[Lo que sigue fue tomado y
adaptado para la presente publicación, de mi libro “La Justicia de Dios
revelada: Hacia una teología de la justificación” (Salem, OR: Publicaciones Kerigma, 2017) pp. 132-135]
Ciertamente, aunque hablamos de la vida obediente y de la muerte de cruz
de Jesús a fin de ser nosotros hallados justos y perdonados (su justicia «activa»
y «pasiva»)[1], no podemos pasar aquí por
alto el gran hecho histórico de su resurrección, hecho que tiene también sendas
implicaciones para nuestra justificación. En Romanos 4:25 leemos a Pablo
diciendo acerca de Jesús, que “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”[2].
Pero, ¿cómo es que la resurrección de Cristo es también significativa para
nuestra justificación? Es del todo importante que entendamos las razones de
esta afirmación. Aquí me gustaría aportar las palabras de John
V. Fesko en su muy breve, aunque no por ello menos preciso, escrito sobre la
doctrina de la justificación:
“La vida y muerte de Cristo son fundamentales para la doctrina de la
justificación, pero lo que muchos no entienden es que la resurrección es tan
importante y necesaria como ellas. La resurrección es necesaria por varias
razones. Primero, si la muerte hubiera sido capaz de retener a Jesús en sus
lazos, esto habría significado que Jesús sería culpable de pecado. Como Pablo
explica, “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). Por tanto, si Jesús
hubiera permanecido en la tumba, su crucifixión habría sido legítima. Segundo,
si Cristo no se hubiera levantado de los muertos, esto habría significado que
el poder del pecado y la muerte no habría sido conquistado. Tercero, si Jesús
no se hubiera levantado de los muertos, esto habría significado que Dios no
habría aceptado el sacrificio a favor del pueblo de Dios. Pablo explica a los
corintios: “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros
pecados” (1 Co. 15:17). Es por estas tres razones, entonces, que Pablo traza
una relación íntima entre la doctrina de la justificación y la resurrección de
Jesús”[3]
No podemos estar más de acuerdo con él en esta explicación. Pero es
necesario profundizar un poco más.
En la cruz el Señor pagó con su muerte por nuestros pecados; en su
resurrección, en cambio, el poder del pecado y de la muerte fue conquistado. Y
es precisamente por esta victoria sobre la muerte, que el creyente puede
descansar en la esperanza futura de su propia transformación y resurrección escatológica,
en la que lo corruptible será vestido de incorrupción (1 Co. 15:51 y ss.). Es,
por supuesto que sí, sobre este fundamento que el apóstol Pablo puede decir
confiado: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh
sepulcro, tu victoria? ya que el
aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias
sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor
Jesucristo” (1 Co. 15:55-57).
Cierto es que la resurrección de Jesús
tiene fuertes implicaciones respecto de su identidad como Mesías y como Señor
de todo el cosmos. En otras palabras, Jesús en verdad es el Cristo
prometido—el descendiente del linaje de David según la carne, por medio de
quien Dios acercaría su Reino y restauraría todas las cosas. Y aunque su ministerio terrenal es
evidencia de ello (cf. Lc 7:18-22) su
resurrección de entre los muertos por el poder de Dios es la gran prueba definitiva.[4] Por
otra parte, y esta es la significación que nos ocupa aquí, la resurrección de
Cristo es también la gran prueba de la aprobación divina del sacrificio vicario ofrecido
en la cruz. “El Padre, al resucitar a Jesús de entre los muertos”, comenta
Hendriksen, “nos asegura que el sacrificio expiatorio ha sido aceptado; en
consecuencia, nuestros pecados son perdonados.”[5] Es la
aceptación del sacrificio de expiación lo que asegura también que nuestros
pecados en verdad fueron perdonados, en consecuencia la muerte ya no es para
nosotros una sombra amenazante. Dicho de otro modo, así como en su muerte el
Señor pagó el precio por nuestros pecados, por su resurrección de la muerte nos
garantizó que el perdón (aquí expresado como “justificación”) fue en verdad logrado.
