Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

jueves, 7 de noviembre de 2019

Una salvación tan grande



“Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos (v.1). Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme, y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución, (v.2) ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? La cual, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, (v.3) testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad (v.4).” —Hebreos 2:1-4 (Versión Reina Valera 1960)


                       Hebreos 2:3 es conocido por ser uno de esos textos a los que a menudo se acude cuando se discute acerca de la seguridad de nuestra salvación. Y quienes acuden a él lo hacen no precisamente para respaldar nuestra seguridad en la salvación, sino porque ven en él una afirmación para sostener más bien lo contrario. En esta entrada me quiero, pues, detener a comentar este pasaje en concreto y explicar cómo es que solo una lectura miope podría favorecer esa idea.
            Nuestro texto comienza con la siguiente pregunta retórica y reflexiva: «¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?». Antes de abordar este pasaje es necesario primero identificar a las personas a quienes se dirige aquí el autor, así como los términos claves que emplea para ello. A simple vista—y a juzgar por el contexto y el discurso general de la epístola—es evidente que está hablándole a creyentes, principalmente judíos cristianos entre quienes él mismo también se incluye (nótese el uso del verbo y del pronombre personal en la primera persona del plural: «escaparemos»; «nosotros», respectivamente). En cuanto a los términos, nos interesan aquí los verbos traducidos al español (RV60 y otras versiones) como: «escaparemos» (ἐκφευξόμεθα [ekpheuxómetha]) y «descuidamos» (ἀμελήσαντες [amelésantes], aunque aquí el aoristo en participio podría bien leerse «habiendo descuidado», pero es preferible conservar la categoría de participio adverbial de condición—«si descuidamos»—así que lo dejaremos así). Respectivamente, los verbos empleados en el texto griego son: ekfeúgo (lit. «escapar»; «huir fuera», como en Hch. 16:27) y ameléo («desentenderse»; «desestimar»; «tener en poco»; «no hacer caso»; «descuidar», como en 1 Ti. 4:14), este último un verbo compuesto de a (prefijo usado como partícula negativa) y mélo (lit. «atender», «importar», «dar interés»).
            En cuanto al texto como tal, algunos gustosamente—y prejuiciosamente cabe señalar—han leído este pasaje de un modo parecido a esto: «¿cómo escaparemos nosotros de ser condenados eternamente si perdemos una salvación tan grande?». Sin embargo, nótese que el texto por sí sólo no nos dice de qué escaparemos, simplemente dice: «¿cómo escaparemos, si…?». Y tampoco habla de «perder» una salvación tan grande, sino de «descuidarla» o, más literalmente, «tenerla en poco» (compárese con 1 Ti. 4:14, en donde Pablo exhorta a Timoteo a «no descuidar»—NO a no perder—el don que hay en él, cf. Ro. 11:29). Ahora bien, en cuanto al verbo «escaparemos», el versículo que le antecede me parece que nos da una pista interesante con relación a aquello a lo que se estaba refiriendo el autor de la epístola: «… si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme, y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución...» (v. 2). Cuando nuestro autor hace la pregunta que estamos analizando, es indudable que continúa con la reflexión anterior; se trata de una anáfora evidente y de un razonamiento a minori ad maius (de menos a mayor, también conocido este como a fortiori; y como qal-wachomer entre los antiguos rabinos) que inicia con el condicional «si» («si la palabra dicha por...»), y por consiguiente sólo estaría diciendo algo así como: «¿cómo escaparemos nosotros de recibir también una justa y mayor retribución, si tenemos en poco [verbo ameléo] una salvación tan grande como la que nos ha sido anunciada?». Esto resulta todavía más claro cuando seguimos con el final del v. 3 y todo el v. 4, en donde el autor les hace ver a sus