sábado, 4 de julio de 2020

NI ARBITRARIEDAD, NI FAVORITISMOS



Por
Mauricio A. Jiménez


En esta entrada continuaremos con nuestro anterior estudio titulado «Elección, predestinación y presciencia» (léase aquí), pero nos enfocaremos esta vez en una objeción que es bastante común a la hora de tratar con este asunto de la elección de Dios—entendida como soberana e incondicional. Nos referimos a ese concepto que ve esta elección como arbitraria e injusta.

Es importante recordar que, como ya dijimos en nuestro anterior estudio, Dios nos escogió y predestinó para salvación según el puro afecto de su voluntad y conforme a su propósito eterno (cf. Efesios 3:11, «conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor») y por nada bueno en nosotros mismo que pudiera haber ayudado a nuestra causa (alguna acción justa, cualquiera que fuera). Pero más importante aún para efectos de lo que sigue, es que todo ello fue en amor[1]. Sin embargo, es un hecho que tal noción de «amor» a algunos les parece contradictoria con el concepto de elección y predestinación que hasta ahora se ha expuesto y defendido. «El Dios que elige» —dice Daniel B. Pecota— «es el Dios que ama, y Él ama al mundo. ¿Puede mantenerse en pie la noción de un Dios que escoge arbitrariamente a algunos e ignora al resto, causando su condenación, bajo escrutinio alguno, a la luz de un Dios que ama al mundo?»[2] Esta clase de objeciones no es nueva ni única, pues la vemos repetidas veces entre los objetores a la perspectiva reformada de la elección. Según ellos, la idea de una elección incondicional hace de Dios una suerte de árbitro injusto que, falto de amor, deja que algunos se vayan al infierno, mientras escoge arbitrariamente a otros para salvarles, sin tomar en cuenta ninguna respuesta de parte de ellos. El propio Pecota entiende este concepto de elección como «la doctrina de que Dios escogió arbitrariamente, sin tomar en consideración la respuesta humana o la participación de los seres humanos.»[3] No me queda muy claro si acaso Pecota está de acuerdo con esas objeciones, pero a juzgar por esta última cita y por el contenido general de toda su exposición acerca de este tema, tal parece ser que lo está.
Analicemos esta objeción. Ya de entrada hay un problema conceptual al entender la acción de Dios en Cristo, de escoger a unos y rechazar a otros, como «arbitraria». El término «arbitrariedad» implica la idea de una acción caprichosa, contraria a lo que es justo y carente de razón. Si Dios escogió «arbitrariamente», entonces su elección correspondió a una acción injusta, abusiva y caprichosa, privada de razón. Pero, ¿definen estas palabras lo que realmente hizo Dios? Nada puede ser más errado que eso. De esto hablaremos a continuación.
Muy a menudo, los que se oponen a nuestro concepto reformado de la elección y la predestinación piensan que no es posible que Dios escoja salvar a unos, proveyéndoles su gracia salvadora, y condene a otros, no proveyéndoles esa gracia, porque eso no es justo (en el sentido de “no equitativo”). Y no sólo eso, pues tampoco sería aceptable que Dios decidiera elegir a unos y no a otros sin tomar tampoco en consideración la respuesta de cada uno de ellos, porque eso sería injusto, dicen estos. Henry C. Thiessen plasmó muy bien este concepto: «Nos parece que sólo si Dios hace las mismas provisiones [la gracia de Dios] para todos y ofrece lo mismo para todos es realmente justo[4]
Pero, ¿es realmente injusto (imparcial, no equitativo) que Dios haga eso, i.e. que escoja salvar incondicionalmente, como diría Pablo: «según su buena y agradable voluntad» (Ef. 1:5b)?
Si nos detenemos a reflexionar por un momento en cuál es el estado o condición original de los que son escogidos para salvación, muy pronto advertimos que se trata de pecadores de toda clase, no muy diferentes —de hecho, idénticos— en cuanto a su naturaleza caída respecto de los que no son escogidos (léase, por ejemplo, 1Co. 6:9-11; Tit. 3:3-7). En realidad, no existe una gran diferencia moral entre ellos, salvo que de unos decide Dios tener misericordia, mientras que de los otros no. De los primeros, Dios determina obrar por su Espíritu para que respondan positivamente a su revelación; mientras que, de los segundos, Dios determina abandonarlos a su propia incredulidad (cf. Ro. 1:24-28).
Lo cierto es que, si Dios hubiese basado su elección en la respuesta de cada uno de ellos, ciertamente nadie habría tenido posibilidad de ser elegido, pues delante de sus ojos todos son pecadores. Hasta aquí, decir que hay injusticia en Dios no tiene cabida, a menos que pensemos que los réprobos merecían alguna clase de oportunidad o consideración, como la que recibieron aquellos que fueron escogidos para salvación. Sin embargo, esa sería una alegación infundada, puesto a que Dios no está obligado a tener misericordia de todos—de hecho, no está obligado a tener misericordia de nadie, en realidad Él tiene misericordia de quien quiere tener misericordia. Dice Thiessen:

