domingo, 15 de diciembre de 2019

LA GRACIA EFICAZ



Por
Mauricio A. Jiménez


En lo que concierne a los escogidos del Padre—esto es, a aquellos a quienes Dios ha señalado en la eternidad, por su soberana complacencia y por ningún mérito previsto en los hombres, para hacerlos recipientes de su gracia especial y salvífica—hay por supuesto tales operaciones de Dios, que son llevadas a cabo de manera indefectible por su Espíritu sobre los objetos de su misericordia, a fin de que los tales reciban, voluntaria y conscientemente, la salvación alcanzada por Cristo. Estas operaciones a menudo convergen juntas bajo el nombre más conocido de «gracia irresistible».

[Lo que sigue fue tomado de mi libro La Justicia de Dios Revelada: Hacia una teología de la justificación, adaptado y ampliado para la presente publicación]

Para empezar, una definición

La doctrina de la «gracia irresistible» es a menudo mal entendida y caricaturizada por algunos de sus detractores, quizá porque el nombre como tal no parece tener asidero con respecto a ciertas afirmaciones de la Biblia, en donde claramente vemos a grupos de hombres rechazando a Dios o, dicho de otra manera, resistiéndose a la gracia de Dios; la misma que actúa como fuente causativa de toda las bondades y misericordias del Señor para con los hombres. Textos como Proverbios 1:24; Isaías 65:2 (cf. Romanos 10:21); Jeremías 32:33; Oseas 11:1-9; Mateo 23:37; Hechos 7:51; entre varios otros, parecen refutar la doctrina reformada de la «gracia irresistible», y ciertamente lo hacen, pero sólo si comprendemos medianamente esta doctrina.[1]
            Precisamente como el nombre parece presentar ciertas objeciones en el propio texto bíblico, algunos estudiosos han preferido usar otro concepto análogo y que pudiera ayudarnos a comprender mejor y más plenamente toda esta idea contenida en la doctrina de la gracia irresistible. Se trata, pues, del concepto de «gracia eficaz». A este respecto, la doctrina tiene fuertes fundamentos bíblicos, como veremos a continuación.

¿En qué consiste esta gracia?

            Es la gracia de Dios que Él obra activamente (siento el hombre en todo esto pasivo), por medio del Espíritu Santo, en los corazones y mentes de los que han de ser salvos. Es la gracia que ilumina las mentes entenebrecidas, guiando al entendimiento de la verdad cristiana; que compunge y abre los corazones recalcitrantes para recibir la palabra del Evangelio; que cambia las inclinaciones de la voluntad dominada por el pecado y las disposiciones del corazón; todo ello a fin de que los señalados a la vida eterna obedezcan a la verdad y puedan creer para salvación.
            Esta gracia viene acompañada del llamado interno que realiza el Padre a sus escogidos, es el llamado que es por—o a través de—el evangelio (2Ts. 2:13-14) y que siempre resulta infalible con respecto a los objetos de su elección. A este llamado le conocemos mejor por el nombre de «llamamiento eficaz».

La gracia y el llamamiento eficaz

En pocas palabras, por «llamamiento eficaz» entendemos ese llamado santo (2Ti. 1:9) que el Padre lleva a cabo, por medio de su Palabra y por su Espíritu, a sus escogidos de todo el mundo para que vengan al encuentro espiritual con Jesucristo (2Ts. 2:13-14). Consiste en una obra de la gracia soberana y del poder de Dios operada por el Espíritu Santo, quien, como ya hemos señalado, ilumina espiritualmente las mentes de los escogidos con el conocimiento de Cristo, a fin de que puedan estos entender las cosas de Dios (Hch. 26:18; 1Co. 2:10-12; Ef. 1:17, 18) y, siendo persuadidos, abracen por la fe y de manera voluntaria la verdad del evangelio (Fil. 2:13). Se trata de un llamado que, al descansar en su propósito eterno y soberano (Ro. 8:28), siempre resultará en la conversión eficaz de aquellos a quienes el Padre llama (Ro. 8:30). Dado que el resultado de ese llamado ya está garantizado por Dios, el llamamiento eficaz no es una invitación que el elegido puede aceptar o rechazar, sino más bien la realización en el tiempo de un designio Divino, que tiene como fin traer hacia sí mismo a aquellos que han sido señalados para vida eterna, según el beneplácito y eterno consejo de Dios (cf. Jn. 6:37).[2]
            Como dice el profesor Sproul,

El llamamiento interno de Dios es tan poderoso y eficaz como su llamamiento para crear el mundo. Dios no invitó al mundo a que existiese. Mediante su divino mandato, clamó: “Sea la luz”. Y hubo luz. No podía haber sido de otra manera. La luz tenía que comenzar a brillar.[3]

El llamamiento del que estamos hablando es eficaz, porque la gracia que opera junto a él es irresistible—o eficaz, como ya hemos dicho—, además quien llama es Dios en soberanía y en conformidad con su propósito eterno. Como Erickson, creo que a este mismo respecto «la pregunta que hay que hacer es ¿alguien que ha sido elegido específicamente es libre para rechazar la gracia de Dios?», y como él, «la posición tomada aquí no es que aquellos que son llamados deban responder, sino que Dios hace su oferta de forma tan atrayente que ellos responderán afirmativamente.»[4]
            Un texto conocido a partir del cual podemos inferir la doctrina, es 1 Corintios 1:23-24,

Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.