lectores que si los israelitas del antiguo pacto recibieron su justo pago por su desobediencia a los mandamientos y demandas de Dios—todo lo cual fue anunciado por medio de los ángeles (v. 2; cf. Hch. 7:53; Gál. 3:19)—cuánto más estos a quienes se les escribe recibirán el justo pago (o, más literalmente, «justa recompensa») por sus transgresiones, habiendo recibido una salvación que fue proclamada inicialmente por el mismo Señor y luego confirmada por quienes lo oyeron de Él testificando Dios con señales y prodigios. En otras palabras, es como si dijera: «El Mensajero (Jesús) y el mensaje (el Evangelio) del Nuevo Pacto son superiores a los mensajeros (los ángeles) y al mensaje (la ley; los preceptos) del Antiguo Pacto; por tanto, si los que vivieron bajo esa antigua dispensación recibieron la recompensa justa por su desobediencia, ¿cuánto más nosotros que tenemos una mayor y más excelente revelación, si descuidamos lo que ahora tenemos (una salvación tan grande)?».
            Hasta aquí, hemos visto que a lo que se refiere el autor con la pregunta «¿cómo escaparemos nosotros, si...?» es al justo pago o retribución por la desobediencia (o más exactamente por tener en poco una salvación tan grande). Ahora bien, cabe preguntarse qué clase de retribución es la que tiene él en mente; si acaso habla de condenación eterna o de otra cosa. Lo primero que tenemos que observar es cómo el v. 2 traslada intencionalmente a los lectores hacia el Antiguo Pacto, allí donde Dios juzgó y castigó las desobediencias de cada antepasado israelita. Sin embargo, esto no nos dice mucho acerca de la clase de retribución que estos recibieron; de hecho, cuando leemos el Antiguo Testamento notamos una amplia variedad de posibilidades: desde el castigo más severo que era la muerte física encaminada hacia la perdición eterna, hasta castigos que sólo conllevaban disciplina con fines más bien correctivos. Sin embargo, no tenemos que olvidar que la advertencia está dicha a creyentes, no a incrédulos, de manera que estamos en una buena posición para afirmar que dicha retribución no puede, por ninguna justa razón, tratarse de condenación eterna. Debemos, pues, recordar que un distintivo propio de cada verdadero creyente es que, como dijo el Señor: «tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, más ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24). Pablo también es enfático en afirmar que: «ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1). A los efesios también les señala que: «En él [en Cristo] también ustedes, cuando oyeron el mensaje de la verdad, el evangelio que les trajo la salvación, y lo creyeron, fueron marcados con el sello que es el Espíritu Santo prometido. Éste garantiza nuestra herencia hasta que llegue la redención final del pueblo adquirido por Dios, para alabanza de su gloria» (Ef. 1:13-14. NVI 1999). Todos estos pasajes nos hablan de «POSICIÓN» y de «SEGURIDAD». Es posición de justicia para el pecador a quien se le han perdonado todos sus pecados y está unido por la fe a Cristo. Es una posición de justicia que trae consigo la certeza y seguridad de la vida eterna—no sólo como una mera esperanza futura o escatológica (aunque lo es), sino ahora, en el tiempo presente (Jn. 5:24; 6:47, 54; Ef. 2:1; 1 Jn. 5:12-13). Pero es también posición de victoria para el que está colocado en la victoria que es por medio de Cristo (Ro. 8:37; 1 Co. 15:57; 1 Jn. 5:4-5), de manera que puede decir confiado, junto con el apóstol Pablo: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios, si Dios es el que nos ha declarado justos? ¿Quién es el que condenará, si el Juez de toda la tierra ya ha cargado la condenación nuestra sobre su Hijo, quien además intercede por nosotros a la diestra suya, como un abogado que defiende continuamente nuestra causa?» (Ro. 8:33-34, cf. 1 Jn. 2:1).