«Se admite que Dios no tiene ninguna obligación de proveerle la salvación a nadie, ya que todos son responsables de su condición perdida actual. También se admite que Dios no está realmente obligado a salvar a nadie, aunque Cristo ha provisto la salvación para los hombres. Pero es difícil ver cómo Dios puede escoger a algunos de entre la multitud de hombres culpables y condenados, proveer salvación para ellos y asegurar su salvación eficazmente, y no hacer nada por todos los demás, si, como leemos, la justicia es la base de su trono. Dios no sería parcial si permitiera que todos los hombres fueran a su destino merecido; pero ¿cómo puede ser otra cosa si no parcial si escoge a algunos de esta multitud de hombres y hace cosas por ellos y en ellos que se niega hacer por los demás, si no hay algo acerca de las dos clases que marca una diferencia?»[5]

Es importante notar el problema lógico en el anterior argumento. Por una parte, se admite que Dios no tiene obligación alguna de proveer salvación y salvar; sin embargo, por otra parte, se objeta que Dios, en base a esa misma libertad de no estar obligado a proveer salvación, decida proveerla a algunos y no a otros, aplicando sobre los primeros la obra de la gracia mientras que al resto les abandona a su propia incredulidad. Nótese que esta objeción no es una defensa al universalismo (Dios escogió salvar a todos), sino una que apela a la idea de que Dios, para ser justo, necesariamente tiene que haber dado a todos los hombres, y no sólo a algunos, de su gracia para que todos tuvieran la misma «habilidad restaurada» que les permitiera creer para salvación[6]. Pero nuevamente, si Dios no estaba obligado a salvar a nadie—lo cual implica que tampoco estaba obligado a proveer a los hombres de su gracia salvífica—entonces se admite, dentro de la misma lógica, que no existe injusticia alguna—ni parcialidad—en el acto de escoger a unos y no a otros, puesto que no tener la obligación de salvar no implica no poder escoger salvar incondicionalmente a algunos. Así también, el escoger salvar incondicionalmente a algunos no implica que tenga que darle oportunidad de salvación al resto (mediante las mismas operaciones de la gracia), pues no debe olvidarse que aquí la premisa más importante es que Dios no está obligado a salvar a nadie, y eso es precisamente lo que admite el propio Henry C. Thiessen al comienzo de la cita.
Debemos entonces preguntarnos: ¿Es Dios injusto en su determinación de brindar a unos su gracia salvífica y a otros no? Antes de responder aquello debemos tratar con otra pregunta aún más importante: ¿Es injusto que Dios condene al pecador? Pablo responde: «en ninguna manera» (ver Romanos 3:5-6).
Dios es justo al condenar al pecador, porque ¿qué otra cosa sino su castigo es lo que merece el pecador? ¿Acaso el pecador merece la misericordia de Dios en lugar de su justicia?, de ninguna manera.