Un espacio para la reflexión filosófica y teológica

martes, 5 de septiembre de 2023

Dios justo y salvador: Una perspectiva veterotestamentaria

 


Por

Mauricio A. Jiménez

 

Aún recuerdo cuando hace algunos años, en una muy concurrida conferencia en Temuco de Chile en que participaron conocidos expositores de fuera del país, uno de los invitados citó ese conocido pasaje de Isaías 45:21, en donde leemos:

 

“Y no hay más Dios que yo; Dios Justo y Salvador; ningún otro fuera de mí.”

 

«Nuestro Dios es Justo y Salvador», repitió el expositor enseguida, y añadió:

 

«¿Ustedes no ven ningún problema en ese texto? Porque hay un problema en ese texto. ¿Cómo puede ser Dios Justo y Salvador al mismo tiempo? O es Justo y nos condena; o es amoroso y nos salva; pero ¿Cómo se puede ser justo y salvador a la vez? … Mis hermanos, ¿Cómo resolvemos ese problema?» (énfasis mío)

 

Para ser justos con el expositor, sus palabras estaban insertas en el contexto de su muy bien abordada exposición acerca del evangelio y la doctrina de la justificación. La pregunta de fondo que aparentemente tenía él en mente era: ¿Cómo puede Dios ser Justo y Salvador a la vez, si partimos desde la base de que todos los hombres son unos pecadores culpables que no merecen salvación, sino precisamente que Dios les juzgue y condene, como el Juez Justo que es? Obviamente, nuestro hermano expositor estaba pensando en la justicia retributiva de Dios, lo que podríamos también denominar la «justicia punitiva» y «la justicia del juez». Bajo esa concepción, si Dios es Justo (lo dice el versículo), se sigue entonces que debe castigar al pecador y no simplemente eximirlo de su merecido castigo.

En mi libro sobre la doctrina de la justificación yo mismo afirmo sin tapujos: «la conciencia humana estará de acuerdo con la idea de que un Juez justo es el que condena al malvado, y que condenar al malvado es una cosa justa. Porque, ¿Qué otra cosa sino castigar al malvado es lo que corresponde hacer? ¡Es lo justo, es lo que corresponde!» (La justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación, 2017:103-04). En este mismo libro hablo también acerca este aspecto de la justicia de Dios; allí explico que en las Escrituras hay también ese sentido en el que podemos hablar de Dios como un Juez que juzga las acciones de los impíos, por la sencilla razón de que Él es un Dios Justo (y Santo), y se espera que, como tal—esto es, como Juez que es—, juzgue la maldad y condene al malvado. Dice, pues, el salmista: «Dios es juez justo, y Dios está airado contra el impío todos los días» (Sal 7:11) —«… Es un Dios que sentencia cada día», dice incluso otra versión. Esto se hace evidentemente claro también en Pablo, cuando alude al justo juicio de Dios, al escatológico evento del juicio final en el que Él pagará a cada hombre de este mundo conforme hayan sido sus obras (Ro 2: 5 y ss.).

Ahora bien, ¿era acaso respecto de esta clase de atributo de justicia de lo que hablaba Isaías en la cita del inicio? Nuestro expositor vio una aparente paradoja en ese texto en que se afirma tanto que Dios es Justo como que es Salvador, y esto debido a que de inmediato asumió que Isaías se estaba refiriendo al atributo de Dios de ser Justo en un sentido judicial y retributivo; esto es, la justicia en virtud de la cual Dios es Justo en sí mismo (como pensaba al principio Martín Lutero acerca de Romanos 1:17). Asumió que aquí «ser Justo» significaba aquella facultad en virtud de la cual Dios juzga las acciones justamente, como el Juez Justo que es. De ahí entonces que él pregunta desconcertado: ¿Cómo puede Dios ser Justo y Salvador al mismo tiempo?

Pero Isaías no estaba hablando acerca de eso. No estaba utilizando el adjetivo «Justo» (el hebreo tsaddíq) significando lo anterior. Y es que es habitual, incluso entre los predicadores más experimentados, a veces leer conceptos en la Biblia y entenderlos desde una óptica diferente a la propia del autor; a menudo influenciada por las propias ideas con las que uno va al texto bíblico, o porque simplemente se desconoce el uso de las terminologías dentro de ciertos contextos semánticos distintos al nuestro.

Pero, de nuevo, el uso que hace Isaías del término «Justo» (lo mismo que hace con «Justicia»—los sustantivos hebreos tsaddíq y eḏāqâ—prácticamente todas las veces que aparece el término a lo largo de los capítulos 40-66), no tiene aquí el sentido de rectitud retributiva; tampoco el de ser equitativo o ser una persona ética o moralmente recta, ni menos un sentido forense (como cuando se dice del que ha obedecido la ley de Dios y cumplido sus mandamientos), todos diferentes usos del término en otros contextos y lugares de la Biblia. Más bien es un adjetivo que alude a la fidelidad pactual de Dios. La idea aquí, en este versículo y en el contexto de este capítulo, no es que Dios es Justo y también Salvador, sino más bien la de que Dios es Justo y, por consiguiente, Salvador. De otro modo: Dios es Salvador por cuanto es Justo, significando con ello que es Misericordioso y Fiel a su pacto. Su justicia—ahora como sustantivo— se interpreta entonces por su actividad redentora, no solo en el sentido de que va en liberación de su pueblo y/o sus siervos cada vez que sufren a causa de sus enemigos, sino también, en varios otros casos, en un sentido escatológico, como apuntando hacia su vindicación futura por medio del Mesías (Is. 46:13; 59:17ss; Jer. 23:6). Es el Dios del pacto que, fiel a sus promesas y a la palabra de su pacto, rescata a su pueblo y trae salvación. Es, en otras palabras, el Justo Dios de la gracia y la misericordia; como también se dice de Él en otro lugar: «Justo es Yahvé en todos sus caminos, Y misericordioso en todas sus obras» (Sal 145:17, cf. Sal 36:5-6; 103:17). Y lo es no únicamente porque rescata a su pueblo, sino también porque lo preserva aun a pesar de sus pecados y del juicio que Él ha hecho venir sobre ellos (ver, p. ej., Lm 3:22-23).

Por supuesto que el contexto del capítulo 45 de Isaías respalda toda esta significación. Dios había anunciado la restauración nacional de Israel (cap. 40-44) y presagiado el levantamiento de Ciro de Persia (41:2, 25), a quien llamó «mi pastor» (44:28) y «ungido» (45:1), para que por medio de él se cumpliera su promesa de restaurar, por amor a su pueblo (45:4), a la nación de Jacob, tras haber sido arrasada por los babilonios (y antes por los asirios en el norte). En un contexto como este, Dios mismo actúa como garante de que cumplirá lo anunciado, porque Él es «Dios Justo y Salvador», es un Dios fiel a su palabra; un Dios que no ha olvidado al pueblo de su heredad, ni desechado a los objetos de su pacto (41:8-10), sino que hará aquello que se ha propuesto (46:10, ss.); no fallará, sino que, por medio de su siervo Ciro, hará reconstruir su ciudad desde las ruinas (la Jerusalén destruida por los babilonios) y pondrá en libertad a los desterrados de Judá (45:13, 44:26-28). Es «Dios Justo y Salvador», porque hará lo que ha prometido por amor a su pueblo; salvará a Israel con salvación eterna (45:17) y vindicará a su descendencia para que toda ella se gloríe en Él (45:25, cf. 46:13).