            Nótese lo que el apóstol Pablo está diciendo aquí: que mientras que para los judíos el mensaje de la cruz es tropezadero y para los gentiles locura, para «los llamados» (judíos y gentiles) es poder de Dios y sabiduría de Dios.
            Es interesante que a este último grupo se refiera con el descriptivo de «los llamados». ¿Es que acaso los primeros no lo eran? Queda absolutamente claro que de los primeros se nos dice cuál es su reacción al mensaje del evangelio, lo que sugiere que dicho mensaje les fue una vez comunicado (fueron objeto de un llamado general o universal). Así las cosas, ¿por qué entonces Pablo se refiere a los segundos como «los llamados»? La única respuesta aceptable es que por «los llamados» se quiere decir algo más que un mero llamado general o universal a recibir el evangelio, es más bien un llamado que descansa en el eterno propósito de Dios respecto de sus escogidos (cf. 2Ti. 1:9). Se trata, por tanto, no del simple llamado—la invitación, como en Mateo 11:28-29—que es a través del predicador (aunque este se presume y es un medio o causa secundaria para llamar a los escogidos, 2Ts. 2:13-14), sino de algo más interno e intenso, algo que comienza en el corazón del penitente como respuesta a la obra de gracia que es conforme al propósito de Dios. Esta idea a partir del designio divino queda confirmada en Romanos 8:28 y 30, cuando Pablo escribe: "los que conforme a su propósito son llamados... y a los que predestinó, a estos también llamó", i.e. los llamados conforme a la predeterminación divina.
            No cabe ninguna duda de que Dios llama a todos al arrepentimiento (Hch. 17:30) y que “muchos son llamados, y pocos los escogidos” (Mt. 22:14); no obstante aquí (1Co. 1:23-24; Ro. 8:28, 30; 9:24, y también en Fil. 3:14; He. 3:1) parece ser que se habla de otra clase de llamado, uno que está más bien vinculado a al propósito eterno de Dios que es acerca de la salvación de sus escogidos. Y es en ese sentido, y sólo en ese sentido, que no debemos de tener reparos en concebir una doctrina de «llamamiento eficaz» y «gracia irresistible», lo cual no contradice en lo absoluto el hecho de que Dios también hace un llamado universal a todos al arrepentimiento; un llamado que muy a menudo es rechazado por los hombres. Como dijo Michael S. Horton,

los calvinistas no negamos que los pecadores se resistan a la invitación de Dios (el llamamiento externo). ¿Cómo podríamos hacerlo, cuando la Escritura enseña con toda claridad que es así? De hecho, esto confirma nuestro concepto de la depravación total. Como Jesús dijera acerca de los fariseos, nuestra actitud es de una resistencia constante. Esta es nuestra contribución a la Salvación: ¡pecado y resistencia! No obstante, la Gracia eficaz es distinta de la común, y el llamamiento eficaz, distinto del universal. A partir de lo que vemos en la Escritura, parece evidente que Cristo invita a todos a ser salvos y sin embargo solo los escogidos responden a su llamado. De modo que, esta distinción parece tener un buen fundamento exegético y gozar de amplia confirmación en nuestra propia experiencia. Sin embargo, el que algunas personas respondan y otras no, no puede atribuirse a nuestra propia disposición o capacidad moral, sino a la maravillosa Gracia de Dios.[5]

