sábado, 23 de diciembre de 2017

LA NATIVIDAD, Y LAS BUENAS NUEVAS PARA EL MUNDO



“Y había pastores en aquella región posando a campo abierto, guardando por turnos la vigilia de la noche sobre sus rebaños. Y un ángel del Señor se presentó ante ellos, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor, y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: ¡No temáis! pues he aquí os doy buenas nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: ¡Hoy os nació en la ciudad de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor! Y esto os será la señal: Hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y repentinamente, junto con aquel ángel, apareció una multitud del ejército celestial alabando a Dios, y diciendo: ¡Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz entre los hombres de su elección!” (Lucas 2:8-14, BTX3)


Por
Mauricio A. Jiménez


     Si hay un lugar en las Escrituras que defina «Evangelio» desde su significación más elemental, esto es, desde su significado escatológico, cristológico y redentor, sin lugar a dudas este es uno de aquellos. No puede caber la menor duda de que aquí las «buenas nuevas de gran gozo» son esencialmente las mismas a las que los antiguos profetas de Israel hicieron referencia, respecto del Mesías escatológico que habría de venir. Aquí se revela, como bien ha dicho Carroll Stuhlmueller, «cuál es el contenido del evangelio: el cumplimiento de las promesas del AT relativas a un Mesías davídico, el Ungido del Señor, que es también Salvador y Señor.»[1] Pero hay, en toda esta escena, ciertos elementos que no podemos pasar por alto si lo que queremos es extraer al máximo el contenido de lo que Lucas quiso trascender.
     Deseo, pues, llamar aquí vuestra atención al mensaje de los ángeles, principalmente. Es verdaderamente impactante esta anunciación celestial. Es impactante, tanto por el mensaje, como por la forma en que este fue entregado. Pero es impactante también por el contexto histórico y religioso en que se dio. Y es acerca de esto de lo que quiero hablar en lo que sigue de esta exposición. Esto quiere decir también que no me voy a referir, en esta ocasión al menos, a los detalles navideños que dicen relación con las fechas y las circunstancias del nacimiento de Jesús; aquello, creo sinceramente, carece de mayor relevancia en comparación con la grandeza de la anunciación angelical.
     Para comenzar, quizás pocos son los lectores atentos que se han percatado de que esta es la primera vez, en toda la historia de la humanidad, que el Evangelio de Jesucristo es anunciado a las personas, como un mensaje actual, fresco y reciente; como una buena nueva que ya no es una cosa del porvenir, sino una realidad histórica y presente; como un motivo de alegre celebración, porque se trata de algo que ha irrumpido en la historia, que está sucediendo aquí y ahora («¡Hoy os nació un Salvador, que es el Cristo, el Señor!»). Antes, los profetas de Israel anunciaban esta buena nueva como una esperanza redentora (y vindicativa, respecto de los enemigos de Israel) que vería su cumplimiento al final de los tiempos; hoy —i.e. en nuestros días— el Evangelio es el acontecimiento de Jesucristo, la buena nueva que informa al mundo lo que Dios hizo por medio de Él hace dos milenios, y cómo ese evento tiene para nosotros —la humanidad toda— especial relevancia; pero aquí, en el contexto del relato, el Evangelio es la visitación presente y reciente de Dios por medio de su Ungido Redentor, de su Rey escatológico que ha venido a restaurar el trono de David, su padre (cf. 1:32-33). Este es, por consiguiente, el primer suceso evangelístico de la historia (lit. dice el texto: «Os evangelizo un gran gozo»[2]); y el mensajero no es precisamente un testigo ocular del ministerio de Jesús, sino un ángel del Señor que anticipa dicho ministerio; y los receptores, no precisamente la respetada elite sacerdotal o las autoridades religiosas de Israel, sino un grupo de pastores madrugando y cuidando sus rebaños; esto es, gente pobre, humilde e inculta, gente a quienes las tradiciones rabínicas etiquetaban como impuros. «Aquí, ángeles son los primeros predicadores del evangelio; pastores son los primeros oyentes de él. Pequeñez y grandeza, tales son los dos caracteres de estos inimitables relatos» [Bonnet y Schroeder][3].
