reacción al
mensaje del evangelio, lo que sugiere que dicho mensaje les fue una vez
comunicado (fueron objeto de un llamado general o universal). Así las cosas,
¿por qué entonces Pablo se refiere a los segundos como «los llamados»? La única
respuesta aceptable es que por «los llamados» se quiere decir algo más que un
mero llamado general o universal a recibir el evangelio, es más bien un llamado
que descansa en el eterno propósito de Dios respecto de sus escogidos (cf. 2Ti. 1:9). Se trata, por tanto, no
del simple llamado—la invitación, como en Mateo 11:28-29—que es a través del
predicador (aunque este se presume y es un medio o causa secundaria para llamar
a los escogidos, 2Ts. 2:13-14), sino de algo más interno e intenso, algo que
comienza en el corazón del penitente como respuesta a la obra de gracia que es
conforme al propósito de Dios. Esta idea a partir del designio divino queda
confirmada en Romanos 8:28 y 30, cuando Pablo escribe: "los que conforme a
su propósito son llamados... y a los
que predestinó, a estos también llamó",
i.e. los llamados conforme a la
predeterminación divina.
No cabe ninguna duda de que Dios llama a todos al
arrepentimiento (Hch. 17:30) y que “muchos son llamados, y pocos los escogidos” (Mt. 22:14); no obstante aquí (1Co. 1:23-24; Ro. 8:28, 30; 9:24, y también en Fil. 3:14; He. 3:1) parece ser que se habla de otra clase de llamado, uno que está
más bien vinculado a al propósito eterno de Dios que es acerca de la salvación
de sus escogidos. Y es en ese sentido, y sólo en ese sentido, que no debemos
de tener reparos en concebir una doctrina de «llamamiento eficaz» y «gracia
irresistible», lo cual no contradice en lo absoluto el hecho de que Dios
también hace un llamado universal a todos al arrepentimiento; un llamado que
muy a menudo es rechazado por los hombres. Como dijo Michael S. Horton,
los calvinistas no negamos que los pecadores se
resistan a la invitación de Dios (el llamamiento externo). ¿Cómo podríamos
hacerlo, cuando la Escritura enseña con toda claridad que es así? De hecho,
esto confirma nuestro concepto de la depravación total. Como Jesús dijera
acerca de los fariseos, nuestra actitud es de una resistencia constante. Esta
es nuestra contribución a la Salvación: ¡pecado y resistencia! No obstante, la
Gracia eficaz es distinta de la común, y el llamamiento eficaz, distinto del
universal. A partir de lo que vemos en la Escritura, parece evidente que Cristo
invita a todos a ser salvos y sin embargo solo los escogidos responden a su
llamado. De modo que, esta distinción parece tener un buen fundamento exegético
y gozar de amplia confirmación en nuestra propia experiencia. Sin embargo, el
que algunas personas respondan y otras no, no puede atribuirse a nuestra propia
disposición o capacidad moral, sino a la maravillosa Gracia de Dios.[5]
Alguien podría
preguntar: Si el objetivo del llamamiento eficaz es que los escogidos vengan a
formar parte con los salvos, ¿cuál es entonces el objetivo del llamado general
(o universal)?
Si pudiéramos colocar en orden lógico ambos llamados,
podríamos decir que el llamado general al arrepentimiento es anterior al
llamamiento eficaz. Por medio del llamado general, Dios invita a todos los
hombres a que vengan y reciban salvación. Pero ese llamado general no asegura
que alguien efectivamente venga, pues por medio de ese llamado Dios sólo se
asegura de que sea la libre agencia de los hombres la que actúe. Se trata, por
tanto, de una invitación que hace a los hombres totalmente responsables de la
elección que tomen. Por cuanto la respuesta a este llamado descansa únicamente
en la libre agencia de criaturas caídas y corrompidas, no se espera que
realmente sea respondido de manera positiva. Dios conoce que todos los hombres han
de rechazar esta invitación; no obstante, la hace porque sólo de ese modo puede
hacer al hombre en verdad responsable de su propia incredulidad (cf. Jn. 3:17-19).