[7] Si Dios determina condenar al pecador, está en su legítimo derecho de hacerlo, pues Dios es el Juez Supremo de todo el universo. No está Él obligado a condenar, pero sí está impelido por su propia naturaleza moral a ser Justo, así como por su propia naturaleza Santa está Él impelido a ser Santo en todo momento. Entonces, si preguntamos: ¿es Justo Dios al condenar al pecador? La respuesta es que sí, es Justo. De hecho, si Dios hubiese determinado no salvar a nadie y condenar a todo el mundo, por supuesto que eso habría sido una expresión legítima de su justicia respecto del pecado, y nadie podría alegar injusticia allí. Pero Dios ha decidido tener misericordia para salvar, misericordia no por supuesto de todas y cada una de las personas, sino de aquellos a quienes ha escogido en la eternidad. Debemos dejar en claro que la misericordia de Dios no depende de—ni se mide por—el número de personas que salve, sino del—y por el—simple acto de salvar a alguien, por lo cual, estoy seguro de que aun si Dios hubiese determinado salvar a sólo una persona, aquello ya habría sido un acto de enorme misericordia, pues no tenemos que perder de vista que los objetos de su misericordia son pecadores que no merecen su perdón, sino su castigo, de ahí que el concepto de «gracia» sea tan apropiado para entender cómo funciona nuestra salvación realmente (somos salvos por gracia, Efesios 2:8). Cuando comprendemos que lo único que el hombre merece es el castigo eterno y la justa retribución por sus pecados, la doctrina de la elección y la predestinación vienen a ser un verdadero bálsamo para el alma arrepentida, un salto de júbilo para quienes han de formar parte del pueblo adquirido por Dios. Por lo tanto, no debe sorprendernos tanto el hecho de que algunos no se salven, lo que verdaderamente debe sorprendernos y maravillarnos es que alguno se salve, porque si Dios diese a todos los hombres lo que realmente se merecen por sí mismos, luego ninguno se salvaría.
Ahora bien, si los réprobos reciben justicia (seguimos hablando de la justicia retributiva), ¿qué, pues, reciben entonces los escogidos? La respuesta: reciben misericordia. «Nadie»—dice correctamente R. C. Sproul—«recibe injusticia. La misericordia no es justicia. Pero tampoco es injusticia […] Hay justicia y hay no justicia. La no justicia incluye todo lo que está fuera de la categoría de justicia. En la categoría de no justicia encontramos dos subconceptos, injusticia y misericordia. La misericordia es una buena forma de no justicia, mientras que la injusticia es una mala forma de no justicia. En el plan de salvación, Dios no hace nada malo. Nunca comete injusticia alguna. Algunos reciben la justicia que merecen, mientras que otros reciben misericordia. Una vez más, el hecho de que uno recibe misericordia no exige que los demás la reciban también. Dios se reserva del derecho de conceder clemencia.»[8] Como dijo también Millard Erickson, «Los condenados reciben justo lo que se merecen. Los elegidos reciben más de lo que se merecen.»[9]
Pero al decir que Dios hace «no justicia» a sus escogidos, pareciera que estamos contradiciendo lo dicho antes, esto es, que Dios está impelido por su propia naturaleza a ser Justo. Sin embargo, Dios no deja de ser Justo al conceder su misericordia, sino que aplica su justicia (el castigo justo) a un sustituto nuestro, a Jesucristo; Él cargó con nuestros pecados y pagó el precio de nuestra iniquidad a fin de que fuéramos perdonados (Is. 53:5; 1Pe. 2:24; cf. Ro. 4:25; 5:10; 1Co. 15:3; 2Co 5:21; Gál. 1:4; Col. 1:20; 2:13-14; 1Pe 3:18; Ap.1:5). Dios manifiesta su justicia al condenar todos nuestros pecados en la cruz de Cristo, de manera que no puede existir contradicción alguna en el acto de conceder su misericordia (su «no justicia») a aquellos a quienes ha escogido para salvación.

