“Por
tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos
oído, no sea que nos deslicemos (v.1). Porque si la palabra dicha por medio de los
ángeles fue firme, y toda transgresión y desobediencia recibió justa
retribución, (v.2) ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación
tan grande? La cual, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos
fue confirmada por los que oyeron, (v.3) testificando Dios juntamente con
ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del
Espíritu Santo según su voluntad (v.4).” —Hebreos
2:1-4 (Versión Reina Valera 1960)
Hebreos
2:3 es conocido por ser uno de esos textos a los que a menudo se acude cuando
se discute acerca de la seguridad de nuestra salvación. Y quienes acuden a él
lo hacen no precisamente para respaldar nuestra seguridad en la salvación, sino
porque ven en él una afirmación para sostener más bien lo contrario. En esta
entrada me quiero, pues, detener a comentar este pasaje en concreto y explicar
cómo es que solo una lectura miope podría favorecer esa idea.
Nuestro
texto comienza con la siguiente pregunta retórica y reflexiva: «¿cómo
escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?». Antes de
abordar este pasaje es necesario primero identificar a las personas a quienes
se dirige aquí el autor, así como los términos claves que emplea para ello. A
simple vista—y a juzgar por el contexto y el discurso general de la epístola—es
evidente que está hablándole a creyentes, principalmente judíos cristianos
entre quienes él mismo también se incluye (nótese el uso del verbo y del
pronombre personal en la primera persona del plural: «escaparemos»; «nosotros»,
respectivamente). En cuanto a los términos, nos interesan aquí los verbos
traducidos al español (RV60 y otras versiones) como: «escaparemos» (ἐκφευξόμεθα [ekpheuxómetha])
y «descuidamos» (ἀμελήσαντες [amelésantes], aunque aquí el aoristo en participio podría bien
leerse «habiendo descuidado», pero es preferible conservar la categoría de participio
adverbial de condición—«si descuidamos»—así que lo dejaremos así). Respectivamente,
los verbos empleados en el texto griego son: ekfeúgo (lit. «escapar»; «huir fuera», como en Hch. 16:27) y ameléo («desentenderse»; «desestimar»; «tener
en poco»; «no hacer caso»; «descuidar», como en 1 Ti. 4:14), este último un
verbo compuesto de a (prefijo usado
como partícula negativa) y mélo (lit.
«atender», «importar», «dar interés»).
En cuanto al texto como tal, algunos
gustosamente—y prejuiciosamente cabe señalar—han leído este pasaje de un modo parecido
a esto: «¿cómo escaparemos nosotros de ser
condenados eternamente si perdemos
una salvación tan grande?». Sin embargo, nótese que el texto por sí sólo no nos
dice de qué escaparemos, simplemente dice: «¿cómo escaparemos, si…?». Y tampoco
habla de «perder» una salvación tan grande, sino de «descuidarla» o, más
literalmente, «tenerla en poco» (compárese con 1 Ti. 4:14, en donde Pablo
exhorta a Timoteo a «no descuidar»—NO a no perder—el don que hay en él, cf. Ro.
11:29). Ahora bien, en cuanto al verbo «escaparemos», el versículo que le
antecede me parece que nos da una pista interesante con relación a aquello a lo
que se estaba refiriendo el autor de la epístola: «… si la palabra dicha por
medio de los ángeles fue firme, y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución...» (v. 2). Cuando
nuestro autor hace la pregunta que estamos analizando, es indudable que
continúa con la reflexión anterior; se trata de una anáfora evidente y de un
razonamiento a minori ad maius (de menos a mayor, también conocido este
como a fortiori; y como qal-wachomer entre los antiguos rabinos)
que inicia con el condicional «si» («si la
palabra dicha por...»), y por consiguiente sólo estaría diciendo algo así como:
«¿cómo escaparemos nosotros de recibir también una justa y mayor retribución, si tenemos en poco [verbo ameléo] una
salvación tan grande como la que nos ha sido anunciada?». Esto resulta todavía
más claro cuando seguimos con el final del v. 3 y todo el v. 4, en donde el
autor les hace ver a sus lectores que si los israelitas del antiguo pacto
recibieron su justo pago por su desobediencia a los mandamientos y demandas de
Dios—todo lo cual fue anunciado por medio de los ángeles (v. 2; cf. Hch. 7:53;
Gál. 3:19)—cuánto más estos a quienes se les escribe recibirán el justo pago (o,
más literalmente, «justa recompensa») por sus transgresiones, habiendo recibido
una salvación que fue proclamada inicialmente por el mismo Señor y luego
confirmada por quienes lo oyeron de Él testificando Dios con señales y
prodigios. En otras palabras, es como si dijera: «El Mensajero (Jesús) y el
mensaje (el Evangelio) del Nuevo Pacto son superiores a los mensajeros (los
ángeles) y al mensaje (la ley; los preceptos) del Antiguo Pacto; por tanto, si
los que vivieron bajo esa antigua dispensación recibieron la recompensa justa
por su desobediencia, ¿cuánto más nosotros que tenemos una mayor y más
excelente revelación, si descuidamos lo que ahora tenemos (una salvación tan
grande)?».