     Todos los estudiosos del período conocido como «judaísmo del segundo templo», estarán de acuerdo conmigo en la afirmación de que el tiempo en el que el Hijo de Dios hizo su irrupción en el mundo, fue un tiempo o época de enorme agitación política y de fuerte expectación mesiánica. Al menos en el judaísmo palestino, la esperanza de la consolación de Israel se había transformado en un interés común y de primer orden. Este indiscutible ambiente de tensión y expectación escatológica, es algo que incluso el mismo Lucas deja consignado más de una vez en su Evangelio (véase en 2:25, 38; 3:15; 7:20; 24:21). Pero si de escritos judíos se trata, sin duda la literatura de Qumrán, con su abundante material mesiánico-escatológico, debe ser aquí motivo de nuestra especial consideración (p. ej. 1QS 9:11; 1QSa 2:11-15, 20-21; 1Qsb 2:4; 4Q161 Frag. 8, Col. 3, 11-24; 4Q174 Col. 1, 10-14; 4Q246 Col 2, 19; 4Q252 5:1-4; 4Q369; 4Q521; 4QMess Aram Col 1, 4-10; 4Q541 Frag. 9, Col. 1, 1-5; CD 12:23-13:1; 14:18-19; 19:10-11, entre varios más), además de otros textos judíos del período comúnmente denomiado «intertestamentario», como por ejemplo: los Salmos de Salomón (SalSl, 17:4, 21-26, 32-42; 18:5-9) y 1Henoc (p. ej. 46:1-5; 48:6, 10; 49:2-4; 51:5a, 2, 3; 55:4; 61:8; 69:27-29, en donde la figura mesiánica allí aludida es llamada: «Hijo de hombre», «el Justo», «Mesías», y también con más frecuencia: «el Elegido»). Toda esta producción literaria da cuenta de este intenso ambiente y de esta fuerte expectación mesiánica habida durante las décadas próximas al nacimiento de Jesús, aunque con una diversidad de significados respecto de qué debía entenderse por el término «Mesías»; si acaso era un rey, un sacerdote, un profeta, o incluso una especie de mesías divino (algunos documentos de Qumrán incluso hablan de dos Mesías que compartirían liderazgo, 1QS 9:11 cf. DD 19:34). De todos modos, es sabido que ya para el tiempo de Jesús, la esperanza en un mesías davídico adquiere mucho más relieve que en las etapas iniciales e intermedias de la literatura judía del segundo templo.
     Este es, pues, el escenario en el que se enmarca nuestro relato lucano; esta la atmósfera en que acontece el nacimiento de Jesús y la anunciación angelical. Así las cosas, podemos entonces imaginar lo impactante que tiene que haber sido este mensaje para los pastores que lo oyeron por primera vez. Habiendo estado instaurada ya la expectación mesiánica entre los judíos de Palestina, nos es posible suponer la reacción de estos hombres (véase también la reacción de los habitantes de Jerusalén ante la pregunta de los magos medo-persas, según el relato de Mateo 2:1-3), más aún por la manera en que este mensaje fue comunicado (primero, la gloriosa presencia de Dios rodeándolos de su brillante esplendor; y luego, la alabanza de las huestes celestes, cantando acerca de la gracia de Dios por su visitación).
     En lo que respecta al mensaje mismo, este es presentado como «buenas nuevas de gran gozo». Pero son «buenas nuevas» en más de un sentido. Primero, eran «buenas nuevas» para Israel, en cuanto se trataba de la irrupción del anhelado reinado escatológico de Dios por medio de su Mesías davídico; segundo, eran «buenas nuevas» en donde el sentido de la expresión guardaba también relación con la noticia de un nacimiento Real, en las mismas categorías en que lo eran las «buenas nuevas» del nacimiento de un emperador o un rey según la usansa romana. Y es que Lucas conoce que esta no es la primera vez que el nacimiento de una persona importante es anunciado como una «buena nueva para el mundo», lo que le añade todavía más valor a su relato y, en especial, al detalle de la anunciación de los ángeles la noche de la natividad.