Ante un escenario como este, ¿debemos ver entonces algún problema en que Dios sea Justo y Salvador al mismo tiempo? ¡De ninguna manera! Por el contrario, su salvación es una cosa cierta precisamente por el hecho de que Dios es Justo; significándose con eso que es un Dios que cumple su pacto y la palabra de su consejo. Podía su pueblo estar confiado en Él, porque Él es Justo; Dios Justo y Salvador. Como dijo Nehemías tiempo después: «y cumpliste tu palabra, porque eres Justo» (Neh. 9:8).

Dicho lo anterior, es importante entonces entender que las misericordias de Dios son también una expresión de su justicia fiel y redentora, como se lee en el Salmo 40:10: «No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; He publicado tu fidelidad y tu salvación; No oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea» (cf. Is 11:5, «Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura»). Para los antiguos israelitas, la justicia de Dios era, en determinados contextos, todo lo contrario de una justicia que sentenciara o castigara. Era más bien la intervención redentora de Dios en la historia, en el cumplimiento de sus promesas y como prueba de su fidelidad pactual; era su justicia como actos de salvación y vindicación de su pueblo frente a sus enemigos nacionales. En tales contextos, la justicia de Dios, contrariamente a la idea de que fuera algo amenazante, era aquello en lo que los israelitas podían regocijarse y descansar confiadamente. Esta correspondencia entre la justicia de Dios y sus actos de salvación es especialmente notoria en aquellos pasajes cuyo sentido depende de ese paralelismo, ya sea en contextos muy específicos en donde se clama por su intervención, ya sea en el contexto de su propia fidelidad y compromiso con el pacto, como se puede apreciar en los siguientes ejemplos:


«Con tremendas cosas nos responderás tú en justicia,

Oh Dios de nuestra salvación,

Esperanza de todos los términos de la tierra,

Y de los más remotos confines del mar.» (Salmos 65:5)

 

«En ti, oh Yahvé, me he refugiado;

No sea yo avergonzado jamás.

Socórreme y líbrame en tu justicia;

Inclina tu oído y sálvame.

[…]

Mi boca publicará tu justicia

Y tus hechos de salvación todo el día,

Aunque no sé su número.

Vendré a los hechos poderosos de Yahvé el Señor;

Haré memoria de tu justicia, de la tuya sola.» (Salmos 71:1-2, 15-16)

 

«Yahvé ha hecho notoria su salvación;

A vista de las naciones ha descubierto su justicia(Salmos 98:2)

 

«Rociad, cielos, de arriba, y las nubes destilen la justicia; ábrase la tierra, y prodúzcanse la salvación y la justicia; háganse brotar juntamente. Yo Yahvé lo he creado.» (Isaías 45:8)

 

«Haré que se acerque mi justicia; no se alejará, y mi salvación no se detendrá. Y pondré salvación en Sion, y mi gloria en Israel.» (Isaías 46:13)

 

«Cercana está mi justicia, ha salido mi salvación, y mis brazos juzgarán a los pueblos; a mí me esperan los de la costa, y en mi brazo ponen su esperanza. Alzad a los cielos vuestros ojos, y mirad abajo a la tierra; porque los cielos serán deshechos como humo, y la tierra se envejecerá como ropa de vestir, y de la misma manera perecerán sus moradores; pero mi salvación será para siempre, mi justicia no perecerá. Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi ley. No temáis afrenta de hombre, ni desmayéis por sus ultrajes. Porque como a vestidura los comerá polilla, como a lana los comerá gusano; pero mi justicia permanecerá perpetuamente, y mi salvación por siglos de siglos.» (Isaías 51:5-8)

 

«En gran manera me gozaré en Yahvé, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como a novia adornada con sus joyas.» (Isaías 61:10)

 

«Por amor de Sion no callaré, y por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salvación se encienda como una antorcha. Entonces verán las gentes tu justicia, y todos los reyes tu gloria; y te será puesto un nombre nuevo, que la boca de Yahvé nombrará. Y serás corona de gloria en la mano de Yahvé, y diadema de reino en la mano del Dios tuyo.» (Isaías 62:1-3)

 

Y no es que en el trasfondo veterotestamentario deban entenderse las palabras «justicia» y «salvación» como palabras sinónimas, sino que, dentro de la amplia gama de significados que tiene el término (ver excurso al final), esta relación en paralelo es una de las más comunes y más abundantes, en especial en los textos que están revestidos de ese lenguaje escatológico que tiene carácter redentor. Y es que, en momentos de gran aflicción, la esperanza judía reposaba sobre esta actividad divina a la que ellos se referían a menudo como «la justicia de Dios» o simplemente «su justicia». En lo escatológico, ellos confiaban que llegaría ese día en que el Dios Omnipotente sacaría a relucir Su justicia, lo que era, por antonomasia, el día en que Su salvación sería manifestada en la liberación y vindicación de su pueblo y en la victoria definitiva sobre los enemigos de Israel (cf. Sal 97:1-3; Is 59:17-20). Sería el día en que la gloria de Dios se posaría nuevamente sobre Sión y Su salvación vendría a ellos para siempre (p. ej. Is 46:13[1]; 51:5-8). Y si bien los israelitas ya habían sido testigos de un cumplimiento parcial de esta esperanza en tiempos de Nehemías, su cumplimiento pleno aún esperaría hasta la llegada del Mesías y el establecimiento del Reino escatológico de Dios (cf. Dn 7:13-14), cuando la justicia de Dios sería perfectamente revelada (Ro 1:17; 3:21-22).

 


EXCURSO: EL USO DE «JUSTICIA» EN LA BIBLIA

 

Cuando la Biblia habla de la «justicia de Dios» (o de «su justicia», en donde Dios es el antecedente) o simplemente de la «justicia» en general, tenemos siempre que tener en cuenta que la «justicia» funciona como un término polivalente (tiene varios significados), por lo que cobra generalmente alguno de los siguientes significados según su uso y contexto en que aparezca (los siguientes casos corresponden únicamente a los usos del hebreo Ṣeḏeq y Ṣeḏāqâ, y del griego dikaiosúne):

 

1. La justicia de Dios en cuanto atributo suyo (y de aquí: 1.A: Su fidelidad a sus promesas y al pacto [en este mismo sentido se dice que Dios es justo, significando que es fiel al pacto, como en Is. 45:21]; 1.B: Su integridad y rectitud moral. Ambos en la forma de un genitivo posesivo). Ej. 1.A: Salmo 40:10; ej. 1.B: Deuteronomio 32:4 (aquí expresada su justicia como adjetivo).

 

2. La justicia de Dios como acto retributivo/punitivo (la justicia de Dios en cuanto Juez de cielos y tierra. Siempre vinculado a la idea de juicio y de la mano con 1.B.). Ej. Isaías 10:22-23.

 

3. La justicia de Dios como acto salvífico, redentor y vindicativo (siempre de la mano con 1.A. y en la forma de un genitivo subjetivo. Muy abundante en los Salmos y en Isaías, principalmente. [Este es también el sentido favorito dentro de la literatura de Qumrán]). Ej.: Salmo 98:2; Isaías 51:5-8.

 

4. La justicia de Dios en el sentido de un ablativo de origen (la justicia que proviene de Dios para justificarnos, como un don que Él nos concede para ese fin. Aquí, es la justicia que Dios regala e imputa a los que creen, y, a ese mismo respecto, es también justicia forense). Ej.: Filipenses 3:9b y, probablemente en parte, Romanos 1:17; 3:21-22.

