domingo, 21 de abril de 2019

RESUCITADO PARA NUESTRA JUSTIFICACIÓN


 

[Lo que sigue fue tomado y adaptado para la presente publicación, de mi libro “La Justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación” (Salem, OR: Publicaciones Kerigma, 2017) pp. 132-135]


     Ciertamente, aunque hablamos de la vida obediente y de la muerte de cruz de Jesús a fin de ser nosotros hallados justos y perdonados (su justicia «activa» y «pasiva»)[1], no podemos pasar aquí por alto el gran hecho histórico de su resurrección, hecho que tiene también sendas implicaciones para nuestra justificación. En Romanos 4:25 leemos a Pablo diciendo acerca de Jesús, que “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación[2]. Pero, ¿cómo es que la resurrección de Cristo es también significativa para nuestra justificación? Es del todo importante que entendamos las razones de esta afirmación. Aquí me gustaría aportar las palabras de John V. Fesko en su muy breve, aunque no por ello menos preciso, escrito sobre la doctrina de la justificación:

“La vida y muerte de Cristo son fundamentales para la doctrina de la justificación, pero lo que muchos no entienden es que la resurrección es tan importante y necesaria como ellas. La resurrección es necesaria por varias razones. Primero, si la muerte hubiera sido capaz de retener a Jesús en sus lazos, esto habría significado que Jesús sería culpable de pecado. Como Pablo explica, “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). Por tanto, si Jesús hubiera permanecido en la tumba, su crucifixión habría sido legítima. Segundo, si Cristo no se hubiera levantado de los muertos, esto habría significado que el poder del pecado y la muerte no habría sido conquistado. Tercero, si Jesús no se hubiera levantado de los muertos, esto habría significado que Dios no habría aceptado el sacrificio a favor del pueblo de Dios. Pablo explica a los corintios: “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados” (1 Co. 15:17). Es por estas tres razones, entonces, que Pablo traza una relación íntima entre la doctrina de la justificación y la resurrección de Jesús”[3]