Hasta aquí, hemos visto que a lo que
se refiere el autor con la pregunta «¿cómo escaparemos nosotros, si...?» es al
justo pago o retribución por la desobediencia (o más exactamente por tener en
poco una salvación tan grande). Ahora bien, cabe preguntarse qué clase de
retribución es la que tiene él en mente; si acaso habla de condenación eterna o
de otra cosa. Lo primero que tenemos que observar es cómo el v. 2 traslada
intencionalmente a los lectores hacia el Antiguo Pacto, allí donde Dios juzgó y
castigó las desobediencias de cada antepasado israelita. Sin embargo, esto no
nos dice mucho acerca de la clase de retribución que estos recibieron; de hecho,
cuando leemos el Antiguo Testamento notamos una amplia variedad de
posibilidades: desde el castigo más severo que era la muerte física encaminada
hacia la perdición eterna, hasta castigos que sólo conllevaban disciplina con
fines más bien correctivos. Sin embargo, no tenemos que olvidar que la
advertencia está dicha a creyentes, no a incrédulos, de manera que estamos en
una buena posición para afirmar que dicha retribución no puede, por ninguna
justa razón, tratarse de condenación eterna. Debemos, pues, recordar que un
distintivo propio de cada verdadero creyente es que, como dijo el Señor: «tiene
vida eterna; y no vendrá a condenación,
más ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24). Pablo también es enfático en
afirmar que: «ninguna condenación hay
para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1). A los efesios también les señala
que: «En él [en Cristo] también ustedes, cuando oyeron el mensaje de la verdad,
el evangelio que les trajo la salvación, y lo creyeron, fueron marcados con el
sello que es el Espíritu Santo prometido. Éste
garantiza nuestra herencia hasta que llegue la redención final del pueblo
adquirido por Dios, para alabanza de su gloria» (Ef. 1:13-14. NVI 1999). Todos
estos pasajes nos hablan de «POSICIÓN» y de «SEGURIDAD». Es posición de
justicia para el pecador a quien se le han perdonado todos sus pecados y está
unido por la fe a Cristo. Es una posición de justicia que trae consigo la
certeza y seguridad de la vida eterna—no sólo como una mera esperanza futura o
escatológica (aunque lo es), sino ahora, en el tiempo presente (Jn. 5:24; 6:47,
54; Ef. 2:1; 1 Jn. 5:12-13). Pero es también posición de victoria para el que está
colocado en la victoria que es por medio de Cristo (Ro. 8:37; 1 Co. 15:57; 1 Jn.
5:4-5), de manera que puede decir confiado, junto con el apóstol Pablo: «¿Quién
acusará a los escogidos de Dios, si Dios es el que nos ha declarado justos? ¿Quién
es el que condenará, si el Juez de toda la tierra ya ha cargado la condenación
nuestra sobre su Hijo, quien además intercede por nosotros a la diestra suya,
como un abogado que defiende continuamente nuestra causa?» (Ro. 8:33-34, cf. 1 Jn.
2:1).