 

5. La justicia en un sentido social/servicial (preocupación por los débiles, por el menesteroso, el extranjero, el huérfano y la viuda; actos diligentes de ayuda hacia los más necesitados. Una justicia que es también justicia de Dios y que Dios demanda que las personas practiquen, y en ese sentido es también la justicia del Reino). Ej.: Deuteronomio 10:18-19.

 

6. La justicia como acción vindicativa: ir en socorro del desprovisto, corregir el abuso de los opresores y suplir las necesidades de quienes sufren injusticia (aquí la justicia va muy de la mano con la acepción 5). Ej.: Isaías 1:17.

 

7. La justicia como conducta y actos de rectitud que los hombres de Dios deben manifestar en su anhelo por agradarle y obedecerle (aquí la justicia generalmente toma la forma de un genitivo objetivo, y es justicia relacional; es la justicia de los justos en uno de estos dos sentidos [aunque no de una forma necesariamente excluyente]: 7.A: justicia en un sentido ético-moral; 7.B: justicia como sinónimo de la propia Ley de Dios a la que los actos de rectitud deben su obediencia; de ahí una justicia forense). Ej.: 7.A: Isaías 33:15; ej. 7.B: Romanos 10:5.

 

8. La justicia como expresión de lo que es recto, imparcial y ajustado a la verdad (vinculado al rol del juez que debe administrar e impartir la justicia). Ej.: Levítico 19:15.

 

9. La justicia en cuanto a virtud o disposición habitual de hacer el bien o lo que es correcto en un sentido cívico (parecido a la idea grecorromana de la justicia). Este concepto es menos habitual por sí solo, pero suele encontrarse integrado dentro de alguna de las otras acepciones (principalmente en 5 y 7).



[1] Aunque en el pasaje citado se contrapone la justicia de Dios a la justicia de la cual los hombres se encuentran distantes, por lo que la «justicia» de Dios que se acerca, se refiere también al juicio divino en contra de los tales, los que según el contexto son los idólatras de quienes habla el profeta en los versos anteriores. Por tanto, hay un doble sentido en esta acción de Dios; por un lado, el juicio ya mencionado; y por otro lado, la salvación de quienes esperaban en Él.

sábado, 25 de febrero de 2023

ALGUNAS REFLEXIONES CON RESPECTO A LOS DONES DE SANIDADES Y EL CESACIONISMO




Por

 Mauricio A. Jiménez


(1) En lo que respecta a los dones de sanidad (ver 1 Corintios 12:9, 28, 30) —o, lo que es lo mismo, dones para hacer sanidades físicas—, debemos comenzar con la premisa de que siempre es Dios el Agente Supremo que sana u obra las sanidades; Él es la Causa primera y eficiente de cualquier acto de sanidad divina; y, por lo tanto, el poder y voluntad para sanar es Suyo y solo Suyo. Eso ha sido así desde siempre y pienso que debe estar lo suficientemente claro como punto de partida: en última instancia, no es el hombre quien sana, sino Dios actuando por sus dones a través de él. Ahora, precisamente como es Dios quien sana cuando desea sanar, y no la persona —esto es, el agente, la causa secundaria o instrumental— por medio de quien Dios obra la sanidad, es que sostengo que la sanidad NO depende de la mera voluntad o deseo de la persona de querer sanar a cualquiera y a su mero antojo y libertad, sino de Dios quien la empuja por su Espíritu para Él actuar por medio de ella cual agente del poder sanador de Dios en la vida de otro individuo. Los hombres de la Biblia a quienes Dios utilizó para sanar en diversos tipos de casos de enfermedad —pensemos, por ejemplo, en los santos en el contexto de la primera generación de cristianos—, fueron impulsados, guiados e impelidos a ello por el Espíritu Santo. Ellos no se dijeron un día cualquiera simplemente: «bueno, hoy vamos a sanar a trece personas y mañana a quince si es que nos da el tiempo». Más bien Dios, en su sabia providencia, les colocó en circunstancias en las que obraría por medio de ellos los milagros de sanidad a un determinado número de personas; y esto según sus propios planes, programa y propósito, no según los planes, programa y propósitos de aquellos a quienes ha tenido a bien usar. Esto último nos debe advertir respecto de la institucionalización de los dones de sanidad y, por consiguiente, hacer estar alertas para rechazar con indubitable prontitud a todos esos falsos predicadores y sus tan promocionadas «cruzadas de sanidad» (Benny Hinn, Kenneth Hago, entre otros). Como dice correctamente Donald Carson: «Si a un cristiano se le ha concedido el χάρισμα (khárisma) de sanar a un individuo particular de una enfermedad específica y en un momento concreto, ese cristiano no debería pensar que se le ha concedido el don de sanar, promoviendo así un ministerio de sanidad» (Manifestaciones del Espíritu, 2000:45). Como escribió también David Garland, y aquí conviene hacer la cita completa:

 

La curación no es “un fin en sí mismo” (Schatzmann 1987:37), y Pablo no espera que establezcan un Asclepieum rival [esto es, un santuario de Asclepio, dios de la medicina en la antigua mitología griega] en Corinto, dedicado a Cristo, para desviar el negocio de este floreciente culto de curación. Los Hechos registran que Pablo curó a un cojo en Listra (14:8-10), al padre de su hospedador en la isla de Malta, y luego a todos los que tenían enfermedades y acudían a él para ser curados (28:7-9). Los Hechos también informan de los poderes curativos de sus delantales y pañuelos de trabajo (19:11-12; cf. 20:7-11). Pero Pablo no se consideraba a sí mismo un sanador y, al parecer, no siempre era capaz de curar a los demás. Se lamenta de que Epafrodito estuviera a las puertas de la muerte (Fil. 2:27) y no informa de que lo curara. Según 2 Tim. 4:20, dejó a Trófimo enfermo en Mileto.

       — 1 Corinthians, BECNT (2013:310)


Además, como sugieren Fee, Blomberg y otros exégetas, quizás el plural con el que Pablo hace referencia a estos carismas en 1 Corintios 12 —χαρίσματα ἰαμάτων— podría indicar no solo diversidad dentro del don (Carson, Morris, Garland, Blomberg, entre otros), sino que los dones estos pueden ser temporales y, por lo tanto, no ser permanentes, sino solo estar operativos para determinadas ocasiones y no en todo momento. Como dije al principio, Dios es quien produce la sanidad según su voluntad, y Él actúa según su propio programa y propósitos.