     Tal es precisamente el caso de Cesar Augusto, el primero (y acaso más importante) de los emperadores de Roma, y que era también emperador en los días del nacimiento de Jesús (27 a.C. – 14 d.C.). La imagen que, en vida de su emperador, los romanos se hicieron de él; la enorme valoración positiva que de él se tenía por sus extraordinarias cualidades y logros, era conocida por todo lo ancho del imperio. En su excelente libro acerca del nacimiento de Jesús, el erudito R. E. Brown se refirió a esto —poniéndolo en perspectiva con la anunciación angelical del relato de Lucas— de la siguiente manera:

Sus victorias pusieron fin a las guerras internas que habían desolado los dominios romanos tras el asesinato de Julio César, de manera que el 29 a. C., en el Foro, pudieron cerrarse por fin las puertas del templo de Jano, que estaban abiertas en tiempo de guerra. Para muchos, la promesa tan misteriosamente descrita por Virgilio en su égloga cuarta se había cumplido: una edad dichosa de gobierno idílico sobre un mundo pacificado por la virtud. Para simbolizarlo se erigió en los años 14-9 a. C. el gran altar dedicado a la paz instaurada por Augusto (Ara Pacis Augustae), monumento que proclamaba los ideales de Augusto y que (reconstruido) sigue conservando su memoria en la Roma de hoy. Por la misma época, las ciudades griegas de Asia Menor (quizá no lejos de donde Lucas escribe) adoptaron el 23 de septiembre, el día del nacimiento de Augusto, como primer día del año nuevo, llamándole «salvador»; de hecho, una inscripción de Halicarnaso lo llama «salvador del mundo entero». Sin duda, la descripción lucana del nacimiento de Jesús presenta intencionadamente un desafío implícito a esta propaganda imperial, no negando los ideales imperiales, sino afirmando que la verdadera paz del mundo la había traído Jesús. El testimonio de la pax Christi no era un altar construido por hombres como el erigido a la pax Augusta, sino una legión celestial que proclamaba la paz a los hombres favorecidos por Dios. La efemérides digna del honor divino y auténtico comienzo del tiempo nuevo, debía asociarse con Belén, no con Roma. La afirmación de la inscripción de Augusto en Priene: «El día del nacimiento del dios ha señalado el comienzo de la buena nueva para el mundo» ha sido reinterpretada por un ángel del Señor con este mensaje: «Os traigo una buena noticia, una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11).[4]

     Como dijo también Fitzmyer en su magistral comentario al Evangelio de Lucas:

En las circunstancias en que escribe Lucas, es decir, en una época en la que el Imperio ya está consolidado, relacionar el nacimiento de Jesús con el primero de los emperadores sugiere que el verdadero artífice de la paz y de la salvación del mundo es un niño que nació en la ciudad de David, cuyo nacimiento fue proclamado por mensajeros celestes. Por otra parte, la conexión entre el acontecimiento de Belén y el censo de todos los súbditos del emperador da un relieve marcadamente universal a ese nacimiento. Las circunstancias más bien modestas que acompañan el nacimiento de Jesús contrastan ostensiblemente con la majestuosidad y el prestigio del que era aclamado por el Imperio entero como su salvador.
     Por otra parte, el nacimiento de Jesús precisamente en la ciudad de David, confiere al hecho un tinte decididamente judío; pero un hecho que, al mismo tiempo, rebasa las fronteras del judaísmo para encuadrarse en la propia historia de Roma. Ese niño que nace bajo la Pax augusta llegará a ser proclamado un día «el Rey, el que viene en nombre del Señor», y recibido con vítores y aclamaciones de: «¡Paz en el cielo! ¡Gloria en las alturas!» (Lc 19,38).[5]

