Por
Mauricio A. Jiménez
Si hay personas
escogidas para salvación desde antes de la fundación del mundo, si hay gentes
que ya han sido predestinadas por Dios a la vida eterna, en un acto
absolutamente soberano y libre, ¿para qué entonces predicar el evangelio? Si
Dios, por cuanto es Soberano, va infaliblemente a salvar a sólo los que ha
escogido para salvación, ¿qué diferencia hace, para el caso de los que se
salvarán y los que no, que yo les predique o no el Evangelio? Si hay personas
predestinadas, ¿qué sentido tiene que prediquemos el Evangelio, sin distinción,
a todas y cada una de las personas?
Estoy seguro que usted ha escuchado alguna vez algo parecido a las
preguntas anteriores, o quizás usted mismo así lo pensó cuando comenzó a
explorar las doctrinas de la elección y la predestinación. Son objeciones muy
comunes; algunas veces surgen de la genuina y honesta sencillez de quienes poco
o nada entienden estas doctrinas; otras veces surgen de parte de quienes,
habiendo creído entenderlas, disparan cual dardo encendido a esta enseñanza,
acusándola de ser obstáculo a la labor evangelística, o causa de retraso en la
urgencia de predicar el Evangelio.
Sea cual sea el motivo de porqué algunos así han pensado, lo cierto es
que tal opinión carece de razón respecto de lo que se acusa. Nada es más falaz
que esa idea, nada más alejado del pensamiento calvinista y reformado. Pero la
objeción existe y debemos saber cómo responder ante ello.
Pues bien, para cualquier verdadero converso, es indiscutible el hecho
de que no vino él a la fe cristiana simplemente porque un día amaneció de buena
gana sintiendo el deseo de buscar a Dios y creer en Jesucristo para salvación
de su alma, en un acto completamente aparte e independiente del oír el Evangelio
o haber al menos antes tenido algún acercamiento con el mensaje de buena nueva.
Aunque es cierto que en tiempos pasados el Señor se manifestó (habló) de
muchas maneras a los antepasados de Israel mediante profetas, dice también el
autor de la carta a los Hebreos, «en
estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (He. 1:1-2). Con esto quiso él significar, entre
otras cosas, que aunque Dios comunicó porciones o fragmentos de revelación
especial a través de diversas maneras, tales como: visiones, sueños, voces
audibles desde el cielo, mensajes angelicales, Urim y Tumim, entre otras modalidades,
en Cristo en cambio se ha revelado plenamente, no de manera fragmentaria, o en
diversidad de tonos y colores, sino mediante quien es «el resplandor de su
gloria, y la imagen misma de su sustancia» (He. 1:3). En Jesús, Dios se ha
revelado para salvación, no sólo al Israel nacional que esperaba al Mesías,
sino también al gentil—esto es, al no judío. Con esto en cuenta, tenemos que
reconsiderar el supuesto de que una persona, en la actualidad, pueda venir al
encuentro espiritual con Dios mediante una fe salvífica que no se siga de un
conocimiento de quién es Cristo y cuál su obra como Dios-hombre en medio de los
hombres, un conocimiento que únicamente nos ha sido comunicado mediante el Evangelio,
el mismo que comenzó por vociferación de quienes fueron los testigos originales
de Cristo; de su ministerio, muerte y resurrección, pero que hoy ha llegado a
nosotros por medio de lo que llamamos el Nuevo Testamento.
Así pues, podemos estar ciertos de que nadie que no haya oído el Evangelio
de Jesucristo, tal como nos ha sido entregado en las páginas de las Escrituras,
podría creer con completa fe salvífica, pues que la fe que entraña salvación
tiene que ver con una Persona, y esa Persona no es otra que Jesucristo, el Hijo
eterno del Dios eterno. El propio Juan, en una declaración de propósito casi al
final de su Evangelio, comienza diciendo que hizo Jesús muchas otras cosas en
presencia de sus discípulos, pero que no están escritas en su propio testimonio
evangélico; sin embargo, esta selección de sucesos que él escribió, dice Juan: «se
han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que
creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn. 20:30-31).