Alguien podría preguntar: Si el objetivo del llamamiento eficaz es que los escogidos vengan a formar parte con los salvos, ¿cuál es entonces el objetivo del llamado general (o universal)?
            Si pudiéramos colocar en orden lógico ambos llamados, podríamos decir que el llamado general al arrepentimiento es anterior al llamamiento eficaz. Por medio del llamado general, Dios invita a todos los hombres a que vengan y reciban salvación. Pero ese llamado general no asegura que alguien efectivamente venga, pues por medio de ese llamado Dios sólo se asegura de que sea la libre agencia de los hombres la que actúe. Se trata, por tanto, de una invitación que hace a los hombres totalmente responsables de la elección que tomen. Por cuanto la respuesta a este llamado descansa únicamente en la libre agencia de criaturas caídas y corrompidas, no se espera que realmente sea respondido de manera positiva. Dios conoce que todos los hombres han de rechazar esta invitación; no obstante, la hace porque sólo de ese modo puede hacer al hombre en verdad responsable de su propia incredulidad (cf. Jn. 3:17-19).
            En síntesis, el llamado general garantiza la responsabilidad del hombre respecto de la invitación a recibir la salvación, mientras que en el llamamiento eficaz Dios se asegura de que quienes han de ser salvos respondan positivamente a esa invitación.
            Se dice de este llamamiento que es celestial (He. 3:1), lo cual no sólo implica origen, sino también un destino; de manera que quienes son participantes del llamamiento celestial, son también participantes de la gloria del cielo y de la esperanza que a ello evoca. Pablo también se ha de referir en términos similares a este llamado, cuando escribe a los filipenses: «prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14). A los hermanos de Roma les habla respecto de los vasos de misericordia que Dios preparó de antemano para gloria, y añade: «a los cuales también ha llamado, esto es, a nosotros, no sólo de los judíos, sino también de los gentiles» (Ro. 9:23-24).
            Pero este llamamiento es también a ser de Cristo, y en ese mismo sentido es también un llamado a ser santos, como escribe Pablo a los de Roma: «entre los cuales estáis también vosotros, llamados a ser de Jesucristo; a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos» (Ro. 1:6-7, cf. 1Co. 1:2). John Murray decía:

Los llamados deben ejemplificar en su conducta el llamamiento por medio del cual han sido llamados a no tener comunión con las obras infructuosas de la oscuridad. Aquí tenemos una serie de consideraciones que apremian las obligaciones intrínsecas al llamamiento de Dios. La soberanía y eficacia del llamamiento no relajan la responsabilidad humana, sino que más bien basan y confirman esta responsabilidad. La magnitud de la gracia realza la obligación. Ésta es, en efecto, la exhortación de Pablo: «Por eso yo, que estoy preso por la causa del Señor, les ruego que vivan de una manera digna del llamamiento que han recibido» (Ef. 4:1).[6]

La necesidad de una gracia eficaz

Desde nuestra concepción reformada, la «gracia eficaz» es necesaria debido al estado de incapacidad espiritual del hombre natural por entender y anhelar, de su sola voluntad, la obra divina de la redención. El hombre no regenerado, en razón de su naturaleza corrupta por causa de la caída, es incapaz de obedecer a Dios y de agradarle (Ro. 8:7-8); tampoco es capaz de percibir la revelación especial de Dios, porque le es locura y no posee la espiritualidad que aquello demanda para su comprensión (1 Co. 2:14).
            Este estado de corrupción podemos verlo también en la exhortación de Pablo a los hermanos de Éfeso, cuando les escribe diciendo:

Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón; los cuales, después que perdieron toda sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza” (Ef. 4:17-19).

En este mismo lugar, Pablo se refiere a la pasada manera de vivir, al «viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos» (v. 22). Según se puede entender de estas citas de Efesios, el entendimiento entenebrecido y el corazón endurecido, sumado a la pérdida de sensibilidad espiritual para captar lo que es correcto delante de Dios, explican la ignorancia que hay en los no creyentes respecto de la verdad del evangelio y de lo que es bueno y agradable para Dios.
            Pero esta condición no sólo dice relación con un cierto grupo de personas en el contexto local y cultural de los «otros gentiles» occidentales entre los que moraba la iglesia de Éfeso, sino que es una descripción veraz del estado natural en el que se encuentran todos los hombres sin Cristo. Cuando el apóstol Pablo afirma por las Escrituras que: «No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro. 3:10-12; cf. Sal 14:1-3; 53:1-3), no está simplemente exagerando como para enfatizar una idea; ni tampoco tiene a algunas cuantas personas en mente (Ro 3:9, 23). Pablo en realidad está completamente convencido de que el hombre no regenerado (judío y gentil) está absoluta y radicalmente corrupto, de modo tal que no es verdaderamente capaz de realizar ningún bien espiritual, no es en lo absoluto libre para buscar a Dios y agradarle. Misma idea se expresa en Romanos 1:21-22 respecto de la humanidad pasada:

Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios.