En síntesis, el llamado general garantiza la
responsabilidad del hombre respecto de la invitación a recibir la salvación,
mientras que en el llamamiento eficaz Dios se asegura de que quienes han de ser
salvos respondan positivamente a esa invitación.
Se dice de este llamamiento que es celestial (He. 3:1), lo
cual no sólo implica origen, sino también un destino; de manera que quienes son
participantes del llamamiento celestial, son también participantes de la gloria
del cielo y de la esperanza que a ello evoca. Pablo también se ha de referir en
términos similares a este llamado, cuando escribe a los filipenses: «prosigo a
la meta, al premio del supremo llamamiento
de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14). A los hermanos de Roma les habla respecto
de los vasos de misericordia que Dios preparó de antemano para gloria, y añade:
«a los cuales también ha llamado,
esto es, a nosotros, no sólo de los judíos, sino también de los gentiles» (Ro. 9:23-24).
Pero este llamamiento es también a ser de Cristo, y en
ese mismo sentido es también un llamado a ser santos, como escribe Pablo a los
de Roma: «entre los cuales estáis también vosotros, llamados a ser de Jesucristo; a todos los que estáis en Roma,
amados de Dios, llamados a ser santos»
(Ro. 1:6-7, cf. 1Co. 1:2). John Murray
decía:
Los llamados deben
ejemplificar en su conducta el llamamiento por medio del cual han sido llamados
a no tener comunión con las obras infructuosas de la oscuridad. Aquí tenemos
una serie de consideraciones que apremian las obligaciones intrínsecas al
llamamiento de Dios. La soberanía y eficacia del llamamiento no relajan la
responsabilidad humana, sino que más bien basan y confirman esta
responsabilidad. La magnitud de la gracia realza la obligación. Ésta es, en
efecto, la exhortación de Pablo: «Por eso yo, que estoy preso por la causa del
Señor, les ruego que vivan de una manera digna del llamamiento que han
recibido» (Ef. 4:1).[6]
La necesidad de una gracia eficaz
Desde nuestra concepción reformada, la
«gracia eficaz» es necesaria debido al estado de incapacidad espiritual del
hombre natural por entender y anhelar, de su sola voluntad, la obra divina de
la redención. El hombre no regenerado, en razón de su naturaleza corrupta por
causa de la caída, es incapaz de obedecer a Dios y de agradarle (Ro. 8:7-8);
tampoco es capaz de percibir la revelación especial de Dios, porque le es locura y no
posee la espiritualidad que aquello demanda para su comprensión (1 Co. 2:14).
Este
estado de corrupción podemos verlo también en la exhortación de Pablo a los
hermanos de Éfeso, cuando les escribe diciendo:
Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis
como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente, teniendo el
entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en
ellos hay, por la dureza de su corazón; los cuales, después que perdieron toda
sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de
impureza” (Ef. 4:17-19).
En este mismo lugar, Pablo se refiere a la
pasada manera de vivir, al «viejo hombre, que está viciado conforme a los
deseos engañosos» (v. 22). Según se puede entender de estas citas de Efesios,
el entendimiento entenebrecido y el corazón endurecido, sumado a la pérdida de
sensibilidad espiritual para captar lo que es correcto delante de Dios,
explican la ignorancia que hay en los no creyentes respecto de la verdad del
evangelio y de lo que es bueno y agradable para Dios.
Pero
esta condición no sólo dice relación con un cierto grupo de personas en el
contexto local y cultural de los «otros gentiles» occidentales entre los que
moraba la iglesia de Éfeso, sino que es una descripción veraz del estado
natural en el que se encuentran todos los hombres sin Cristo. Cuando el apóstol
Pablo afirma por las Escrituras que: «No hay justo, ni aun uno; No hay quien
entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron
inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro. 3:10-12; cf. Sal 14:1-3; 53:1-3), no está
simplemente exagerando como para enfatizar una idea; ni tampoco tiene a algunas
cuantas personas en mente (Ro 3:9, 23). Pablo en realidad está completamente
convencido de que el hombre no regenerado (judío y gentil) está absoluta y
radicalmente corrupto, de modo tal que no es verdaderamente capaz de realizar
ningún bien espiritual, no es en lo absoluto libre para buscar a Dios y
agradarle. Misma idea se expresa en Romanos 1:21-22 respecto de la humanidad pasada:
Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a
Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su
necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios.