Siendo el pecado la gran influencia sobre
nosotros, la muerte física resulta algo natural
para el que está posicionado sobre la culpa de la iniquidad, como consecuencia de la corrupción de nuestra carne; sin embargo, en
Cristo como ofrenda de expiación por el pecado y resucitado de entre los muertos, esa
influencia ha sido en verdad anulada para el que se encuentra en unión con Él. La
victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte es también la garantía que
asegura la futura liberación del creyente respecto de las consecuencias del pecado; es,
por tanto, una resurrección con claras consecuencias salvíficas en el marco de una escatología consumada. N. T. Wright está en lo correcto cuando dice que: “La resurrección demuestra que la cruz no fue simplemente otra
desagradable eliminación de un insensato aspirante a Mesías; fue el acto
salvador de Dios. La resurrección de Jesús de entre los muertos llevada a cabo por
Dios fue, por tanto, el acto en el que la justificación—la acreditación de todo
el pueblo de Dios “en Cristo”—estaba contenida sucintamente.”[6]
Una cosa más que podríamos agregar a lo
anterior, es que, como dijo Samuel Pérez Millos, “sin la resurrección no
hubiera sido posible la justificación del pecador porque no habría objeto de
fe, ni manifestación del sacrificio expiatorio (3:25), ni intercesor, ni
abogado.”[7] Esto
es cierto en una buena medida, ya que, como hemos dicho, toda la verdad tocante
a Jesús como Mesías, como Salvador, como Señor y como Hijo de Dios, depende de su victoria
sobre la muerte, esto es, de su resurrección como acto divino y para prueba
definitiva de su identidad como verdadero Redentor y Dios. Ciertamente, la fe
en un mesías muerto no habría tenido más valor que la fe de los propios judíos
que todavía esperaban (y esperan) al Redentor de Israel. Por consiguiente, sólo en la
medida que la fe sea despertada y gobernada por la convicción toda segura de
que Jesús el Cristo en verdad resucitó de entre los muertos, es que nuestra justificación será en verdad posible en cuanto a declaración de parte del Juez del cielo y de la tierra. Si Jesús no resucitó, no
hay en verdad razón para confiar en Él y en sus promesas (1 Co. 15:14).
Una
reflexión última por hacer tocante a la enorme importancia que reviste la
resurrección del Hijo de Dios, es que no importa si Juan y Marcos no comienzan
su narrativa evangelística hablándonos del nacimiento del Cristo (aunque Juan
remonta su existencia a la eternidad misma, Jn. 1:1-2ss.); tampoco importa si
Mateo y Lucas se enfocan en distintos momentos y aspectos de su nacimiento y
niñez. Una cosa es cierta, y esto es lo que verdaderamente debe a nosotros
importarnos: los cuatro evangelistas coinciden en un hecho al cual
todos ellos hacen referencia, como hecho histórico real, con carácter teológico
y de consecuencias cósmicas indubitables; todos ellos tienen un clímax en
común, y que es crucial para el desarrollo de la Iglesia (y también para la
escatología): este Jesús, el Cristo de Dios, venció la muerte y resucitó al
tercer día. El que fue crucificado por nuestros pecados y murió ensangrentado
en un madero con muerte de malhechor, se levantó en victoria de entre los
muertos. ¡El que es Señor de todo, el que es nuestra esperanza de vida, vive!
Mauricio A.
Jiménez
NOTAS:
[1] Véase un desarrollo más
o menos extenso en “La Justicia
de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación”, pp. 124-131.
[2] Se adopta
aquí la interpretación que da a la preposición διά en la segunda cláusula del versículo (“resucitado para nuestra justificación”) un sentido
prospectivo o futuro (“por el bien de”; “con miras a”), no retrospectivo
como en la primera cláusula (“fue entregado por [por causa de] nuestras transgresiones”). Una lectura diferente
puede leerse en BTX3, “el cual fue
entregado por causa de nuestras
transgresiones, y resucitado a causa de nuestra justificación”, aunque preferimos
aquí seguir la lectura sugerida por la RV60 y otras traducciones conocidas (NVI 1999; BJ; VM; KJV).
[3] J.V. Fesko, ¿Qué significa la Justificación por la Sola
Fe? (Faro de Gracia: Bogotá, 2015), 26-27.
[4] Como también dice N. T. Wright en su monumental trabajo sobre la resurrección: «La
resurrección de Jesús fue la acreditación
divina de éste como Mesías, “hijo de Dios” en ese sentido, representante de
Israel y por tanto del mundo.» —La resurrección del Hijo de Dios (Navarra:
Verbo Divino, 2008), 315. Véase un desarrollo en respaldo de esta idea, a modo
de argumentación, en las pp. 310-311 de la citada obra.
[5] William Hendriksen, Romanos (Grand
Rapids, Mi: Libros Desafío, 2009), 184.
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