            Debemos aceptar el hecho de que, en lo que se refiere a la naturaleza espiritual del hombre, esta no es moralmente neutra, sino positivamente pecaminosa. Todas las áreas de su ser (mente, espíritu, voluntad y corazón) están afectadas por el pecado original; en consecuencia el hombre natural sólo es realmente libre para escoger cómo va a pecar, pero no es verdaderamente libre para nunca hacerlo. Jesús mismo refutó la pretendida idea de libertad que tenían los judíos cuando les dijo: «todo aquel que hace pecado esclavo es del pecado […] si el Hijo les libertare serán verdaderamente libres» (Juan 8:34,36); y Pablo define la condición anterior de los creyentes, antes de la conversión a Cristo, del siguiente modo: «Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros» (Tito 3:3, cf. Ro. 6:17). La fuerza de sólo estos dos pasajes aniquila esa inadmisible e ilógica idea de absoluta libertad (libre albedrío libertario) que algunos humanistas pretenden defender. Por lo demás, la libertad que Cristo nos promete sólo tiene sentido si consideramos al hombre natural como un verdadero esclavo de Satanás, de la muerte, de la ley y del pecado.
            A esta condición humana se la ha conocido comúnmente con el nombre de «depravación total». Es una doctrina bíblica, como hemos podido ver, pero lamentablemente ha sido mal interpretada por algunos cristianos y convertida en una caricatura que no define lo que realmente quiere significar[7]. Esta doctrina, negativamente hablando, no quiere decir que no puede el hombre realizar actos de “genuina bondad” (cf. Mt. 7:11), de hecho vemos a hombres diariamente haciendo cosas moralmente correctas a los ojos de la sociedad. Tampoco significa que ha quedado impedido de tomar decisiones libres y moralmente responsables. No quiere tampoco decir que no pueda tener conciencia acerca de Dios; ni que todo el tiempo y a cada momento va a estar pecando o que cometerá toda forma y tipo de maldad mientras viva. Positivamente, lo que se significa con esta doctrina es que: 1º la corrupción se extiende a cada faceta de la naturaleza del hombre y a todas sus facultades morales y espirituales (es total o radical) y 2º que el hombre natural es incapaz de realizar algún bien espiritual que acompañe a la salvación o le signifique el favor de Dios, es incapaz de vivir en total y perfecta obediencia a Dios. Todos sus actos de bondad no glorifican a Dios porque no proceden de la fe, ni como para Dios; esto explica la máxima de que «no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro. 3:12 cf. Ecl. 7:20).
            Esta incapacidad humana de buscar a Dios o de responder al evangelio sin el auxilio de la gracia, no tiene que ver entonces con una inhabilidad inmanente de la naturaleza humana (o relativa a su constitución), sino con una perversión de la misma. Esto nos debe llevar de vuelta al punto anterior acerca de la gracia y del llamamiento eficaz.

Ninguno puede venir a mí…

Jesús dijo que: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» y «ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre» (Jn. 6:44, 65). Esto corrobora lo que se ha venido diciendo. Como dijo Herman Hoeksema:

Para que el pecador pueda ir a Cristo es indispensable que sea llevado por la gracia de Dios. Si el Padre no lo lleva, es imposible que el pecador vaya. Nadie PUEDE, excepto que el Padre lo lleve. Lo cual no debe entenderse como si pudiera darse el caso de un pecador que realmente quiere y anhela ir a Jesús, pero que se encuentra impedido por algún poder constrictivo. Ese caso no existe. Lo que ocurre es que el pecador no tiene poder, ni lo quiere, para ir a Cristo. Tanto el querer como el ir dependen completamente de la acción de llevar que por gracia realiza el Padre.[8]

Pero eso no fue todo lo que Cristo dijo, también afirmó que: «todo lo que el Padre me da vendrá a mí» (Jn. 6:37). Leon Morris comenta este pasaje diciendo:

La gente no viene a Jesús simplemente porque les parece una buena idea. A la gente pecadora nunca le parece una buena idea. A no ser que el poder divino trabaje en las almas de las personas (cf. 16:8), éstas no ven ningún problema en las vidas de pecado que llevan. Antes de que una persona pueda venir a Cristo hace falta que el Padre se la dé a Cristo.[9]