¿Favoritismo?
Creo que hasta aquí ha quedado claro que Dios no hace injusticia alguna al condenar al pecador y al conceder su misericordia para salvar a sólo algunos de esos pecadores. Sin embargo, ¿qué hay de la objeción de que Dios, al escoger incondicionalmente a unos y no a otros, está haciendo acepción de personas? La Biblia nos dice en variadas oportunidades que Dios no hace acepción de personas (p. ej. Dt. 10:17; 2Cro. 19:7; Ro. 2:11; Ef. 6:9; Col. 3:25), por lo tanto —razonan algunos— no podría Dios escoger a unos y no a otros sin tomar en cuenta los méritos o deméritos de ambos. En la epístola de Santiago, capítulo 2, desde el versículo 1 al 9, hay una clara exhortación a los hermanos a no hacer acepción de personas; esto es, mirando en menos al pobre y prefiriendo al rico en su lugar, porque eso es pecado (vv. 2, 9). En parte relacionado está el mandato que leemos en Levítico 19:15 acerca de los hijos de Israel, los cuales debían juzgar con total imparcialidad en el juicio, «ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al grande», i.e. no favoreciendo al pobre sobre el rico por el sólo hecho de ser pobre, ni dando prioridad o mayor favor al poderoso simplemente por ser poderoso. Pero el que quizás sea uno de los textos claves en esta objeción, es sin duda alguna Romanos 2:11, «porque no hay acepción de personas para con Dios». Entonces, si Dios no hace acepción de personas, i.e. no es parcial ni tiene favoritismos, ¿cómo es que elige a unos y no a otros sin dejar de ser imparcial o cometer acepción de personas?
Lo primero que tenemos que hacer es definir qué entendemos precisamente por la expresión «acepción de personas». Si decimos que esto consiste básicamente en hacer distinción o diferenciación entre una persona y otra, entonces la Biblia sí enseña que Dios hace tales distinciones o que tiene especial preocupación por unos y no por otros. Por ejemplo, cuando Jesús ora al Padre por sus discípulos, leemos allí: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son...» (Jn. 17:9, cf. v. 20). En otro lugar leemos a Dios diciendo a Israel: «amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal. 1:2-3, cf. Ro. 9:13), lo cual implicó un trato diferente, no sólo respecto de las dos personas como tal, sino también de las naciones allí representadas; y eso está evidentemente claro en toda la Escritura, así que no hay mucho que demostrar en ese asunto. Sin embargo, nada de esto define lo que se quiere significar con la expresión «acepción de personas».
Lo que muy a menudo ignoran u omiten los que objetan con este argumento, es el hecho de que la acepción de personas implica un juicio basado en favoritismos, no tomando en cuenta el mérito o la razón (como lo que quiere instruir Levítico 19:15). Lo que dice entonces Pablo en la cita de Romanos 2:11, es que, en el juicio, Dios será completamente imparcial y pagará a cada uno conforme hayan sido sus obras (Ro. 2:6ss), de manera que no habrá favoritismo, sino justicia imparcial. Sin embargo, cuando la Biblia enseña la elección para vida eterna, nos parece que Dios ve a todos los hombres en igualdad de condiciones iniciales (toda la humanidad está caída, toda ella es culpable, y los vasos de honra y deshonra son formados de una misma masa de barro, Ro. 9:21, una misa massa perditionis), y este es un buen punto de partida para comprender lo infundada de esta objeción. Dios vio a todos los hombres igualmente pecadores e igualmente bajo juicio de condenación (todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, Ro. 3:23). No es este, por lo tanto, el caso de una elección en donde alguno pudiera alegar injusticia, ya que NADIE tiene méritos por los cuales apelar. No sólo no escogió Dios basado en los méritos de la persona, lo cual hubiera sido una acción «justa» de su parte, sino que en realidad nadie tiene méritos por los cuales alegar inclusión o aceptación, por lo que la elección pasa de ser un acto de justicia retributiva a un acto de misericordia y gracia. El propio caso de Levítico que consideramos más atrás nos habla acerca del verdadero sentido de esa expresión. Los jueces debían juzgar en base a los méritos o deméritos de las personas, no por favoritismos ni por cohecho; «no escogiendo el blanco sobre el negro por el sólo hecho de ser blanco» (una forma de decir); sin embargo, la elección para vida eterna no funciona así. Como dijo en otro tiempo Francisco Lacueva: «No habiendo en los hombres nada que pueda determinar la elección de Dios, no hay favoritismo, pues la acepción de personas sólo tiene lugar cuando se da a alguien un trato de favor en perjuicio de otro que ha hecho más mérito para ello.»[10] Esto último debe ser entonces la clave para echar a bajo esa objeción. La acepción de personas ocurre cuando se da un trato de especial favoritismo a una persona en desmedro o perjuicio de otra que hizo más méritos o reunió mejores condiciones para ese trato; sin embargo, en el caso de la salvación no estamos ante una situación de personas que merezcan mayor consideración que otras, pues a los ojos de Dios —de su perfecta y santa Ley—, todos han pecado y todos están destituidos de su gloria (Ro. 3:23), no hay diferencia en ellos mismos, todos son igualmente culpables, todos «hijos de ira» por naturaleza (Ef. 2:3). La única diferencia —bendita gran diferencia— es que a algunos Dios decide colocarlos en Cristo y los escoge en Él; algunos pecadores son amados en Cristo y por causa de Cristo, determinados a la vida eterna por los méritos de su Hijo amado en quien tiene complacencia y por medio de quien su gracia y su misericordia son hechas posibles.