 

(2) Y cuando el creyente a quien presumiblemente Dios ha dado un don de sanidad ora a Él por la salud de un tercero, y Dios responde a su oración trayendo sanidad en el acto, no se sigue inmediatamente con ello que entonces ese creyente que oró no tenía en verdad algún don de sanidad y que nada más Dios obró en respuesta a su plegaria, sino que precisamente la sanidad milagrosa requiere —como ya he dicho— de la voluntad de Dios de sanar; y la oración de aquel por medio de quien Dios obrará la sanidad demuestra que esta oración es el medio a través del cual el creyente sabio busca la voluntad, la dirección y la guía Divina. Nótese, a modo de ejemplo, la oración de Pablo por el padre de Publio en Hechos 28:8 («… Pablo entró a verlo y, después de orar, le impuso las manos y lo sanó»), o la de Pedro por la resurrección de Tabita en Hechos 9:40 («Mas Pedro, haciendo salir a todos, se arrodilló y oró, y volviéndose al cadáver, dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro, se incorporó»; cf. con la oración de Elías porque el hijo de la viuda de Sarepta de Sidón volviera a la vida [1 Reyes 17:21-22]: «Y se tendió sobre el niño tres veces, y clamó a Jehová y dijo: Jehová Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él. Y Jehová oyó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él, y revivió»). Si el don para producir —llevar a cabo— una sanidad milagrosa o el milagro en sí (pensemos en los tres ejemplos anteriores) debía depender nada más que de la voluntad, deseo y/o libre determinación de la causa secundaria, ¿cuál habría sido pues la necesidad de orar a Dios para que la obra se llevara a cabo? Estoy, pues, de acuerdo con Grudem: «la efectividad en el don de sanidad depende de la voluntad soberana de Dios al responder las oraciones que imploran sanidad» (Teología Sistemática, 2021:1293). En definitiva, la respuesta de Dios a la oración de fe de un creyente por un milagro de sanidad a un tercero no invalida obligatoriamente la existencia de los dones de sanidad; desde luego, tampoco confirma el don necesariamente, pero al menos abre la posibilidad cierta —probada bíblicamente— de que la oración aquella sea una segunda causa instrumental dentro de la misma causa instrumental humana (el agente secundario que ha recibido de Dios el don en cuestión).

 

(3) Y si Dios es quien sana, también puede libre y soberanamente decidir el medio a través del cual obrará una determinada sanidad; y esto, como ya hemos visto, puede incluir tanto la oración a la cual Dios responde, como cualquier otro medio, agente o causa secundaria que Dios haya determinado usar para ese fin. Decir entonces, como los cesacionistas, que Dios puede hoy seguir obrando milagros de sanidad libremente según su providencia, al mismo tiempo que se niega la idea de que Dios aún pueda o quiera hacerlo por medio de agentes humanos a quienes ha tenido a bien conceder de su don para que puedan actuar en su nombre y con su autoridad, suena a que Dios puede y no puede a la vez hacer uso de su poder soberano para actuar de una determinada manera; o que su libertad para obrar el milagro está restringida a una única forma: sin el uso de causas secundarias. Pero si se sostiene que Dios todavía puede obrar milagros de manera providencial, y Dios es libre para decidir el modo o la manera en que obrará cualquier milagro, entonces no existe base lógica alguna —¡y, desde luego, Escritural!— para negar la posibilidad de que Dios todavía decida escoger y dotar a algunas personas para actuar por medio de ellas. Por supuesto, esto no prueba necesariamente que Dios esté aún hoy dotando a creyentes con los aparentemente diversos dones de sanidad, ni que lo hará en un futuro cercano o lejano; sin embargo, el punto que quiero hacer es que sencillamente no se puede negar la posibilidad de que Dios decida actuar por medio de agentes humanos (esto es, mientras exista la Iglesia en el marco de la tensión escatológica del «ya» y el «todavía no»), al mismo tiempo que se afirma la posibilidad de que Dios libremente pueda y quiera hacer un milagro de sanidad —si es libre para querer hacerlo, y si el hacerlo resulta de su soberana voluntad de acción, también lo es en la elección de los medios para lograr aquello que ha resuelto hacer; y, hasta donde al menos sabemos, Dios no se ha privado a sí mismo de esa posibilidad de escoger en una u otra forma de acción.

 

(4) A menudo se lee decir que los milagros como sanidades y demás señales milagrosas en el contexto fundacional de la Iglesia del primer siglo, fueron introducidos por Dios con la única finalidad de autentificar (o autenticar) a los apóstoles como verdaderos enviados y portadores de su mensaje y darles así credibilidad frente a la audiencia como mensajeros suyos (véase, por ejemplo, Peter Masters y su popular resumen al español Cesacionismo, pp. 5-6, aunque su argumento más extendido puede encontraste en The Hearling Epidemic, 1988:121-122). Si bien hay algo de verdad en esta explicación respecto del propósito de los milagros y las señales realizadas por los apóstoles (véase Hch. 14:3), no puede este reducirse a solamente eso. Los milagros y las señales eran más que simplemente una manera de autentificar a los portadores del mensaje, eran, por así decirlo, la materialización misma del mensaje anunciado. Si parte central del mensaje anunciado era que: Dios en Jesucristo ha visitado a los hombres de este mundo y el Reino espiritual de Dios —o, lo que es lo mismo, su reinado escatológico y redentor— se ha acercado y entrado en la historia humana y hecho presente en la persona de Jesucristo, en su mensaje y en sus obras mesiánicas, y que este reino está dinámicamente activo, el reino de Satanás ha sido derrotado, el siglo venidero ha penetrado el presente siglo malo y todas las bendiciones de Dios adjuntas a la presencia de este reino escatológico están ahora disponibles a hombres y mujeres, judíos y griegos, esclavos y libres; entonces los milagros y otras señales milagrosas deben ser entendidos como legítima expresión de la presencia presente, activa y dinámica del reino de Dios en el mundo; dan testimonio de que, como bien dice Grudem nuevamente, «el reino de Dios ha venido y ha empezado a expandir sus resultados benéficos en la vida de las personas, porque los resultados de los milagros de Jesús muestran las características del reino de Dios» (Teología Sistemática, 2021:484).

Más que servir entonces para meramente autenticar a los apóstoles como verdaderos apóstoles y portadores verdaderos de la palabra de Dios —en contraste con otros creyentes que no eran apóstoles— (una idea que a menudo surge de una mala exégesis de 2 Corintios 12:12), los milagros y señales milagrosas realizadas por ellos (y por otros que NO eran apóstoles, como por ejemplo Felipe [Hch. 8:6-8]) debían servir para autentificar primeramente al mensaje mismo como verdadero y confirmarlo (cf. Mr. 16:20; He. 2:3-4), pues lo que este mensaje anunciaba era no menos que la venida del reino mesiánico de Dios en la persona y obra de Jesús, y esto debía implicar también que las bendiciones del reino estaban todavía presentes —y aún lo están en la medida de que el reino de Dios sigue siendo hoy una realidad espiritual actual, tanto como lo fue entonces. Los milagros de sanidades y exorcismos, en el propio ministerio de enseñanzas y predicación de Jesús, debían ser entendidos como la evidencia de que tanto el Reino de Dios como su Mesías Rey se habían acercado y eran una realidad presente actuando aquí y ahora. Como prueba de esto véase Mateo 11:2-5 y cómo Jesús vincula su ministerio de sanidades y la anunciación del evangelio con la pregunta de los discípulos de Juan respecto de si él era el Mesías que había de venir: «Id, y declarad a Juan las cosas que veis y oís: Los ciegos reciben la vista, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es predicado el evangelio». También, y en respuesta a los fariseos incrédulos, Jesús les respondió diciendo: «si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Mateo 12:28). De igual manera, Jesús dió a sus doce discípulos (y apóstoles) «poder y autoridad sobre todos los demonios y para sanar enfermedades», y acto seguido «los envió a proclamar el reino de Dios y a sanar a los enfermos» (Lucas 9:1-2); lo cual hizo más tarde nuevamente con otros setenta discípulos suyos a quienes envió de dos en dos a los lugares y ciudades a donde tenía pensado ir Él después, y les dijo: «sanad a los enfermos que haya en ella y decidles: El reino de Dios se ha acercado a vosotros» (Lucas 10:9). En el relato paralelo de Lucas 9, en Mateo 10:7-8, leemos la instrucción del Señor en los siguientes términos: «Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpias leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios...» (cf. Mateo 4:23; 9:35). 