     No podemos estar más de acuerdo con él en esta explicación. Pero es necesario profundizar un poco más.
     En la cruz el Señor pagó con su muerte por nuestros pecados; en su resurrección, en cambio, el poder del pecado y de la muerte fue conquistado. Y es precisamente por esta victoria sobre la muerte, que el creyente puede descansar en la esperanza futura de su propia transformación y resurrección escatológica, en la que lo corruptible será vestido de incorrupción (1 Co. 15:51 y ss.). Es, por supuesto que sí, sobre este fundamento que el apóstol Pablo puede decir confiado: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:55-57).
     Cierto es que la resurrección de Jesús tiene fuertes implicaciones respecto de su identidad como Mesías y como Señor de todo el cosmos. En otras palabras, Jesús en verdad es el Cristo prometido—el descendiente del linaje de David según la carne, por medio de quien Dios acercaría su Reino y restauraría todas las cosas. Y aunque su ministerio terrenal es evidencia de ello (cf. Lc 7:18-22) su resurrección de entre los muertos por el poder de Dios es la gran prueba definitiva.[4] Por otra parte, y esta es la significación que nos ocupa aquí, la resurrección de Cristo es también la gran prueba de la aprobación divina del sacrificio vicario ofrecido en la cruz. “El Padre, al resucitar a Jesús de entre los muertos”, comenta Hendriksen, “nos asegura que el sacrificio expiatorio ha sido aceptado; en consecuencia, nuestros pecados son perdonados.”[5] Es la aceptación del sacrificio de expiación lo que asegura también que nuestros pecados en verdad fueron perdonados, en consecuencia la muerte ya no es para nosotros una sombra amenazante. Dicho de otro modo, así como en su muerte el Señor pagó el precio por nuestros pecados, por su resurrección de la muerte nos garantizó que el perdón (aquí expresado como “justificación”) fue en verdad logrado.
     Siendo el pecado la gran influencia sobre nosotros, la muerte física resulta algo natural para el que está posicionado sobre la culpa de la iniquidad, como consecuencia de la corrupción de nuestra carne; sin embargo, en Cristo como ofrenda de expiación por el pecado y resucitado de entre los muertos, esa influencia ha sido en verdad anulada para el que se encuentra en unión con Él. La victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte es también la garantía que asegura la futura liberación del creyente respecto de las consecuencias del pecado; es, por tanto, una resurrección con claras consecuencias salvíficas en el marco de una escatología consumada. N. T. Wright está en lo correcto cuando dice que: “La resurrección demuestra que la cruz no fue simplemente otra desagradable eliminación de un insensato aspirante a Mesías; fue el acto salvador de Dios. La resurrección de Jesús de entre los muertos llevada a cabo por Dios fue, por tanto, el acto en el que la justificación—la acreditación de todo el pueblo de Dios “en Cristo”—estaba contenida sucintamente.”[6]
     Una cosa más que podríamos agregar a lo anterior, es que, como dijo Samuel Pérez Millos, “sin la resurrección no hubiera sido posible la justificación del pecador porque no habría objeto de fe, ni manifestación del sacrificio expiatorio (3:25), ni intercesor, ni abogado.”[7] Esto es cierto en una buena medida, ya que, como hemos dicho, toda la verdad tocante a Jesús como Mesías, como Salvador, como Señor y como Hijo de Dios, depende de su victoria sobre la muerte, esto es, de su resurrección como acto divino y para prueba definitiva de su identidad como verdadero Redentor y Dios. Ciertamente, la fe en un mesías muerto no habría tenido más valor que la fe de los propios judíos que todavía esperaban (y esperan) al Redentor de Israel. Por consiguiente, sólo en la medida que la fe sea despertada y gobernada por la convicción toda segura de que Jesús el Cristo en verdad resucitó de entre los muertos, es que nuestra justificación será en verdad posible en cuanto a declaración de parte del Juez del cielo y de la tierra. Si Jesús no resucitó, no hay en verdad razón para confiar en Él y en sus promesas (1 Co. 15:14).
     Una reflexión última por hacer tocante a la enorme importancia que reviste la resurrección del Hijo de Dios, es que no importa si Juan y Marcos no comienzan su narrativa evangelística hablándonos del nacimiento del Cristo (aunque Juan remonta su existencia a la eternidad misma, Jn. 1:1-2ss.); tampoco importa si Mateo y Lucas se enfocan en distintos momentos y aspectos de su nacimiento y niñez. Una cosa es cierta, y esto es lo que verdaderamente debe a nosotros importarnos: los cuatro evangelistas coinciden en un hecho al cual todos ellos hacen referencia, como hecho histórico real, con carácter teológico y de consecuencias cósmicas indubitables; todos ellos tienen un clímax en común, y que es crucial para el desarrollo de la Iglesia (y también para la escatología): este Jesús, el Cristo de Dios, venció la muerte y resucitó al tercer día. El que fue crucificado por nuestros pecados y murió ensangrentado en un madero con muerte de malhechor, se levantó en victoria de entre los muertos. ¡El que es Señor de todo, el que es nuestra esperanza de vida, vive!

Mauricio A. Jiménez


NOTAS:


[1] Véase un desarrollo más o menos extenso en La Justicia de Dios revelada: Hacia una teología de la justificación, pp. 124-131.
[2] Se adopta aquí la interpretación que da a la preposición διά en la segunda cláusula del versículo (resucitado para nuestra justificación) un sentido prospectivo o futuro (por el bien de; con miras a), no retrospectivo como en la primera cláusula (fue entregado por [por causa de] nuestras transgresiones). Una lectura diferente puede leerse en BTX3, el cual fue entregado por causa de nuestras transgresiones, y resucitado a causa de nuestra justificación”, aunque preferimos aquí seguir la lectura sugerida por la RV60 y otras traducciones conocidas (NVI 1999; BJ; VM; KJV).
[3] J.V. Fesko, ¿Qué significa la Justificación por la Sola Fe? (Faro de Gracia: Bogotá, 2015), 26-27.
[4] Como también dice N. T. Wright en su monumental trabajo sobre la resurrección: «La resurrección de Jesús fue la acreditación divina de éste como Mesías, “hijo de Dios” en ese sentido, representante de Israel y por tanto del mundo.» —La resurrección del Hijo de Dios (Navarra: Verbo Divino, 2008), 315. Véase un desarrollo en respaldo de esta idea, a modo de argumentación, en las pp. 310-311 de la citada obra.
[5] William Hendriksen, Romanos (Grand Rapids, Mi: Libros Desafío, 2009), 184.
[6] N.T. Wright, La resurrección del Hijo de Dios, Ibíd.
[7] Samuel Pérez Millos, Romanos (Barcelona: CLIE, 2011), 375.

    

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