Notas:


[1] Aunque no existe acuerdo en si acaso esta lectura es la correcta. Mientras que algunas traducciones colocan la expresión «en amor» en el v. 5 (constituyendo así un fundamento para la predestinación), otras traducciones colocan la expresión al final del v. 4 y en directa relación con lo que se había dicho antes, y por tanto haría alusión a la elección y a toda esa cláusula. Sin embargo, incluso en el caso de que la lectura correcta fuera la última, no debemos olvidar que toda la obra de Dios fue una manifestación de su amor, por consiguiente, sigue en pie la idea de que la predestinación fue llevada a cabo siendo el amor de Dios el antecedente de la misma.
[2] Stanley M. Horton (ed.), Teología Sistemática: Una perspectiva pentecostal (Miami, Fl: Vida, 1996), p. 359.
[3] Ibíd., p. 358. Cursiva mía. Aunque, un poco antes, el autor reconoce en Pablo el que «ser hijo de Dios depende de la expresión soberana y gratuita de su misericordia, y no de nada que nosotros tengamos que hacer» (mismo párrafo).
[4] Henry C. Thiessen, Lectures in Systematic Theology (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1949), p. 347.
[5] Ibíd., pp. 346-347.
[6] A esto se le conoce mejor como la «gracia preveniente» (o «preventiva»). Esta doctrina enseña que Dios obra, por su Espíritu, abriendo los corazones de todos los hombres a la verdad del evangelio, convenciéndolos, persuadiéndolos y capacitándolos para responder en fe a esa verdad (o en su defecto rechazarla).
[7] Uso aquí —y así a lo largo de este estudio— la expresión «su justicia» en referencia a la rectitud retributiva de Dios (la justicia punitiva), no en el sentido salvífico-redentor que adquiere en muchos otros lugares del Antiguo Testamento (Salmos e Isaías, principalmente) y también en abundantes lugares dentro de la literatura de Qumrán, o en el sentido que le da Pablo al sintagma «la justicia de Dios» en Romanos 1:17; 3:21-22 y 10:3ss, y en otros tantos lugares de la Epístola a los Romanos en donde aparece la palabra «justicia». Para un estudio sobre «la justicia de Dios» en su uso veterotestamentario y en Pablo según Romanos, véase mi libro: La Justicia de Dios Revelada: Hacia una teología de la Justificación (Salem, Or: Publicaciones Kerigma, 2017), pp. 17-73.
[8] R. C. Sproul, Escogidos por Dios (Faro de Gracia, 2da Edición, 2009), p. 27.
[9] Millard Erickson, Teología sistemática (Barcelona, CLIE: 2008), p. 920.
[10] Francisco Lacueva, Doctrinas de la Gracia (Barcelona: CLIE, 1975), p. 57.

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