Debemos
aceptar el hecho de que, en lo que se refiere a la naturaleza espiritual del
hombre, esta no es moralmente neutra, sino positivamente pecaminosa. Todas las
áreas de su ser (mente, espíritu, voluntad y corazón) están afectadas por el pecado original; en
consecuencia el hombre natural sólo es realmente libre para escoger cómo va a
pecar, pero no es verdaderamente libre para nunca hacerlo. Jesús mismo refutó
la pretendida idea de libertad que tenían los judíos cuando les dijo: «todo
aquel que hace pecado esclavo es del pecado […] si el Hijo les libertare serán
verdaderamente libres» (Juan 8:34,36); y Pablo define la condición anterior de
los creyentes, antes de la conversión a Cristo, del siguiente modo: «Porque
nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados,
esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia,
aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros» (Tito 3:3, cf. Ro. 6:17). La fuerza de sólo estos dos pasajes aniquila esa
inadmisible e ilógica idea de absoluta libertad (libre albedrío libertario) que
algunos humanistas pretenden defender. Por lo demás, la libertad que Cristo nos
promete sólo tiene sentido si consideramos al hombre natural como un verdadero
esclavo de Satanás, de la muerte, de la ley y del pecado.
A esta condición humana se la ha
conocido comúnmente con el nombre de «depravación total». Es una doctrina
bíblica, como hemos podido ver, pero lamentablemente ha sido mal interpretada
por algunos cristianos y convertida en una caricatura que no define lo que realmente
quiere significar[7]. Esta doctrina,
negativamente hablando, no quiere decir que no puede el hombre realizar actos
de “genuina bondad” (cf. Mt. 7:11), de
hecho vemos a hombres diariamente haciendo cosas moralmente correctas a los
ojos de la sociedad. Tampoco significa que ha quedado impedido de tomar
decisiones libres y moralmente responsables. No quiere tampoco decir que no
pueda tener conciencia acerca de Dios; ni que todo el tiempo y a cada momento
va a estar pecando o que cometerá toda forma y tipo de maldad mientras viva.
Positivamente, lo que se significa con esta doctrina es que: 1º la corrupción
se extiende a cada faceta de la naturaleza del hombre y a todas sus facultades
morales y espirituales (es total o radical) y 2º que el hombre natural es
incapaz de realizar algún bien espiritual que acompañe a la salvación o le
signifique el favor de Dios, es incapaz de vivir en total y perfecta obediencia
a Dios. Todos sus actos de bondad no glorifican a Dios porque no proceden de la
fe, ni como para Dios; esto explica la máxima de que «no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno»
(Ro. 3:12 cf. Ecl. 7:20).
Esta incapacidad humana
de buscar a Dios o de responder al evangelio sin el auxilio de la gracia, no
tiene que ver entonces con una inhabilidad inmanente de la naturaleza humana (o
relativa a su constitución), sino con una perversión de la misma. Esto nos debe llevar de vuelta al punto
anterior acerca de la gracia y del llamamiento eficaz.
Ninguno puede venir a mí…
Jesús dijo que: «Ninguno puede venir a
mí, si el Padre que me envió no le trajere» y «ninguno puede venir a mí, si no
le fuere dado del Padre» (Jn. 6:44, 65). Esto corrobora lo que se ha venido
diciendo. Como dijo Herman Hoeksema:
Para que el pecador pueda ir a Cristo es indispensable
que sea llevado por la gracia de Dios. Si el Padre no lo lleva, es imposible
que el pecador vaya. Nadie PUEDE, excepto que el Padre lo lleve. Lo cual no
debe entenderse como si pudiera darse el caso de un pecador que realmente
quiere y anhela ir a Jesús, pero que se encuentra impedido por algún poder
constrictivo. Ese caso no existe. Lo que ocurre es que el pecador no tiene
poder, ni lo quiere, para ir a Cristo. Tanto el querer como el ir dependen
completamente de la acción de llevar que por gracia realiza el Padre.[8]
Pero eso no fue todo lo que Cristo
dijo, también afirmó que: «todo lo que el Padre me da vendrá a mí» (Jn. 6:37).