            No podemos evitar la obvia conclusión de que la «justa retribución» a un creyente que «descuide una salvación tan grande» no implica pérdida de salvación, sino algo distinto. Y así como la consciencia israelita estaba marcada por el recuerdo de aquellas historias de antaño, en las cuales Dios juzgó a quienes incurrieron en pecados de distinta naturaleza e índole, no constituyendo juicios de condenación eterna; ahora estos lectores, entendiendo el lenguaje y propósito de quien les escribe en su propia jerga, pueden recibir la advertencia, no como si comportasen la idea de juicio condenatorio (dejar de ser salvos, por ejemplo), sino como una exhortación a no descuidar la posición en la que han sido colocados; de lo contrario recibirán la justa disciplina que es, no para los que están sin Cristo, sino para los que son recibidos como hijos de Dios (LÉASE Hebreos 12:4-11). Estos israelitas a quienes se les escribe estaban bastante familiarizados con historias como las de Moisés, a quien Dios «castigó» con no entrar a la tierra «donde fluye leche y miel» por no haberle obedecido y creído en aquella ocasión cuando estaban en el desierto de Zin en Cades (Dt. 32:51-52; cf. Nm. 20:11-12)—aun cuando fue obediente y crédulo en otros tantos momentos. También David, quien fue descrito por Dios como «varón conforme a mi corazón» (Hch. 13:22), fue retribuido severamente por haber cometido, no uno, sino al menos dos pecados graves en la misma dirección—adulterio y asesinato (2 Sam. 11-12). También, y en otra oportunidad, tuvo que aceptar el castigo divino por haber censado al pueblo, cosa que desagradó enormemente a Dios—que también juzgó juntamente con David a toda la nación (2 Sam. 24:1-15; 1 Cro. 21:1-14). Jonás fue tragado por un gran pez luego de que desobedeciera el mandato de Dios de ir a pregonar su mensaje a los habitantes de Nínive (Jon. 1:1-3, 17). Sansón, uno de los jueces de Israel, sufrió las consecuencias de sus faltas; no obstante, la Escritura le coloca entre los grandes de la fe a quienes Dios usó poderosamente (He. 11:32-34). Todos estos ejemplos nos hablan de hombres que recibieron su «justa retribución» por sus pecados; no obstante, en ninguno de estos ejemplos es posible hablar de condenación eterna. Considérese, juntamente con estos ejemplos, las incontables ocasiones en que Dios juzgó a la nación completa, trayendo sobre ella la espada de naciones más grandes y poderosas; sin embargo, aún en medio de este trato correctivo podemos leer al profeta Jeremías diciendo al remanente de Israel: «Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad» (Lm. 3:22-23). Respecto al mismo escenario de juicio, Dios puede decir, por medio del profeta Isaías: «Por un breve momento te abandoné, pero te recogeré con grandes misericordias. Con un poco de ira escondí mi rostro de ti por un momento; pero con misericordia eterna tendré compasión de ti, dijo Jehová tu Redentor» (Is. 54:7-8).
            A juzgar por todo lo anterior, me parece que la advertencia de Hebreos 2:3 nada tiene que ver con perdición eterna o con dejar de ser salvos (lo cual en síntesis es lo mismo), sino con aquella clase de reprensión con la cual Dios disciplina a sus hijos (Hebreos 12:5-6) cuando estos se han apartado del santo camino en pos de los vicios de la carne o de falsas enseñanzas, dando así por momentos la espalda a Cristo. Y el hecho es que ningún creyente está libre de la acción disciplinaria de Dios cuando ha sido rebelde o desobediente; y cuando Dios actúa en esta dirección lo hace en trato correctivo y siempre encaminado a la restauración y santificación de vida de aquellos que son su remanente escogido por gracia. Es desde aquí, y sobre este escenario, que nuestro hagiógrafo exhorta a sus lectores a la necesidad de atender diligentemente a las cosas que han oído del Señor, no sea que nos deslicemos o «desviemos» (cf. LBLA) (v. 1), como quien ha perdido el rumbo (cf. NVI 1999) de navegación y se dirige hacia las rocas. De ahí que la exhortación se transforma en una advertencia seria que no podemos tomarnos a la ligera, sino que con el temor reverente que merecen las palabras de este autor que escribe a creyentes a quienes insta a mantener su profesión de fe.



Mauricio A. Jiménez

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