Pero esta expresión del reino de Dios como una realidad activa y presente, autenticada por medio de señales milagrosas, no se limitó únicamente al ministerio de Jesús (quien, por cierto, estaba también siendo autentificado por medio de estas señales como el legítimo Mesías y Gran último Profeta de Dios de acuerdo a las palabras de Moisés en Deuteronomio 18:18 [Jn. 5:36; 6:14; 10:24-25, 37]), sino que continúo posterior a su ascensión al cielo, por medio de la obra activa del Espíritu Santo en el marco de la predicación del evangelio, como lo deja ver parte importante del libro de Los Hechos (y también, si aceptamos su inclusión en el texto griego original, así lo promete Jesús en Marcos 16:17-18). Véase también esta misma idea en Hebreos 2:3b-4, en que se afirma cómo es que Dios ratificaba por medio de «señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad», no a los mensajeros como tal, sino al mensaje mismo de salvación que había estado siendo anunciado por los que lo oyeron primero del Señor. Por lo tanto, me parece que si una de las principales funciones de los milagros de sanidad y señales milagrosas en el marco de la tensión escatológica del «ya» y el «todavía no» del Reino es expresar y evidenciar de manera tangible algunas de las reales bendiciones de Dios en Cristo como prueba de que el Reino espiritual de Dios está dinámicamente activo en el mundo, entonces no existen razones verdaderamente convincentes para negar que estas expresiones de tal dinamismo estén todavía presentes en un mundo en donde el mensaje del Reino sigue siendo relevante y el Espíritu de Dios continúa activo en medio de su Iglesia.

 

(5) Para terminar. A menudo se lee o escucha también decir que «si existen personas con el don de sanidad, ¿por qué entonces no están en los hospitales curando de manera masiva a los enfermos?». Pues bien, si la sanidad milagrosa es una de las maneras en que se hace evidente que el Reino de Dios ha irrumpido y está presente, y el siglo venidero ha penetrado el presente siglo malo, entonces sería esperable que hubiera reportes de sanidad milagrosa por medio de estas supuestas personas con algún don de sanidad —o, al menos, ese parece ser el razonamiento que se sigue. Ahora, este tipo de cuestionamientos a la continuidad de los dones de sanidades pienso que a menudo surgen por un error y un sesgo en la comprensión respecto de cómo operan en verdad esta clase de dones y cuál es su alcance o límites en lo que respecta a la persona por medio de la cual Dios obra la sanidad. Aunque ya hice, en los puntos (1) y (2) anteriores, algunos comentarios que ayudarán a contestar este último punto, todavía hay que decir un par de cosas más.

            Lo primero que hay que decir es que, si la conclusión de que no veamos reportes en los noticieros de personas con algún don de sanidad curando a los enfermos en los hospitales es que entonces ya cesaron los dones de sanidades, entonces lo mismo podríamos concluir respecto al hecho de que tampoco vemos reportes en los noticieros de que Dios esté permanentemente obrando milagros de sanidad a los enfermos en los hospitales —que entonces Dios ya no obra tales milagros. Pero, ¿es acaso esa la conclusión correcta? Yo creo que no. Y esta es la segunda cosa que quiero decir.

            Como aseveré más atrás, la sanidad NO depende de la mera voluntad o deseo de la persona de querer sanar a cualquiera y a su mero antojo y libertad, sino de Dios quien la empuja por su Espíritu para Él actuar por medio de ella cual agente del poder sanador de Dios en la vida de otro individuo; Dios es quien produce la sanidad según su voluntad, y Él actúa según su propio programa y propósitos. Si todo esto es correcto, entonces es razonable pensar que, si no vemos reportes en los noticieros de personas con algún don de sanidad curando a los enfermos en los hospitales, ¡es simplemente porque Dios NO lo ha ordenado y asunto terminado! (esto, por supuesto, dando por cierto que la falta de tales reportes deba significar la evidencia de la ausencia de tales dones actuando en los hospitales, cosa que en realidad sería demasiado apresurado de asumir también). Si los dones de sanidades no son de la absoluta libre disposición del agente, sino que están a su vez supeditados a la guía y soberana dirección del Dador, entonces la razón de porqué la sanidad física no se está obrando en todos los rincones de la Tierra por la mano de estos agentes del poder sanador divino debe encontrarse en el propio Dador de los dones y no en los receptores de los mismos. El propio Jesucristo —no un mero receptor de los dones de sanidad, sino Dios mismo encarnado y obrando por su propia naturaleza divina los poderes del Reino en sanidad y milagros— fue bastante selectivo a la hora de querer obrar esta clase de milagros, prefiriendo algunos lugares por sobre otros, a veces por la propia falta de fe de los habitantes de la ciudad (cf. Mr. 6:4-6). Aunque los Evangelios nos cuentan acerca de multitud de milagros de sanidad obrados por Jesús en el contexto de su ministerio mesiánico, no se nos dice que Él anduvo por todos los hospitales de su época curando a todos los enfermos posibles, o que haya ido (o mandado) a sanar a todos los leprosos que había en las afueras de Jerusalén aislados del resto de la sociedad. Para ejemplificar todo esto, es realmente notable el detalle que encontramos en Juan 5:2-9, en donde se nos cuenta acerca de la extraordinaria curación de un paralítico en el estanque de Betesda (o Betzatá), pero no se dice de ningún otro enfermo a quien el Señor haya curado en aquel día en aquel mismo lugar, pudiendo haberlo hecho —y en el v. 3 leemos claramente que en los cinco pórticos que tenía este estanque «yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos». Si Jesús tenía el poder para sanar —y para sanar cualquier clase de enfermedad—, ¿por qué simplemente no sanó a todas las personas que había allí en ese estanque a esa hora y todos los días? Aunque la respuesta suene algo cruda, quizás la única razón sea que simplemente no estaba en sus planes y propósito hacerlo —y de nada sirve aquí apelar a una posible falta de fe de aquellos a quienes el Señor no curó en aquel lugar aquel día, pues nada se dice tampoco del paralítico respecto a si algún acto de fe de su parte haya movido a Jesús a actuar en su beneficio. Aunque la irrupción del Reino de Dios se había manifestado y expresado por medio de sanidades, exorcismos y milagros varios durante el ministerio terrenal de Jesús, queda claro que no estaba en los planes de Dios sanar a todos los enfermos posibles de todos los rincones de Israel, sino solo a algunos —los que Él quiso de acuerdo a sus sabios y buenos propósitos. El propio apóstol Pablo, de quien se reportan varios milagros de sanidad en el libro de los Hechos, no pudo sanar a Epafrodito (Fil. 2:27) o a Trófimo (2 Tim. 4:20), y ciertamente tuvo que ver morir a varios de sus compañeros de viaje y hermanos de las diferentes iglesias que ayudó a fundar; sin embargo, no quiere eso decir que entonces no hubiera personas en alguna de las iglesias con algún don de sanidad que pudieran haber orado por sanidad y curado a alguno de estos enfermos amados del Señor, sino tal vez simplemente significa que Dios no lo había así determinado, y eso debe ser suficiente para terminar este asunto.