Leon Morris comenta este pasaje diciendo:
La
gente no viene a Jesús simplemente porque les parece una buena idea. A la gente
pecadora nunca le parece una buena idea. A no ser que el poder divino trabaje
en las almas de las personas (cf. 16:8), éstas no ven ningún problema en las
vidas de pecado que llevan. Antes de que una persona pueda venir a Cristo hace
falta que el Padre se la dé a Cristo.[9]
Jesús dijo que todo lo que el
Padre le da vendrá a Él, de manera que el acto de ser «llevados» por el Padre no es una simple
invitación o exhortación a ir a Cristo por la fe (aunque la fe es el medio para
ir), sino que realmente el Padre que
concede llevarnos hace infalible el que nosotros vayamos.
El mismo verbo traducido como «trajere»
en Juan 6:44 (Gr. Helkúo o hélko, aquí en la voz activa del tiempo
aoristo y modo subjuntivo, helkúse = «atraiga»
o «arrastre») no indica un mero atraer pasivo o una simple influencia moral,
sino que, con toda seguridad, una acción cuyo fin es hacer infalible que los
objetos señalados vayan a Cristo, de ahí que una traducción literal pudiera
ser: «arrastre», lo cual le da el sentido preciso.
Existen otros casos en el Nuevo
Testamento en donde dicho verbo tiene igual sentido. Por ejemplo, en Juan 21:6
y 11 se traduce por el verbo «sacar» («sacar» y «sacó», respectivamente),
haciéndose alusión al acto de recoger la red y traerla hacia sí y luego dejarla
en tierra (v. 11, «arrastró hasta la orilla la red», NVI 1999). Desde luego, no
importa mucho si la red estaba demasiado pesada—al punto de oponer resistencia—al momento de querer
los discípulos sacarla del agua (v. 6), ya que la acción de ser sacada implica
el esfuerzo de ellos (nótese el uso de la voz activa en ambos versículos) por
sacarla, indistintamente de la dificultad humana por lograrlo (el objeto sigue
siendo pasivo con respecto al sujeto que actúa sobre él). Otro ejemplo es Juan
18:10, en donde se dice de Pedro que «sacó» su espada para herir a Malco, «la
desenvainó» (RV60), lo que corresponde a una acción enérgica y vigorosa en
donde la espada es absolutamente pasiva en el acto de ser sacada.
Otros ejemplos aún más
significativos son Hechos 16:19; 21:30 y Santiago 2:6, en donde el verbo herlkúo sin lugar a dudas no podría
significar una simple atracción o invitación, sino que un «llevar» con fuerza:
Pero sus amos, al ver que había salido la esperanza de su ganancia,
prendieron a Pablo y a Silas, y LOS ARRASTRARON hasta la plaza pública ante las
autoridades (Hch. 16:19, BTX3)
Así que, toda la ciudad se alborotó, y se agolpó el pueblo; y
prendiendo a Pablo, LO ARRASTRARON fuera del templo, y cerraron inmediatamente
las puertas. (Hch .21:30)
Pero vosotros habéis afrentado al pobre. ¿No os oprimen los ricos,
y ellos mismos OS ARRASTRAN a los tribunales? (Stgo. 2:6)
Es
posible que a estas alturas pudiera el lector estarse preguntando si acaso Dios
realmente no estaría violentando las voluntades humanas al obrar de este modo
en los escogidos. Y aunque un poco más adelante volveré a este punto, por ahora
sólo baste decir que, aunque Dios atrae a sus escogidos de manera eficaz
(indefectible), no debemos entender esa acción de la misma manera violenta como
en los tres ejemplos anteriores, sino más bien como obrando de manera tan
persuasiva que hace que la respuesta humana a esa acción sea inevitablemente
positiva. Los ejemplos anteriores sólo dan cuenta del significado del verbo
traducido como «trajere» en Juan 6:44 y su uso en otros contextos, todo lo cual
sólo nos demuestra que «traer» no es simplemente invitar o influenciar, sino
hacerlo seguro.