No podemos evitar la obvia
conclusión de que la «justa retribución» a un creyente que «descuide una
salvación tan grande» no implica pérdida de salvación, sino algo distinto. Y
así como la consciencia israelita estaba marcada por el recuerdo de aquellas
historias de antaño, en las cuales Dios juzgó a quienes incurrieron en pecados
de distinta naturaleza e índole, no constituyendo juicios de condenación
eterna; ahora estos lectores, entendiendo el lenguaje y propósito de quien les
escribe en su propia jerga, pueden recibir la advertencia, no como si comportasen
la idea de juicio condenatorio (dejar de ser salvos, por ejemplo), sino como
una exhortación a no descuidar la posición en la que han sido colocados; de lo
contrario recibirán la justa disciplina que es, no para los que están sin
Cristo, sino para los que son recibidos como hijos de Dios (LÉASE Hebreos
12:4-11). Estos israelitas a quienes se les escribe estaban bastante
familiarizados con historias como las de Moisés, a quien Dios «castigó» con no
entrar a la tierra «donde fluye leche y miel» por no haberle obedecido y creído
en aquella ocasión cuando estaban en el desierto de Zin en Cades (Dt. 32:51-52;
cf. Nm. 20:11-12)—aun cuando fue obediente y crédulo en
otros tantos momentos. También David, quien fue descrito por Dios como «varón
conforme a mi corazón» (Hch. 13:22), fue retribuido severamente por haber
cometido, no uno, sino al menos dos pecados graves en la misma dirección—adulterio
y asesinato (2 Sam. 11-12). También, y en otra oportunidad, tuvo que aceptar el
castigo divino por haber censado al pueblo, cosa que desagradó enormemente a
Dios—que también juzgó juntamente con David a toda la nación (2 Sam. 24:1-15; 1
Cro. 21:1-14). Jonás fue tragado por un gran pez luego de que desobedeciera el
mandato de Dios de ir a pregonar su mensaje a los habitantes de Nínive (Jon.
1:1-3, 17). Sansón, uno de los jueces de Israel, sufrió las consecuencias de
sus faltas; no obstante, la Escritura le coloca entre los grandes de la fe a
quienes Dios usó poderosamente (He. 11:32-34). Todos estos ejemplos nos hablan
de hombres que recibieron su «justa retribución» por sus pecados; no obstante,
en ninguno de estos ejemplos es posible hablar de condenación eterna. Considérese,
juntamente con estos ejemplos, las incontables ocasiones en que Dios juzgó a la
nación completa, trayendo sobre ella la espada de naciones más grandes y
poderosas; sin embargo, aún en medio de este trato correctivo podemos leer al
profeta Jeremías diciendo al remanente de Israel: «Por la misericordia de
Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias.
Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad» (Lm. 3:22-23). Respecto al
mismo escenario de juicio, Dios puede decir, por medio del profeta Isaías: «Por
un breve momento te abandoné, pero te recogeré con grandes misericordias. Con
un poco de ira escondí mi rostro de ti por un momento; pero con misericordia
eterna tendré compasión de ti, dijo Jehová tu Redentor» (Is. 54:7-8).
A juzgar por todo lo anterior, me
parece que la advertencia de Hebreos 2:3 nada tiene que ver con perdición
eterna o con dejar de ser salvos (lo cual en síntesis es lo mismo), sino con aquella
clase de reprensión con la cual Dios disciplina a sus hijos (Hebreos 12:5-6)
cuando estos se han apartado del santo camino en pos de los vicios de la carne
o de falsas enseñanzas, dando así por momentos la espalda a Cristo. Y el hecho
es que ningún creyente está libre de la acción disciplinaria de Dios cuando ha
sido rebelde o desobediente; y cuando Dios actúa en esta dirección lo hace en
trato correctivo y siempre encaminado a la restauración y santificación de vida
de aquellos que son su remanente escogido por gracia. Es desde aquí, y sobre
este escenario, que nuestro hagiógrafo exhorta a sus lectores a la necesidad de
atender diligentemente a las cosas que han oído del Señor, no sea que nos
deslicemos o «desviemos» (cf. LBLA) (v. 1), como quien ha perdido el rumbo (cf. NVI 1999) de navegación y se dirige hacia las
rocas. De ahí que la exhortación se transforma en una advertencia seria que no
podemos tomarnos a la ligera, sino que con el temor reverente que merecen las
palabras de este autor que escribe a creyentes a quienes insta a mantener su
profesión de fe.
Mauricio
A. Jiménez
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