     Es importante entender este trasfondo histórico sobre el cual Lucas escribe su evangelio. El anuncio de las «buenas nuevas de gran gozo», implicaba no sólo que la verdadera salvación vendría de parte de este niño que acababa de nacer, sino además que si este era en verdad el Salvador, luego no había otro salvador mayor que Él. Por consiguiente, la figura de Augusto, como el «salvador del mundo entero», quedaba ahora opacada y relegada tras la anunciación del nacimiento de este Salvador divino, a quien unos meses antes el sacerdote Zacarías llamó, literalmente: «cuerno de Salvación» (Lucas 1:69, una expresión metafórica para decir «fuerza de salvación», clara referencia al Salmo 18:3)[6], uno a quien Dios levantó en la casa de David su siervo, «Como habló por boca de sus santos profetas, Desde el principio del mundo, Salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos aborrecen, Para hacer misericordia con nuestros padres, Y acordarse de su santo pacto: El juramento que juró a nuestro padre Abraham, De concedernos que, rescatados de mano del enemigo, Lo sirviéramos sin temor, En santidad y en justicia delante de Él, todos nuestros días» (1:70-75). Estas palabras, del que fuera padre del último de los profetas veterotestamentarios (Juan el bautista), anticipan —junto con 1:32-33— la anunciación que leemos aquí en 2:10-11; son la bien introducida antesala a esa fabulosa proclamación angelical. No cabe duda de que Lucas utiliza tales circunstancias descritas, precisamente con el objeto de preparar a su audiencia para el posterior relato de la natividad; son parte de la misma expectación a la que su lector es intencionalmente sujeto, con el fin de ser trasladado a este glorioso relato del nacimiento del Salvador y del cumplimiento de la palabra profética.
     Usado para Jesús, este adjetivo —Sotér (Salvador)— no se encuentra en ninguno de los otros sinópticos (en el evangelio de Juan aparece sólo en 4:42), y en la tradición de Lucas aparece únicamente aquí en 2:11 (y otras tres veces en Hechos de los Apóstoles, 5:31; 13:23, 34)[7]. Este título, como bien dijimos hace unos momentos, había sido utilizado por los romanos para describir al emperador Augusto, pero hay que señalar que no era un título de su exclusividad en el mundo grecorromano de aquel entonces. Dice Fitzmyer:

el título sōtēr era bien conocido y se utilizaba con mucha frecuencia; dioses, filósofos, médicos, estadistas, reyes, emperadores, fueron considerados, en determinadas ocasiones, como sōtēr […]. Por ejemplo, en la famosa Piedra de Rosetta, Tolomeo V Epífanes (203-181 a.C.) es reconocido como «dios y salvador». Y una inscripción de Éfeso, que data del año 48 después de Cristo, llama a Julio César «dios encarnado y salvador universal de la vida humana» […]. El título se usaba, por lo general, en relación con el concepto romano de salus y con la vuelta de la añorada «edad de oro».[8]

     Pero hay también un trasfondo judío-veterotestamentario indiscutible en el uso que Lucas hace de este adjetivo. Mientras que entre los gentiles, el adjetivo «salvador» era usado con un sentido más bien político-histórico, y para describir a algunas personalidades importantes; entre los judíos en cambio, el término tenía un significado principalmente vindicativo y redentor (de alguien que socorre y rescata de la muerte o de los enemigos de Israel), todo esto siempre en el contexto de la relación pactual entre ellos y Dios (cf. Is 45:15-17, 21). Para los judíos, no había más Salvador que Yahvé; el Dios del pacto, a quien acudían y en quien esperaban en tiempos de aflicción y desgracia. Y aunque ya para el tiempo de la narrativa lucana, el Mesías davídico esperado era idealizado como uno cuyo ministerio tendría también un alcance político (y nacionalista), no puede caber duda de que para Lucas ―y en correspondencia con el significado de la anunciación angelical— Jesús era el Mesías Salvador, en un sentido que necesariamente debía trascender los ideales judíos de aquellos tiempos de enorme agitación política y religiosa. Debe resultar claro para nosotros, que este calificativo tiene que ser entendido a la luz de su uso entre los cristianos luego de la muerte y resurrección del Señor, lo que conlleva a que su significado sea por sobre todo espiritual y escatológico, y tenga un alcance realmente cósmico, que sobrepasa las barreras étnicas entre judíos y gentiles.
     El que este niño que acababa de nacer sería «un Salvador», no es más que la ratificación de lo que su propio nombre significa. Y aunque Lucas no refiere a su lector el significado de este (Jesús → Iesoús → Yeshua = «Yahvé salva»), no obstante, lo sobreentiende y da por sabido al hacer referencias a él en el relato de la anunciación de María (1:31) y luego en la ceremonia de la circuncisión (2:21, que era en donde normalmente el nombre quedaba confirmado, cf. 1:59-60). A este respecto, es Mateo quien, antes de Lucas, expresa este significado, cuando consigna las palabras del ángel del Señor a José, respecto de María: «Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (1:21). Obviamente, la razón del nombre ha sido entregada por el propio ángel de la anunciación: «porque él salvará a su pueblo de sus pecados», algo que recuerda al Salmo 130:7-8:

“Espere Israel a Jehová, Porque en Jehová hay misericordia, Y abundante redención con él;  Y él redimirá a Israel de todos sus pecados.”

     No podemos, desde luego que no, pasar por alto esta clara referencia veterotestamentaria de Mateo 1:21, que no es accidental, ni menos una mera coincidencia, sino precisamente una reafirmación de lo que Dios estaba en verdad haciendo —o de lo que se proponía hacer— en esta su visitación escatológica por medio de la encarnación de sí mismo (de la Persona del Hijo, a quien envía el Padre en misión redentora). Al presentar ―el ángel del Señor― a Jesús como el que «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1:21), y luego como «un Salvador» (Lc 2:11), queda así demostrado, sin ninguna posibilidad de duda, el estrecho vínculo que hay entre la Persona de Jesús y el Dios del pacto. No nos parece raro, pues, que Zacarías le llamara «cuerno de salvación», significando precisamente lo mismo: la intervención de Dios en el acontecimiento del Mesías; o que Simeón, tomando en brazos al recién nacido Jesús, alzara su voz a Dios diciendo: «mis ojos han visto tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos;  Luz para revelación a los gentiles, Y gloria de tu pueblo Israel» (Lucas 2:30-32); o que Ana la profetisa, hablara acerca de este niño a todos los que «esperaban la redención de Jerusalén» (2:38), con el mensaje claro de que este niño sería el Salvador.
     Estas son, pues, «las buenas nuevas de gran gozo», pero hay todavía algo más que decir acerca de todo esto antes de terminar.