...

sábado, 8 de octubre de 2022

EL «MODELO DE LA AMBULANCIA» DE RICHARD CROSS, UN COMENTARIO




Por

Mauricio A. Jiménez

 

Terminé mis comentarios acerca de la «analogía del pozo» de Roger Olson, diciendo que analizaríamos otra ilustración más que, en lo medular, se asemeja bastante a la suya. Se trata, pues, de una ilustración, conocida también como la analogía o el «modelo de la ambulancia», por medio de la cual el Dr. Richard Cross intenta argumentar un modelo no sinergista de la salvación, en donde Dios obra monérgicamente (i.e., completamente Él) sin necesidad de que la gracia de Dios sea irresistible, y que a su vez escape de la acusación de pelagianismo o semipelagianismo. Por supuesto, no es el propósito ni del alcance de este excurso dedicar espacio a responder a todo el artículo del Dr. Cross y a comentar cada uno de los siete puntos de vista u opciones anti-pelagianas (también llamadas por él «estrategias anti-pelagianas») que él pone sobre la mesa como alternativas a la gracia irresistible—y que Cross analiza para ver si pueden evitar el pelagianismo y el semipelagianismo—, ya que lo que nos interesa en lo particular es ver si acaso esta otra ilustración—junto con su desarrollo explicativo—cae o no en el mismo problema en que tropieza la ilustración de Olson.[1]

La ilustración es como sigue:
 
Supongamos que… (tomando un ejemplo burdo) me despierto y me encuentro viajando en una ambulancia. Supongamos también que tengo, todo el tiempo que soy consciente de estar en la ambulancia, la opción de no estar allí. Tal vez pueda simplemente pedir al conductor que se detenga y me deje salir. Si no lo hago, entonces no impido la acción que se me hace—que me lleven al hospital o lo que sea. Pero—del mismo modo—no contribuyo causalmente a ello, más que contrafactualmente (i.e., no impidiéndolo). ¿No impedir a equivale a querer o hacer a? En general, no, dada la coherencia de la noción de acto interior de la voluntad, pues dado esto es posible aceptar que hay muchas cosas que yo, por ejemplo, no impido ni quiero, incluso en el caso de que pueda impedirlas. Si no hago algo, me quedo en la ambulancia. Pero sería extraño describir esto como un caso en el que yo voy [estoy llevándome] al hospital (en lugar de ser llevado allí).[2]
 
Como ya dijimos, lo que esta analogía intenta demostrar es que es posible sostener una doctrina de la gracia en que no exista ninguna cooperación humana natural activa, pero que al mismo tiempo no requiera que admitamos la irresistibilidad de la gracia. Como dice Cross un poco antes: «Me parece que es posible sostener tanto que no se requiere ningún acto de aceptación causado naturalmente para que la gracia divina sea recibida por la persona que va a ser justificada, como que la gracia puede, no obstante, ser resistida. La idea básica es que, en el caso de alguien a quien Dios ha escogido para la justificación,[3] la recepción de la gracia es, por así decirlo, la posición por defecto; la gracia se recibe automáticamente a menos que la persona coloque algún obstáculo o bloqueo activo a la recepción de la gracia—es decir, a menos que la persona se resista activamente a la gracia.»[4]
Con esto en mente, lo que se quiere entonces probar es que no hay nada positivo que en realidad el hombre haga—un acto de la voluntad—para que la gracia de Dios le lleve finalmente a la salvación. La persona que está siendo salvada, utilizando la propia ilustración, no está positivamente deseando o escogiendo que la ambulancia la lleve al hospital, tampoco lo está impidiendo, simplemente es indiferente a la acción que se le hace. En otras palabras, no desea a ni no-a, sino simplemente permanece indiferente a a. Y mientras permanezca indiferente—i.e., no queriendo a (esto es, no aceptando la gracia en un acto propio de la voluntad de causación natural), pero tampoco queriendo no-a (esto es, rechazando la gracia)—el propósito salvífico de Dios será cumplido exitosamente. Y, en todo caso, si a es la aceptación de la gracia, no debe pensarse en esta aceptación como algo originado causalmente en nosotros, sino que Dios mismo es quien produce en nosotros a. Cross lo explica de esta manera antes de pasar a su ilustración:
 

el acto mismo a es simplemente provocado por Dios, sin ningún origen causal en la persona, ni tampoco algún acto interno de la voluntad para a. La persona creada no quiere ni a ni no-a: la voluntad de la persona es simplemente indiferente a a.[5]


Según este punto de vista, continúa Cross,
 

Dios mueve a la persona como una marioneta: Dios provoca los movimientos corporales en los que consiste un acto a. […] la persona así movida no tiene ningún acto propio de voluntad. Esto evita la afirmación de que la acción es en absoluto una acción de la criatura. Pero el movimiento divino puede ser suficiente a menos que sea impedido. Pues, antes de a, la criatura puede desear, elegir, o hacer no-a.»[6]

 
Así entonces, la salvación sigue siendo una obra enteramente Divina, y el hombre es enteramente pasivo en lo que a ella respecta, dado que no hacer no-a no significa querer (o hacer) a; pues no existe aquí un acto positivo de la voluntad hacia a, todo lo que la persona hace es nada más permanecer indiferente a a no haciendo no-a (pudiendo en todo tiempo hacerlo). Este modelo, dice Jeremy Evans, «soluciona muchas de las preocupaciones tradicionalmente atribuidas al sinergismo.» «Si la única contribución que los humanos hacen en la salvación es negativa»—continúa Evans—«entonces esta contribución apenas puede considerarse un acto digno de alabanza, en realidad, entorpece la actividad de Dios de traer a los humanos a una relación correcta con Él. Más bien, los creyentes no reciben ningún crédito personal, porque en y a través de la obra de Dios, las personas vienen al arrepentimiento y a la fe.»[7]
Pero, con justa razón, uno podría preguntarse si acaso esto no hace que la salvación, después de todo, dependa finalmente de la persona. Porque, aunque no hagamos nada—nada tanto como para merecer la gracia como para que ella obre en nosotros a fin de llevarnos a la salvación—todavía depende de que no la rechacemos teniendo en todo momento la posibilidad de hacerlo. Si todo depende de que el individuo no haga no-a, entonces la salvación sigue, de alguna forma, estando en sus manos. Pero Cross es consciente de esta objeción, así que antes de ir a la ilustración también nos dice:
 
Podría pensarse que la concesión de que una persona puede impedir que Dios produzca a en ella haciendo preventivamente no-a, de alguna manera hace que su salvación dependa totalmente de ella después de todo, ya que el hecho de que Dios haga a sigue dependiendo de que ella no haga no-a. [8]
 
Pero Cross no se queda allí:
 
Mi propuesta, sin embargo, es que el hecho de que ella haga no-a en un momento t simplemente evita que Dios produzca a en ella en t, siempre y cuando Dios no le impida coercitivamente hacer no-a. Esto equivale a una especie de agustinismo: la condenación es, y la salvación no es, algo provocado por la criatura. Dios puede, por supuesto, dificultar que ella no haga no-a (quizás dándole una inclinación a no hacer no-a). Pero esa es otra cuestión.