Sabemos
que no todos son así llevados a Cristo y que sólo aquellos que son llevados por
el Padre van a Él. No sabemos por qué razón Dios sólo lleva a algunos y no a
todos; es un misterio que la Biblia no se encarga de develar, y muy
posiblemente permanezca como un misterio hasta el día en que estemos ante su presencia.
¿Qué hacemos entonces
con los dichos de Jesús en Mateo 11:28, «Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (cf. Ap. 22:17)? ¿No es acaso esta una invitación sincera a todos los
hombres, para que vayan a Cristo y hallen descanso? Ciertamente lo es. Sin
embargo, tenemos que recordar que Jesús también dijo a un grupo de judíos: «y
no queréis venir a mí para que tengáis vida [...] Mas yo os conozco, que no
tenéis amor de Dios en vosotros» (Jn. 5:40, 42, cf. Mt. 23:37). Podría pensarse
que aquí sólo se trataba de un grupo de judíos incrédulos que por propia
voluntad no quisieron ir a Cristo, pero algunos años después Pablo levantó una
acusación contra judíos y gentiles por igual—entendiéndose aquí una forma de
decir: toda la humanidad sin distinción—, y que sigue con una cita de las
Escrituras en donde se afirma: «No hay justo, ni aun uno; no hay quien
entienda, no hay quien busque a Dios, todos se desviaron, a una se hicieron
inútiles...» (Ro. 3:10-12). Ya leímos también que nadie puede ir a Jesús si el
Padre no le lleva, si no le es concedido por Él. A esto añádase que el propio
Jesús dijo también a otro grupo de judíos; que ellos no creían en Él porque no
eran de sus ovejas (Jn. 10:26). No dijo el Señor que no eran ellos de sus ovejas
porque no creían en Él, sino que no creían precisamente porque no eran de sus
ovejas, pues sus ovejas oyen su voz y le siguen, y Él las conoce (v. 27). De
otro modo: es necesario ser oveja del Buen Pastor para seguir al Buen Pastor,
nadie que no sea oveja suya le creerá y le seguirá. Las ovejas oyen a su pastor
cuando las llama; y le siguen, porque reconocen su voz. Esta ilustración, tomada
de la práctica común del pastoreo oriental, lo que intenta decir, es que todos
aquellos que—y sólo aquellos que—son de Cristo, creerán en su palabra cuando
este les llame por el evangelio. Aquellas ovejas que no son de su rebaño, no le
seguirán, porque no le conocen (ni Él las conoce a ellas); de manera que hay
una verdadera relación de causa y efecto entre «ser su oveja» y «seguirle». Los
judíos incrédulos a quienes se alude en este relato de Juan, lo eran no tanto
por la incapacidad de creer en Jesús y en su mensaje, sino porque no eran de
las ovejas de su rebaño.
Tenemos que entender
entonces estas exhortaciones a la fe—como en Mateo 11:28 o en Marcos 1:15 (ver
también en las parábolas de Mateo 22:2ss. y Lucas 14:15ss.)—en el contexto
general de las Escrituras, en especial del Nuevo Testamento, y también a la luz
de las otras afirmaciones como las que hemos visto hasta aquí. Esta clase de
invitaciones se ofrecen a la fe de personas caídas, que no desean en realidad
acercarse a Dios, a menos—y sólo a menos—que sea Dios mismo quien tome la
iniciativa y les atraiga, no meramente influenciándoles a ir mediante una «suave persuasión» pudiendo el hombre rechazar la gracia
divina[10], sino más bien obrando activamente en el corazón y
en la voluntad de aquellos con el objeto de que vayan. Sé que parece una broma
de mal gusto la idea de una invitación que sé que no podrá ser respondida a
menos que haga algo en la persona invitada para que tenga la posibilidad de
venir (e infaliblemente venga); sin embargo, tiene completo sentido si lo que
pretendo con ello es hacer a las personas responsables de su incredulidad. Y
eso es precisamente lo que vemos que Dios hace aquí (véase más atrás).