     El Evangelio comunicado vincula a este Salvador con «la ciudad de David». Esto, desde luego, es premeditado, no un mero dicho sin mayor significado que el de localizar el nacimiento del niño. Tenemos que entender que toda esta anunciación tiene una fuerte carga escatológica, de modo que no podemos pasar por alto esa referencia a la ciudad de David, si lo que queremos es comprender el sentido de la anunciación. La ciudad de David es Belén de Judea (2:4, cf. 1Sam 17:58; 20:6), y que Jesús naciera en esta ciudad, no era más que el cumplimiento de la profecía de Miqueas acerca del Mesías que había de venir: «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor de Israel…» (Miq 5:12). Y esto de que Belén sería la ciudad desde donde provendría el Cristo, era una idea común entre los judíos del tiempo de Jesús: «¿No dice la Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el Cristo?» (Juan 7:42). ¡Resuenan cual trueno las palabras de los profetas del Antiguo Pacto (Isaías 9:6-7; Jeremías 23:5-6, entre otros textos)! El evangelio de gran gozo para los pastores y para todo el pueblo, es que ha nacido el Mesías, el linaje de David (cf. Ro 1:2-3: «el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne…»). Este Jesús que les ha nacido a los pastores (nótese el «os ha nacido», i.e., «a ustedes» o «para ustedes»); este Salvador, es el Cristo de Dios, el Señor del mundo; aquel de quien se dijo que: «será grande, y será llamado Hijo del Altísimo», a quien «el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y de su reino no habrá fin» (Lc 1:32-33).
     Desde luego, nos puede resultar difícil comprender en un primer momento el impacto psicológico de la anunciación de la noche de la natividad, esto es, las emociones internas que este mensaje pudo haber producido en estos pastores que lo escucharon por primera vez. Pero no podemos negar su evidente enfoque escatológico, y es posible que los pastores lo entendieran así. ¡Y esto es lo alucinante de toda esta narrativa! ¡Había nacido el Salvador, el Mesías, el Señor! Y eso eran buenas nuevas de gran gozo, porque Dios estaba visitando a su pueblo y cumpliendo lo que había prometido a Abraham y a los otros patriarcas después de él, y lo que había anunciado desde un principio por boca de sus profetas al pueblo de su pacto; y estos pastores serían los primeros testigos de aquello.
     Resulta interesante pensar acerca de estos pastores cuidando «su rebaño» (en singular, «el rebaño de ellos», como en el texto griego: τὴν ποίμνην αὐτῶν). Aunque no se puede probar, pudiera ser que el rebaño sobre el que guardaban las vigilias de la noche, fuera en realidad el rebaño del templo, i.e. las ovejas y cabritos destinados para los sacrificios diarios de ofrenda y expiación, y que eran sacados a pastar por los alrededores de Belén. Pero ya sea que se tratara de ese rebaño, o de un rebaño propio, es hermoso pensar que esta anunciación a los pastores tuviera también un significado especialmente simbólico: mientras ellos cuidaban las ovejas y cabritos de su rebaño, cerca de ahí había nacido el Cordero de Dios, que su vida iba a dar para llevar consigo los pecados del mundo. ¡Pastores cuidando ovejas fueron los primeros en ver al Cordero de Dios, y ese sólo hecho hace que toda esta narrativa se torne en verdad emocionante!

     Y estas son, entonces, las «buenas nuevas de gran gozo»; esta la anunciación angelical que debemos traer a la memoria cada vez que queramos recordar el nacimiento de Jesús: «os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor.»




BIBLIOGRAFÍA:

-         Bailey, Kenneth E. Jesús a través de los ojos del Medio Oriente: Estudios culturales de los evangelios. Nashville, Dallas: Grupo Nelson, 2012.
    Bonnet Luis; Schroeder, Alfredo. Comentario del Nuevo Testamento. Volumen I, Evangelios Sinópticos. El Paso, Texas: CBP, 1970.
-         Brown, Raymond E., El nacimiento del Mesías. Comentario a los relatos de la infancia. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1982.
-         Brown, Raymond E.; Fitzmyer, Joseph A.; Murphy, Roland E., Comentario Bíblico «San Jerónimo». Tomo III. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1972.
-         Fitzmyer, Joseph A., El Evangelio según Lucas. Tomo I. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1986 y  Tomo II (1987).
-         Fitzmyer, Joseph A., The one who is to come. Eerdmans Pub Co, 2007.
-         Fuller, R. H. Fundamentos de la Cristología Neotestamentaria. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1979.
-         Sánchez Mielgo, Gerardo. Claves para leer los evangelios sinópticos. Salamanca: Edibesa, 1998.



Notas:


[1] Comentario Bíblico «San Jerónimo», p. 319.
[2] En el texto griego, la expresión verbal “os doy buenas nuevas” corresponde a un solo verbo en presente indicativo: euangelízomai, “les evangelizo”, “les doy una buena noticia”.
[3] L. Bonnet; A. Schroeder, Comentario del Nuevo Testamento. Tomo I «Evangelios Sinópticos», p. 493.
[4] Raymond E. Brown, El nacimiento del Mesías. Comentario a los relatos de la infancia, p. 434-35.
[5] Joseph A. Fitzmyer, El Evangelio según Lucas. Tomo II, p. 199.
[6] RV60 y NVI 1999 traducen: “poderoso Salvador” en Lucas 1:69.
[7] Aunque algunas versiones traducen “Salvador” en Lucas 1:69, el texto griego corresponde a un sustantivo en genitivo: σωτηρίας (soterías = de salvación), no al adjetivo Σωτήρ (Sotér).
[8] El Evangelio según Lucas. Tomo I, p. 343.

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