¿Es la opinión de que una persona puede impedir la acción de Dios «llegando primero» una visión plausible de la resistencia? Lo es, en el sentido de que no hacer no-a es necesario para que Dios haga a; y lo que es necesario en este caso es simplemente que la criatura se abstenga de actuar.[9]

 
Así entonces, y volviendo al ejemplo de la ambulancia, todo lo que la persona que es llevada puede positivamente hacer por su propia cuenta es, de hecho, un acto negativo: resistirse a ser llevada y pedir que la bajen. Esto, desde luego, estaría lejos de ser una contribución de tipo sinergista. Como dijo Evans (citado más atrás), esto «apenas puede considerarse un acto digno de alabanza.» Para que la ambulancia le lleve hacia donde sea que le lleva, todo lo que la persona tiene que hacer es más bien no hacer nada; en otras palabras, tiene que abstenerse de realizar cualquier acción causal—en este caso, una acción de resistencia. Y así es como también, según este modelo de Cross, Dios ha determinado obrar su gracia salvífica en las personas; esto es, salvaguardando la libertad de la criatura para que pueda escoger resistírsele, a la vez que esta no hace ninguna acción que pueda considerarse como acto propio de la voluntad de causación natural.
Lo que esta idea tiene en común con la anterior analogía del pozo de Roger Olson, es que en ambos casos las personas aparentemente no contribuyen de manera activa a la acción que se les hace, y la gracia representada por medio del agua o la ambulancia actúa eficazmente—irresistiblemente—salvo en el caso de que la persona se resista a ella, pudiendo en todo momento hacerlo. Esta es precisamente la idea básica de lo que los arminianos quieren significar con la gracia preveniente; como dijo Picirilli: «La gracia pre-regeneradora está tan relacionada a la regeneración que conduce inevitablemente a la regeneración, si no es resistida[10] Pero no resistirse a la gracia divina (no hacer no-a) no debe significar que la criatura salvada haya ayudado o cooperado con la gracia, porque no haber hecho algo (no haberse resistido) no es hacer algo (digamos, lo contrario). La jactancia y el enorgullecimiento quedan, pues anulados, y la salvación sigue siendo una obra enteramente de Dios.
Ahora, mi opinión con respecto a este modelo que propone Cross, es que no hace verdadera justicia al papel que la fe juega en todo esto. Él reconoce que la gracia y la aceptación de la misma «están estrechamente ligadas a la noción de fe», y como la aceptación misma de la gracia «consiste en la ejecución corporal de algún acto fáctico o contrafáctico bueno», va a suponer entonces que la gracia consiste en una fe de origen divino; y como se supone que la gracia es resistible, va a requerir también que esa fe sea «un asunto voluntario» y que «consiste en, o resulta de, algún tipo de acto interior de la voluntad distinto a cualquier acto exterior—distinto, en otras palabras, de cualquier ejecución corporal de un acto.» Y para ello propone dos maneras de abordar estos presupuestos: Dios da a la persona una inclinación al acto de fe, de manera tal que la inclinación es suficiente, a menos que sea impedida para el acto interior de fe; o la acción directa de Dios es suficiente, a menos que sea impedida para el acto interior de fe.[11] Y aunque no desarrolla un argumento para el significado de la fe que tiene aquí en mente, él encuentra más probable que esta deba definirse en términos de una fe fiducial, más bien que assensus.

Pues bien, hay varias cosas que decir aquí como respuesta a todo lo dicho hasta ahora.

Primero, dije que el modelo propuesto por Cross no hace verdadera justicia al papel que la fe juega en todo esto. Creer siempre es una acción—y Cross lo reconoce. Pero distinguir la fe de cualquier acto externo de la voluntad no creo que ayude mucho en realidad, pues la fe salvífica sigue siendo, para todos los casos, una acción por medio de la cual no sólo el agente que cree confía en Aquel en quien ha depositado la fe para salvación (fidem fiduciam; esto es, confianza plena en las promesas de Dios y entrega confiada al Dios de las promesas), sino que asiente también (assensus) a las verdades concernientes a Aquella persona a quien ha reconocido como su Salvador; en otras palabras, hay también un compromiso intelectual, un consentimiento de la voluntad y un asentimiento o aceptación del intelecto respecto de aquellas verdades tocantes a Dios y a su Hijo Jesucristo. La fe salvífica—y, por consiguiente, creer para salvación—es, como decía Murray, «un movimiento del alma entera en entrega propia a Cristo para salvación del pecado y de sus consecuencias.»[12] La fe no consiste simplemente de quedarse quieto—o no hacer nada (o abstenerse de hacer algo)—y permanecer indiferente a los movimientos causados por Dios con arreglo a la concesión de su gracia—no es simplemente quedar «indiferente a a» y/o «no hacer no-a». Cross sabe esto, y es por ello que necesita hacer de la fe algo más bien interno de la voluntad, distinto de cualquier movimiento o acto exterior de ella, para así evitar lo obvio: que, si la fe es la aceptación misma de la gracia, entonces se caería en una forma de sinergismo; a menos, claro está, que la gracia de Dios sea irresistible para sus escogidos—pero eso es precisamente lo que Cross quiere evitar (recordemos que él ha construido todo su modelo dando por cierto que la gracia es resistible).

Ahora bien, en cuanto a la gracia misma de la regeneración—i.e., la gracia eficaz o irresistible—, el punto de vista reformado no es que nosotros debamos aceptar la gracia o no rechazarla. Más bien, nuestra doctrina a este respecto es que la gracia es la que produce en nosotros los movimientos de fe que son necesarios para aceptar el evangelio y recibir de ese modo la promesa de salvación. La gracia eficaz no es algo que se acepta, ni tampoco algo que puede ser resistido; no depende de ningún ejercicio de la voluntad humana, porque consiste de la realización en el tiempo del propósito soberano de Dios en la convocatoria de sus escogidos, para que vengan al encuentro salvador con Jesucristo. Y Dios llama eficazmente a sus escogidos, dotándoles de la voluntad para poder hacer Su voluntad.
Estoy de acuerdo con Cross en que, ante la acción de la gracia salvífica de Dios, todo lo que tenemos que hacer es abstenernos de actuar (no hacer ninguna acción); incluso puedo afirmar junto con él que «en el caso de alguien a quien Dios ha escogido para la justificación, la recepción de la gracia es, por así decirlo, la posición por defecto; la gracia se recibe automáticamente a menos que la persona coloque algún obstáculo o bloqueo activo a la recepción de la gracia—es decir, a menos que la persona se resista activamente a la gracia»;[13] sin embargo, dada la naturaleza de esta gracia que estamos aquí considerando, la persona a quien Dios ha tenido a bien regalar salvación y salvar, ¡no puede más que abstenerse de actuar!; la gracia le llevará a ese punto de inflexión en que la voluntad de fe no sólo se transforma en una posibilidad, sino que se hace cierta. Ese es precisamente el significado de las palabras del Señor a los judíos incrédulos: «todo lo que el Padre me da, vendrá a mí» (Jn. 6:37).[14]

En segundo lugar, consideremos los pasajes de Juan 6 que analizamos en el capítulo anterior. En ninguna parte se dice—o se infiere—que las personas vienen a Cristo nada más porque no se lo impiden al Padre (o porque no se resisten); más bien se dice y afirma que las personas van a Cristo porque el Padre es quien las lleva a Cristo, no por la colaboración—o, más bien, la permisión—de las personas de dejarse llevar—o su no resistencia a ser llevadas—, sino porque la gracia de Dios es más poderosa que toda resistencia posible e imaginable. La pasividad, en este sentido, no consiste nada más de que el hombre se deje llevar o sea indiferente a la acción que se le hace,[15] sino en que no hace nada que se le cuente como colaboración para poder ir, pues el ir requiere de un poder sobrenatural que no posee dada sus inclinaciones naturales. De hecho, como ya hemos dicho con anterioridad, si del hombre dependiera el ir, ¡no iría! Su resistencia a ir es absoluta y en todos los casos positiva en ese mismo sentido mientras sea gobernado por sus deseos depravados.