En
lo que respecta entonces a los escogidos, Dios es quien por su Espíritu les
asiste y les insufla de su gracia para que estos, siendo depravados por
naturaleza, sean capaces de responder positiva e indefectiblemente al
evangelio, de modo que reciban salvación[11]. Pero
a esto algunos objetan respecto de los no escogidos, diciendo que si Dios no
les dio a ellos la misma gracia que los capacitara para responder al evangelio,
ya fuera para aceptarlo, ya fuera para rechazarlo, entonces no pueden ser
realmente responsables de su incredulidad, y la exhortación al arrepentimiento
y a la fe se vuelven un mero sarcasmo. De ahí que Dios, razonan aquellos, deba
ofrecer a todo hombre la gracia suficiente para que, una vez iluminados por la
verdad, sean responsables de aceptar o no la gracia salvífica de Dios. La falaz
opinión de Dave Hunt es evidencia de esta incapacidad de parte de algunos
teólogos en aceptar esta doctrina que hemos venido exponiendo, al afirmar que:
Decir que Dios manda a los hombres que
hagan lo que no pueden hacer sin Su gracia, y que entonces les niega la gracia
que necesitan y los castiga eternamente por no obedecer, es burlarse de la
Palabra de Dios, de Su misericordia y amor, y es difamar Su carácter.[12]
Pero el hecho de que Dios sólo escoja capacitar a
aquellos que llama eficazmente, no milita en contra de su carácter, ni tampoco
resta responsabilidad a los que no son así llamados, pues incluso cuando son
por naturaleza pecadores y no pueden venir a la fe sin la gracia de Dios, Dios
les hace responsables de su incredulidad y obstinación. Arthur W. Pink responde
a esta cuestión, argumentando de una manera clara y contundente:
¿Cómo puede el pecador ser responsable
de hacer lo que por naturaleza es incapaz de hacer? ¿Cómo puede ser condenado
por no hacer lo que es incapaz de hacer? Algunos han concluido erróneamente que
la caída del hombre y su incapacidad espiritual ha terminado con su
responsabilidad moral. Dicen que no es posible que el hombre sea tanto incapaz
como responsable; dicen que esto es una contradicción. La Biblia responde que a
pesar de su depravación y a pesar de su incapacidad, el hombre es enteramente
responsable: responsable de obedecer el evangelio, responsable de arrepentirse
y confiar en Cristo, responsable de dejar sus ídolos y someterse a Dios. El
hecho de que Dios exija al hombre cosas que éste es incapaz de hacer es una
realidad; por ejemplo leemos en la Biblia, “amarás a Dios de todo tu corazón,
de toda tu alma y de toda tu mente”, “sed vosotros perfectos como vuestro Padre
en los cielos es perfecto”, “arrepentíos y creed el evangelio”. El hombre no
regenerado es incapaz de hacer todas estas cosas, pero esto no cambia su
responsabilidad y deber de hacerlas. Dios no puede exigir menos que la santidad
y la justicia. Aunque el hombre ha perdido su capacidad, esto no ha anulado ni
acabado con su obligación. Las siguientes ilustraciones servirán para confirmar
este punto:
1.
Un borracho que atropella y mata a una persona al estar manejando su
automóvil, no es considerado inocente (o
no responsable), aunque no era capaz de controlar su vehículo.
2.
El ladrón que es controlado por la concupiscencia y la avaricia, no
puede dejar de robar. Pero el hecho de que no puede dejar de hacerlo no lo hace
inocente (no le quita la responsabilidad).
3.
La segunda carta de Pedro nos habla de aquellos que tienen ojos llenos
de adulterio y no pueden dejar de pecar.
Pero esto no disminuye en manera alguna su culpa y su responsabilidad.
4.
El argumento propuesto por los homosexuales en la actualidad es que son
pervertidos por naturaleza y nacieron así. Por lo tanto dicen que no es posible
que dejen su pecado. Sin embargo, Rom.
1:26-28 dice que reciben en sí mismos la retribución debida a su extravío.
5.
La excusa de aquellos que dicen: Así soy y no puedo cambiar, no sirve
sino sólo para condenarlos.
6.
La persona que tiene una deuda la cual no le es posible pagar. La ley no
la excusa por este hecho de su responsabilidad de pagar. En una forma
semejante, Dios no ha perdido su derecho de exigir el pago aunque los hombres
hayan perdido su capacidad de pagar. La impotencia humana no cancela la obligación ni la responsabilidad.