Jesús dijo que todo lo que el Padre le da vendrá a Él, de manera que el acto de ser «llevados» por el Padre no es una simple invitación o exhortación a ir a Cristo por la fe (aunque la fe es el medio para ir), sino que realmente el Padre que concede llevarnos hace infalible el que nosotros vayamos.
            El mismo verbo traducido como «trajere» en Juan 6:44 (Gr. Helkúo o hélko, aquí en la voz activa del tiempo aoristo y modo subjuntivo, helkúse = «atraiga» o «arrastre») no indica un mero atraer pasivo o una simple influencia moral, sino que, con toda seguridad, una acción cuyo fin es hacer infalible que los objetos señalados vayan a Cristo, de ahí que una traducción literal pudiera ser: «arrastre», lo cual le da el sentido preciso.
            Existen otros casos en el Nuevo Testamento en donde dicho verbo tiene igual sentido. Por ejemplo, en Juan 21:6 y 11 se traduce por el verbo «sacar» («sacar» y «sacó», respectivamente), haciéndose alusión al acto de recoger la red y traerla hacia sí y luego dejarla en tierra (v. 11, «arrastró hasta la orilla la red», NVI 1999). Desde luego, no importa mucho si la red estaba demasiado pesada—al punto de oponer resistencia—al momento de querer los discípulos sacarla del agua (v. 6), ya que la acción de ser sacada implica el esfuerzo de ellos (nótese el uso de la voz activa en ambos versículos) por sacarla, indistintamente de la dificultad humana por lograrlo (el objeto sigue siendo pasivo con respecto al sujeto que actúa sobre él). Otro ejemplo es Juan 18:10, en donde se dice de Pedro que «sacó» su espada para herir a Malco, «la desenvainó» (RV60), lo que corresponde a una acción enérgica y vigorosa en donde la espada es absolutamente pasiva en el acto de ser sacada.
            Otros ejemplos aún más significativos son Hechos 16:19; 21:30 y Santiago 2:6, en donde el verbo herlkúo sin lugar a dudas no podría significar una simple atracción o invitación, sino que un «llevar» con fuerza:

Pero sus amos, al ver que había salido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y LOS ARRASTRARON hasta la plaza pública ante las autoridades (Hch. 16:19, BTX3)

Así que, toda la ciudad se alborotó, y se agolpó el pueblo; y prendiendo a Pablo, LO ARRASTRARON fuera del templo, y cerraron inmediatamente las puertas. (Hch .21:30)

Pero vosotros habéis afrentado al pobre. ¿No os oprimen los ricos, y ellos mismos OS ARRASTRAN a los tribunales? (Stgo. 2:6)

            Es posible que a estas alturas pudiera el lector estarse preguntando si acaso Dios realmente no estaría violentando las voluntades humanas al obrar de este modo en los escogidos. Y aunque un poco más adelante volveré a este punto, por ahora sólo baste decir que, aunque Dios atrae a sus escogidos de manera eficaz (indefectible), no debemos entender esa acción de la misma manera violenta como en los tres ejemplos anteriores, sino más bien como obrando de manera tan persuasiva que hace que la respuesta humana a esa acción sea inevitablemente positiva. Los ejemplos anteriores sólo dan cuenta del significado del verbo traducido como «trajere» en Juan 6:44 y su uso en otros contextos, todo lo cual sólo nos demuestra que «traer» no es simplemente invitar o influenciar, sino hacerlo seguro.
            Sabemos que no todos son así llevados a Cristo y que sólo aquellos que son llevados por el Padre van a Él. No sabemos por qué razón Dios sólo lleva a algunos y no a todos; es un misterio que la Biblia no se encarga de develar, y muy posiblemente permanezca como un misterio hasta el día en que estemos ante su presencia.
            ¿Qué hacemos entonces con los dichos de Jesús en Mateo 11:28, «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (cf. Ap. 22:17)? ¿No es acaso esta una invitación sincera a todos los hombres, para que vayan a Cristo y hallen descanso? Ciertamente lo es. Sin embargo, tenemos que recordar que Jesús también dijo a un grupo de judíos: «y no queréis venir a mí para que tengáis vida [...] Mas yo os conozco, que no tenéis amor de Dios en vosotros» (Jn. 5:40, 42, cf. Mt. 23:37). Podría pensarse que aquí sólo se trataba de un grupo de judíos incrédulos que por propia voluntad no quisieron ir a Cristo, pero algunos años después Pablo levantó una acusación contra judíos y gentiles por igual—entendiéndose aquí una forma de decir: toda la humanidad sin distinción—, y que sigue con una cita de las Escrituras en donde se afirma: «No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios, todos se desviaron, a una se hicieron inútiles...» (Ro. 3:10-12). Ya leímos también que nadie puede ir a Jesús si el Padre no le lleva, si no le es concedido por Él. A esto añádase que el propio Jesús dijo también a otro grupo de judíos; que ellos no creían en Él porque no eran de sus ovejas (Jn. 10:26). No dijo el Señor que no eran ellos de sus ovejas porque no creían en Él, sino que no creían precisamente porque no eran de sus ovejas, pues sus ovejas oyen su voz y le siguen, y Él las conoce (v. 27). De otro modo: es necesario ser oveja del Buen Pastor para seguir al Buen Pastor, nadie que no sea oveja suya le creerá y le seguirá. Las ovejas oyen a su pastor cuando las llama; y le siguen, porque reconocen su voz. Esta ilustración, tomada de la práctica común del pastoreo oriental, lo que intenta decir, es que todos aquellos que—y sólo aquellos que—son de Cristo, creerán en su palabra cuando este les llame por el evangelio. Aquellas ovejas que no son de su rebaño, no le seguirán, porque no le conocen (ni Él las conoce a ellas); de manera que hay una verdadera relación de causa y efecto entre «ser su oveja» y «seguirle». Los judíos incrédulos a quienes se alude en este relato de Juan, lo eran no tanto por la incapacidad de creer en Jesús y en su mensaje, sino porque no eran de las ovejas de su rebaño.
            Tenemos que entender entonces estas exhortaciones a la fe—como en Mateo 11:28 o en Marcos 1:15 (ver también en las parábolas de Mateo 22:2ss. y Lucas 14:15ss.)—en el contexto general de las Escrituras, en especial del Nuevo Testamento, y también a la luz de las otras afirmaciones como las que hemos visto hasta aquí. Esta clase de invitaciones se ofrecen a la fe de personas caídas, que no desean en realidad acercarse a Dios, a menos—y sólo a menos—que sea Dios mismo quien tome la iniciativa y les atraiga, no meramente influenciándoles a ir mediante una «suave persuasión» pudiendo el hombre rechazar la gracia divina[10], sino más bien obrando activamente en el corazón y en la voluntad de aquellos con el objeto de que vayan. Sé que parece una broma de mal gusto la idea de una invitación que sé que no podrá ser respondida a menos que haga algo en la persona invitada para que tenga la posibilidad de venir (e infaliblemente venga); sin embargo, tiene completo sentido si lo que pretendo con ello es hacer a las personas responsables de su incredulidad. Y eso es precisamente lo que vemos que Dios hace aquí (véase más atrás).
            En lo que respecta entonces a los escogidos, Dios es quien por su Espíritu les asiste y les insufla de su gracia para que estos, siendo depravados por naturaleza, sean capaces de responder positiva e indefectiblemente al evangelio, de modo que reciban salvación[11]. Pero a esto algunos objetan respecto de los no escogidos, diciendo que si Dios no les dio a ellos la misma gracia que los capacitara para responder al evangelio, ya fuera para aceptarlo, ya fuera para rechazarlo, entonces no pueden ser realmente responsables de su incredulidad, y la exhortación al arrepentimiento y a la fe se vuelven un mero sarcasmo. De ahí que Dios, razonan aquellos, deba ofrecer a todo hombre la gracia suficiente para que, una vez iluminados por la verdad, sean responsables de aceptar o no la gracia salvífica de Dios. La falaz opinión de Dave Hunt es evidencia de esta incapacidad de parte de algunos teólogos en aceptar esta doctrina que hemos venido exponiendo, al afirmar que:

Decir que Dios manda a los hombres que hagan lo que no pueden hacer sin Su gracia, y que entonces les niega la gracia que necesitan y los castiga eternamente por no obedecer, es burlarse de la Palabra de Dios, de Su misericordia y amor, y es difamar Su carácter.[12]

Pero el hecho de que Dios sólo escoja capacitar a aquellos que llama eficazmente, no milita en contra de su carácter, ni tampoco resta responsabilidad a los que no son así llamados, pues incluso cuando son por naturaleza pecadores y no pueden venir a la fe sin la gracia de Dios, Dios les hace responsables de su incredulidad y obstinación. Arthur W. Pink responde a esta cuestión, argumentando de una manera clara y contundente:

¿Cómo puede el pecador ser responsable de hacer lo que por naturaleza es incapaz de hacer? ¿Cómo puede ser condenado por no hacer lo que es incapaz de hacer? Algunos han concluido erróneamente que la caída del hombre y su incapacidad espiritual ha terminado con su responsabilidad moral. Dicen que no es posible que el hombre sea tanto incapaz como responsable; dicen que esto es una contradicción. La Biblia responde que a pesar de su depravación y a pesar de su incapacidad, el hombre es enteramente responsable: responsable de obedecer el evangelio, responsable de arrepentirse y confiar en Cristo, responsable de dejar sus ídolos y someterse a Dios. El hecho de que Dios exija al hombre cosas que éste es incapaz de hacer es una realidad; por ejemplo leemos en la Biblia, “amarás a Dios de todo tu corazón, de toda tu alma y de toda tu mente”, “sed vosotros perfectos como vuestro Padre en los cielos es perfecto”, “arrepentíos y creed el evangelio”. El hombre no regenerado es incapaz de hacer todas estas cosas, pero esto no cambia su responsabilidad y deber de hacerlas. Dios no puede exigir menos que la santidad y la justicia. Aunque el hombre ha perdido su capacidad, esto no ha anulado ni acabado con su obligación. Las siguientes ilustraciones servirán para confirmar este punto:

1.      Un borracho que atropella y mata a una persona al estar manejando su automóvil, no es considerado inocente (o no responsable), aunque no era capaz de controlar su vehículo.
2.      El ladrón que es controlado por la concupiscencia y la avaricia, no puede dejar de robar. Pero el hecho de que no puede dejar de hacerlo no lo hace inocente (no le quita la responsabilidad).
3.      La segunda carta de Pedro nos habla de aquellos que tienen ojos llenos de adulterio y no pueden dejar de pecar. Pero esto no disminuye en manera alguna su culpa y su responsabilidad.
4.      El argumento propuesto por los homosexuales en la actualidad es que son pervertidos por naturaleza y nacieron así. Por lo tanto dicen que no es posible que dejen su pecado. Sin embargo, Rom. 1:26-28 dice que reciben en sí mismos la retribución debida a su extravío.
5.      La excusa de aquellos que dicen: Así soy y no puedo cambiar, no sirve sino sólo para condenarlos.
6.      La persona que tiene una deuda la cual no le es posible pagar. La ley no la excusa por este hecho de su responsabilidad de pagar. En una forma semejante, Dios no ha perdido su derecho de exigir el pago aunque los hombres hayan perdido su capacidad de pagar. La impotencia humana no cancela la obligación ni la responsabilidad.
7.      El hecho de que el corazón humano es depravado, el hecho de que ame el pecado y no pueda dejarlo, no hace en ningún modo que uno sea menos responsable de sus pecados. Si no fuera así, entonces entre más depravado y más endurecido que uno llegara a ser, menos responsabilidad tendría. En tal caso, Dios no podría juzgar a nadie.

Es simplemente un argumento filosófico el que dice que la responsabilidad humana es limitada por la incapacidad. Este argumento conduce a una absurda conclusión de que entre más pecaminoso que uno fuera, menos responsabilidad tendría. El diablo es un buen ejemplo de esto. Nadie duda de la depravación total del diablo. No hay duda alguna de que aborrece a Dios, de que es incapaz de hacer el bien y aún incapaz de arrepentirse. Pero ninguna de estas cosas le hace menos responsable; por el contrario, aumentan su culpa y su condenación.[13]

Pero el hombre no simplemente no puede ir a Cristo por sí mismo, tampoco quiere hacerlo, por tanto su incredulidad no es solo una reacción de su naturaleza caída, sino también un asentimiento de la mente y un consentimiento de la voluntad, y es precisamente eso lo que le hace responsable ante Dios, de manera que el no poder y el no querer son simplemente aspectos de una misma cosa: un corazón endurecido y recalcitrante (Mt. 23:37; Hch. 7:51).
            Ahora bien, si Dios hace a los incrédulos responsables de su incredulidad, ¿qué podemos decir acerca de nosotros mismos, i.e. de los que hemos creído para salvación? Me explico: Si nadie, en su estado de natural corrupción, quiere y puede obedecer al evangelio o a las exhortaciones de Dios, y no obstante Dios hace responsables a las personas por su incredulidad (tanto en el no querer como en el no poder), ¿qué sucede con los que creen? Si, como ya dijimos antes, únicamente aquellos que por la obra de Dios en sus corazones y mentes son los que vienen a la fe, ¿puede entonces decirse que son responsables de haber creído? Alguno pudiera razonar acerca de este punto y decir que si Dios nos atrajo hacia sí mismo obrando activamente en nuestro corazón y en nuestra voluntad, entonces no vinimos a Él libremente, y si no fue aquello un acto libre, entonces no fue voluntario, en consecuencia no somos responsables por creer. Dios entonces causa violencia a la libertad de escoger de los hombres, de manera que los que creemos somos llevados a esa convicción en contra de nuestra voluntad.
            No suelo leer esta clase de razonamiento muy a menudo[14]; sin embargo, he encontrado reflexiones similares—menos elaborada, por supuesto—en algunos foros de la Internet o en conversaciones informales entre creyentes.
            Pues lo que no se ha tomado en cuenta aquí, es que ningún hombre es verdaderamente libre para escoger hacer lo contrario a lo que por naturaleza es (un incrédulo), por lo que en cierto modo es verdad que los que creen no lo hacen en un acto libre de la naturaleza caída; sin embargo, esta fe que en nosotros es despertada, lo es como consecuencia de lo que previamente Dios ha obrado ya en nuestro corazón. Para mí es un completo misterio esta operación de la gracia divina; algunos—en realidad la mayoría de los teólogos con una soteriología reformada—lo vinculan a la regeneración o al nuevo nacimiento, otros; sin embargo, creen que pudiera tratarse de una cosa distinta (Erickson; Strong; Garrett; Morris; Ryrie, entre otros), pero cuyos efectos hacen que finalmente nuestra voluntad esclava del pecado sea liberada y, en un acto de completa y asombrosa lucidez, alcemos nuestros ojos a Dios y creamos para salvación. Sea como sea que Dios obre, no existe entonces violencia, ni a la voluntad ni a la libertad del hombre, sino que todo lo contrario. Como dijo años atrás el profesor Lacueva:

El llamamiento divino eficaz no quita la libertad, sino que la da (V. Jn. 8:32), porque, al infundir criterios correctos y motivos realmente valiosos, restaura el adecuado ejercicio del albedrío y confiere la facultad dignificante de poder llegar a ser hijos de Dios (Jn. 1:12), abandonando la esclavitud del pecado y del demonio.[15]

            Entonces, aunque es verdad que los que creen no lo hacen en un acto libre de la naturaleza caída, sí lo hacen libre y voluntariamente, esto es, sobre la base de una libertad restaurada por la obra soberana de Dios, o, como leemos en la Confesión de fe de Westminster: «ellos van con absoluta libertad, habiendo recibido la voluntad de hacerlo por la gracia de Dios» (CFW X. I). De manera que sí somos, después de todo, responsables por haber creído, incluso cuando Dios no nos consultó si acaso queríamos o no ser escogidos para ello. A este respecto, pienso que en lugar de cuestionarnos esa elección, debiéramos brincar de felicidad y de gratitud a Dios, reconociendo que en todo y para todo Él es Soberano, además ¿quiénes somos nosotros para que alterquemos con Dios? «¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así?» (Ro 9:20). No debemos olvidar, llegados a este punto, que sólo somos criaturas sujetas a la voluntad del Creador, quien obra todo y en todos para su propia gloria y por su sola gracia.


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NOTAS:



[1] Una crítica más o menos reciente a la doctrina de la gracia irresistible, puede leerse en el extenso capítulo de Steve W. Lemke, para el libro Todo aquel que en Él cree. (Nashville, Tennessee: B&H Español, 2016), pp.135-202; publicado originalmente en 2010 con el título Whosoever Will: A Biblical-Theological Critique of Five-Point Calvinism (B&H Publishing Group).
[2] Cf. con la Confesión de fe de Westminster, Cap. X, I.
[3] R. C. Sproul, Escogidos por Dios. 2ª Edición (Bogotá: Faro de Gracia, 2009), p. 85.
[4] Millard Erickson, Teología sistemática (Barcelona: CLIE, Segunda edición Colección Teológica Contemporánea, 2008), p. 936.
[5] J. Mathew Pinson, ed. La seguridad de la salvación. Cuatro puntos de vista (Barcelona: CLIE, 2006), pp. 205-206.
[6] John Murray, La Redención. Consumada y Aplicada (Grand Rapids, Michigan: Libros Desafío, 2007), pp. 90-91.
[7] Por ejemplo, David Hunt escribió: “Tome una comprensión humana de ´muerto`, mézclela con la comprensión inmadura de la Palabra de Dios por parte del joven Juan Calvino, contaminada con filosofía agustiniana, agítelo todo y obtendrá la teoría de la Depravación Total”. “What Love is this? Calvinism´s misrepresentation of God” (¿Qué amor es ese? Calvinismo: Una falsa representación de Dios), p. 119.
[8] Herman Hoeksema, Todo el que quiera, [en línea] [Mayo de 2013]. Disponible en la Web:
[9] Leon Morris, El Evangelio según Juan. Vol 1 (Barcelona: CLIE, 2005), p. 416.
[10] Contra Henry C. Thiessen, Lectures in Systematic Theology (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1949), p. 347 y Stephen M. Ashby (véase, p. ej. en J. Mathew Pinson, ed. La seguridad de la salvación. Cuatro puntos de vista (Barcelona: CLIE, 2006), pp. 157-160), y en general los proponentes de la doctrina de la «gracia preveniente». Para una respuesta más extensa a esta doctrina, véase mi artículo «Elección, predestinación y presciencia», sección final Apéndice (aquí).
[11] Si se mira con atención, esto es similar a lo que suponen los proponentes de la «gracia preveniente», con la salvedad de que estas operaciones del Espíritu son llevadas a cabo únicamente en los escogidos, siendo la respuesta de estos positiva en todos los casos, corolario de la doctrina de la elección y la predestinación.
[12] Dave Hunt, “What Love is this? Calvinism´s misrepresentation of God”, p. 96.
[13] Arthur W. Pink, La Soberanía de Dios, pp. 33-34.
[14] Aunque una reflexión a partir de esta idea puede leerse en el ya mencionado capítulo de Steve W. Lemke, para el libro Todo aquel que en Él cree, pp. 139-145.
[15] Francisco Lacueva, Doctrinas de la Gracia (Barcelona: CLIE, 1975), p. 67.

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