Dios tiene que cambiar sus deseos naturales, para que el ir—i.e., creer—sea tanto una acción voluntaria como una obra Divina de su sola gracia. Y esto es lo que—y todo lo que—nosotros queremos significar por monergismo, el cual debe implicar la gracia eficaz para ser verdaderamente monergismo—esto es, para que sea una obra completamente de Dios, de principio a fin. Como expliqué en el capítulo anterior, Dios transforma el corazón de una persona que está muerta en sus delitos y pecados; creemos y obedecemos al evangelio de Cristo por la suficiencia de la gracia de Dios que actúa eficazmente en nuestros corazones recalcitrantes, quebrantando toda resistencia, e infundiendo en la voluntad criterios correctos que nos guían hacia nuevos motivos, nuevos ideales, nuevas reglas y nuevos deseos. Por la asistencia persistente de su gracia Dios nos concede la voluntad para poder hacer Su voluntad, mediante la poderosa acción e influencia de su Espíritu vivificador.

Tercero, que no impedir a (o no hacer no-a) no equivale a querer (o hacer) a; no es necesariamente cierto—o cierto para todos los casos. Se supone que, según este planteamiento de Cross, al no existir un acto positivo de la voluntad hacia a, todo lo que la persona hace entonces es nada más permanecer indiferente a a. Pero ¿es realmente así como en verdad suceden las cosas en lo tocante a la gracia salvífica de Dios y la fe? Si, según la propia analogía de la ambulancia, todo el tiempo que permanezco ahí tengo la opción de no estar ahí y de pedirle al conductor que se detenga y me deje salir, eso debe significar entonces que tengo la posibilidad real de elegir no estar ahí, de manera que si permanezco ahí no se debe necesariamente a porque soy indiferente a salir o a desear permanecer, es porque en verdad lo prefiero. Hay la voluntad de quedarse en la ambulancia y de ser pasivo en cuanto a dejar que ella me siga llevando hacia donde quiera, sin resistirme a ello. Al parecer, para Cross esta idea es inconcebible dada la definición de sinergismo semipelagiano sobre la cual trabaja—y él quiere evitar la acusación de pelagianismo o semipelagianismo. Sin embargo, no existe sinergismo si mi voluntad de permanecer en la ambulancia es el resultado de una compulsión interna producida extra nos. Me parece que eso es precisamente lo que quiere Cross decir cuando explica:
 

el acto mismo a es simplemente provocado por Dios, sin ningún origen causal en la persona, ni tampoco algún acto interno de la voluntad para a. La persona creada no quiere ni a ni no-a: la voluntad de la persona es simplemente indiferente a a.[16]

 
Sin embargo, desde mi punto de vista de la cuestión, la persona creada sí quiere a, pero no en la forma de un deseo de origen causal en la persona—esto es, la persona en su condición caída—, sino como respuesta a la acción causal de Dios en ella, que obra en la voluntad para el acto de la fe. Como expliqué hace un momento, Dios tiene que cambiar sus deseos naturales, para que el ir—y el querer ir—sea tanto una acción voluntaria como una obra Divina de su sola gracia.

Finalmente, la debilidad mayor que encuentro en este modelo propuesto por el Dr. Cross, es que permite la posibilidad de que los creyentes caigan de la gracia en cualquier momento y se pierdan así para siempre. Si, según su analogía, puede darse el caso de que me resista a a, ¿qué impide que, una vez recibida la gracia salvífica, pueda voluntariamente querer rechazarla en algún otro momento? Llevemos esto a la esfera de la vida cristiana: ¿qué impide que yo, en algún determinado minuto, escoja rechazar a Dios y apostate así de la fe? Lamentablemente, Cross no nos deja sus impresiones a este respecto, pero si queremos ser consecuentes con su intento—llamémosle—libertario de la libertad, ¿por qué no podría darse el caso de que alguien que ha sido—vuelvo a usar su analogía—trasladado eficazmente por la ambulancia, de pronto escoja volver al punto anterior a cuando fue introducido en ella? O Cross no debe creer en la seguridad de la salvación—lo que implicaría que, después de todo, la salvación no es obra de Dios de principio a fin, y cae entonces en el dilema que quiere evitar (que el hombre tenga alguna parte en su propia salvación)—, o bien él sí cree en la seguridad de la salvación y entonces su modelo cae en ese mismo punto. Si no es Dios quien nos preserva poderosamente, obrando en nosotros la capacidad de perseverar en la fe hasta el final, entonces inevitablemente la salvación depende también de nosotros—en que nosotros nos esforcemos por perseverar en ella. No necesito argumentar ahora acerca de la doctrina de la seguridad de la salvación y sus implicaciones para una correcta soteriología, porque no es el tema de este libro,[17] pero remito al lector interesado en abordar esta cuestión de la libertad y la seguridad de la salvación, a todo mi argumento anterior en los últimos párrafos del capítulo 5, en donde me refiero a nuestra libertad en el estado eterno, cuya lógica es también aplicable a este otro asunto.

 

(Tomado del libro por el mismo autor La Predestinación de los Santos: Explorando los contornos de la elección eterna [Monte Alto Editorial, 2022], 258-66. 

Disponible en:

 https://www.amazon.com/-/es/Mauricio-Jimenez/dp/9584961993/ref=tmm_pap_swatch_0?_encoding=UTF8&qid=1656470316&sr=8-1)



NOTAS:


[1] Para el artículo completo, véase en Richard Cross (2005) “Anti-Pelagianism and The Resistibility of Grace”, Faith And Philosophy: Journal of Society of Christian Philosophers: Vol. 22: Núm 2, Artículo 5. Disponible en https://place.asburyseminary.edu/faithandphilosophy/vol22/iss2/5/

[2] Cross, “Anti-Pelagianism and The Resistibility of Grace”, 207. Corchete añadido

[3] Todas las veces que Cross use este término, estará significando «salvación» en general, sin aludir a alguna teoría particular de la justificación.

[4] Ibid., 204. Cursiva original

[5] Ibid., 206.

[6] Ibid. Cursiva original

[7] Jeremy A. Evans, “Reflexiones sobre el determinismo y la libertad humana”, en Todo aquel que en Él cree: Una crítica bíblica y teológica del calvinismo, editado por David L. Allen y Steve W. Lemke, 325.

[8] Cross, “Anti-Pelagianism and The Resistibility of Grace”, 206.

[9] Ibid., 206-207. Cursiva final añadida.

[10] Robert E. Picirilli, Gracia, fe y Libre Albedrío, 144. Cursivas añadidas. Sin embargo, hay que señalar aquí que Cross no está diciendo, como los arminianos y wesleyanos, que Dios les imparte gracia (gracia preveniente) a todos los hombres, pero tampoco lo descarta; en su propuesta él nos dice: «Tampoco tenemos que comprometernos con la posición de que Dios ofrece la gracia a todos—aunque por supuesto tal posición es ciertamente posible.» (p. 207)

[11] Cross, “Anti-Pelagianism and The Resistibility of Grace”, 207-208.

[12] John Murray, La Redención: Consumada y Aplicada, 106.

[13] Cross, “Anti-Pelagianism and The Resistibility of Grace”, 204. Cursivas añadidas.

[14] Véase toda mi exposición sobre ese y los otros textos de Juan 6 en el capítulo anterior para argumentación de esta premisa.

[15] O se deje sacar—utilizando la ilustración de Olson—flotando y permitiendo así que la gracia (el agua) le suba.

[16] Ibid., 206.

[17] Véase, si se quiere, mi exposición acerca de la justificación y la seguridad de la salvación en La justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación (Salem, OR: Publicaciones Kerigma, 2017), 304-315.