7.
El hecho de que el corazón humano es depravado, el hecho de que ame el
pecado y no pueda dejarlo, no hace en ningún modo que uno sea menos responsable
de sus pecados. Si no fuera así, entonces entre más depravado y más endurecido
que uno llegara a ser, menos responsabilidad tendría.
En tal caso, Dios no podría juzgar a nadie.
Es simplemente un argumento filosófico
el que dice que la responsabilidad humana es limitada por la incapacidad. Este argumento conduce a una
absurda conclusión de que entre más pecaminoso que uno fuera, menos
responsabilidad tendría. El diablo es un buen ejemplo de esto. Nadie duda de la
depravación total del diablo. No hay duda alguna de que aborrece a Dios, de que
es incapaz de hacer el bien y aún incapaz
de arrepentirse. Pero ninguna de estas cosas le hace menos responsable; por el
contrario, aumentan su culpa y su condenación.[13]
Pero el hombre no simplemente no puede ir a Cristo por sí mismo, tampoco
quiere hacerlo, por tanto su incredulidad no es solo una reacción de su
naturaleza caída, sino también un asentimiento de la mente y un consentimiento
de la voluntad, y es precisamente eso lo que le hace responsable ante Dios, de
manera que el no poder y el no querer son simplemente aspectos de una misma
cosa: un corazón endurecido y recalcitrante (Mt. 23:37; Hch. 7:51).
Ahora bien, si Dios
hace a los incrédulos responsables de su incredulidad, ¿qué podemos decir acerca
de nosotros mismos, i.e. de los que
hemos creído para salvación? Me explico: Si nadie, en su estado de natural
corrupción, quiere y puede obedecer al evangelio o a las exhortaciones de Dios,
y no obstante Dios hace responsables a las personas por su incredulidad (tanto
en el no querer como en el no poder), ¿qué sucede con los que creen? Si, como
ya dijimos antes, únicamente aquellos que por la obra de Dios en sus corazones
y mentes son los que vienen a la fe, ¿puede entonces decirse que son
responsables de haber creído? Alguno pudiera razonar acerca de este punto y
decir que si Dios nos atrajo hacia sí mismo obrando activamente en nuestro
corazón y en nuestra voluntad, entonces no vinimos a Él libremente, y si no fue
aquello un acto libre, entonces no fue voluntario, en consecuencia no somos
responsables por creer. Dios entonces causa violencia a la libertad de escoger
de los hombres, de manera que los que creemos somos llevados a esa convicción
en contra de nuestra voluntad.
No suelo leer esta
clase de razonamiento muy a menudo[14];
sin embargo, he encontrado reflexiones similares—menos elaborada, por supuesto—en
algunos foros de la Internet o en conversaciones informales entre creyentes.
Pues lo que no se ha
tomado en cuenta aquí, es que ningún hombre es verdaderamente libre para
escoger hacer lo contrario a lo que por naturaleza es (un incrédulo), por lo
que en cierto modo es verdad que los que creen no lo hacen en un acto libre de
la naturaleza caída; sin embargo, esta fe que en nosotros es despertada, lo es
como consecuencia de lo que previamente Dios ha obrado ya en nuestro corazón.
Para mí es un completo misterio esta operación de la gracia divina; algunos—en
realidad la mayoría de los teólogos con una soteriología reformada—lo vinculan
a la regeneración o al nuevo nacimiento, otros; sin embargo, creen que pudiera
tratarse de una cosa distinta (Erickson; Strong; Garrett; Morris; Ryrie, entre
otros), pero cuyos efectos hacen que finalmente nuestra voluntad esclava del
pecado sea liberada y, en un acto de completa y asombrosa lucidez, alcemos
nuestros ojos a Dios y creamos para salvación. Sea como sea que Dios obre, no
existe entonces violencia, ni a la voluntad ni a la libertad del hombre, sino
que todo lo contrario. Como dijo años atrás el profesor Lacueva:
El llamamiento divino eficaz no quita
la libertad, sino que la da (V. Jn.