De las propias palabras de Pablo a los Romanos se deduce que es el oír
el Evangelio que nos revela a Cristo la base lógica para poder creer e invocar
a Dios para salvación. En Romanos 10, desde el versículo 14 en adelante, el
apóstol presentó una serie de preguntas retóricas que se siguen de la cita que
hizo del profeta Joel: «porque todo aquel que invocare el nombre del Señor,
será salvo» (10:13; cf. Joel 2:32). Ahora
Pablo sale al paso de su propia afirmación preguntando: «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en
el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien
no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si
no fueren enviados?» (vv. 14-15). Una cosa lleva a la otra. Si invocar el
nombre del Señor conlleva salvación, se sigue que primero tiene que haber una
convicción acerca de la Persona a quien se ha de invocar; sin embargo, no se
puede tener tal convicción sin antes haber oído el mensaje que contiene el
material sobre el cual—y respecto de quien—se ha de depositar la fe. Ahora
bien, este oír es por la predicación de quienes ya han recibido antes el
mensaje y creído en él. Pero el mensaje no puede quedar contenido
herméticamente en el envase de una pequeña comunidad judía-cristiana, debe ser
entregado a otros, de manera que es necesario que los que han conocido el Evangelio
sean enviados para que otros también puedan oírlo, creer, invocar el nombre del
Señor y ser salvos. De todo esto se sigue la propia conclusión a la que Pablo
llega: «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (v. 17).
El evangelismo—la proclamación del evangelio—es el medio que Dios
determinó para llamar a sus escogidos en este nuevo eón. La labor del
cristiano es pregonar ese Evangelio, anunciar la buena nueva de salvación a
todos los hombres del mundo. Esto está en completa avenencia con el mandato
imperativo del Cristo resucitado: «Por tanto, id, y
haced discípulos a todas las naciones…» (Mt. 28:19).
Nuestra responsabilidad, por consiguiente, es predicar el Evangelio
sin distinción alguna de raza o nacionalidad; color político o filosofía de
vida, pero es a hacerlo sin llevar sobre nuestros lomos la inquietante pregunta
de quiénes han de ser salvos o quiénes han sido señalados por Dios para recibir
salvación. No estamos llamados a preguntar quiénes serán salvos, sino a
pregonar salvación a todo el mundo por medio de Jesucristo. No se nos manda a cuestionarnos acerca de los escogidos o por los que
creerán nuestro mensaje—pues creemos por las Escrituras que esa es la obra de
gracia del Espíritu Santo obrando en los corazones por su llamamiento eficaz,
no la nuestra—sino a presentarle a Cristo a los hombres. No estamos llamados a
convertir al pecador en un hijo de Dios, sino a entregar un mensaje al mundo.
Como bien señaló el reconocido teólogo reformado, John Murray: «…Cristo es presentado a todos sin
distinción a fin de que puedan entregarse a él para salvación. El ofrecimiento
del evangelio no está limitado a los elegidos, ni siquiera a aquellos por los
que Cristo murió.»[1]
Nuestra labor como Iglesia y cuerpo de Cristo, es ser los agentes activos del
llamamiento general de Dios «a todos los hombres en todo lugar, que se
arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con
justicia, por aquel varón a quien designó» (Hch. 17:30-31). En resumidas
cuentas, Dios nos ha encomendado como Iglesia la bendita tarea de predicar a
Cristo a las naciones; no únicamente a los que han sido por Dios señalados a la
vida eterna—cosa que no nos compete saber—sino a todas las gentes del mundo. De
nuevo entonces: nuestra tarea consiste únicamente en predicar fielmente el
mensaje del Reino y la cruz de Cristo a todos los hombres sin excepción.
Corresponde al secreto de Dios, en el ejercicio libre de su soberana complacencia
y eterno propósito, el número de los que han de ser salvos, obrando por su
Espíritu en los corazones de aquellos a quienes escogió he hizo recipientes de
su gracia especial y eterna salvación, para que respondan en fe a la
predicación de Cristo.