8:32), porque, al infundir criterios correctos y motivos realmente valiosos,
restaura el adecuado ejercicio del albedrío y confiere la facultad dignificante
de poder llegar a ser hijos de Dios
(Jn. 1:12), abandonando la esclavitud del pecado y del demonio.[15]
Entonces, aunque es
verdad que los que creen no lo hacen en un acto libre de la naturaleza caída,
sí lo hacen libre y voluntariamente, esto es, sobre la base de una libertad
restaurada por la obra soberana de Dios, o, como leemos en la Confesión de fe de Westminster: «ellos van con absoluta libertad, habiendo recibido la voluntad de hacerlo por la gracia de Dios» (CFW X. I). De manera que sí somos, después de
todo, responsables por haber creído, incluso cuando Dios no nos consultó si
acaso queríamos o no ser escogidos para ello. A este respecto, pienso que en
lugar de cuestionarnos esa elección, debiéramos brincar de felicidad y de
gratitud a Dios, reconociendo que en todo y para todo Él es Soberano, además
¿quiénes somos nosotros para que alterquemos con Dios? «¿Dirá el vaso de barro
al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así?» (Ro 9:20). No debemos olvidar,
llegados a este punto, que sólo somos criaturas sujetas a la voluntad del
Creador, quien obra todo y en todos para su propia gloria y por su sola gracia.
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NOTAS:
[1] Una crítica más
o menos reciente a la doctrina de la gracia irresistible, puede leerse en el
extenso capítulo de Steve W. Lemke, para el libro Todo aquel que en Él cree. (Nashville, Tennessee: B&H Español, 2016), pp.135-202; publicado
originalmente en 2010 con el título Whosoever
Will: A Biblical-Theological Critique of Five-Point Calvinism (B&H
Publishing Group).
[3] R. C. Sproul, Escogidos por Dios. 2ª Edición (Bogotá: Faro de Gracia, 2009), p. 85.
[4] Millard
Erickson, Teología sistemática
(Barcelona: CLIE, Segunda edición Colección Teológica Contemporánea, 2008), p.
936.
[5] J. Mathew Pinson, ed. La
seguridad de la salvación. Cuatro puntos de vista (Barcelona: CLIE,
2006), pp. 205-206.
[6] John Murray, La Redención. Consumada y Aplicada (Grand Rapids,
Michigan: Libros Desafío, 2007), pp.
90-91.
[7] Por ejemplo,
David Hunt escribió: “Tome una comprensión humana de ´muerto`, mézclela con la
comprensión inmadura de la Palabra de Dios por parte del joven Juan Calvino,
contaminada con filosofía agustiniana, agítelo todo y obtendrá la teoría de la
Depravación Total”. “What Love is this?
Calvinism´s misrepresentation of God” (¿Qué amor es ese? Calvinismo: Una falsa representación de Dios), p. 119.
[8] Herman Hoeksema, Todo el
que quiera, [en línea] [Mayo de 2013]. Disponible en la Web:
[10] Contra Henry C. Thiessen, Lectures
in Systematic Theology (Grand Rapids,
Michigan: Eerdmans, 1949), p. 347 y Stephen M. Ashby (véase, p. ej. en J.
Mathew Pinson, ed. La seguridad de
la salvación. Cuatro puntos de vista (Barcelona: CLIE, 2006), pp. 157-160),
y en general los proponentes de la doctrina de la «gracia preveniente». Para
una respuesta más extensa a esta doctrina, véase mi artículo «Elección, predestinación y presciencia», sección final Apéndice (aquí).
[11] Si se mira con
atención, esto es similar a lo que suponen los proponentes de la «gracia
preveniente», con la salvedad de que estas operaciones del Espíritu son
llevadas a cabo únicamente en los escogidos, siendo la respuesta de estos
positiva en todos los casos, corolario de la doctrina de la elección y la
predestinación.
[13] Arthur W. Pink, La Soberanía de Dios, pp. 33-34.
[14] Aunque una
reflexión a partir de esta idea puede leerse en el ya mencionado capítulo de Steve
W. Lemke, para el libro Todo aquel que en
Él cree, pp. 139-145.
[15] Francisco
Lacueva, Doctrinas de la Gracia (Barcelona:
CLIE, 1975), p. 67.
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