"Seguid la paz con todos, y la
santidad, sin la cual nadie verá al Señor."
(Hebreos
12:14, RV60)
"La paz con todos, y la santidad" son dos
aspectos igualmente importantes en el andar cristiano; son una fiel expresión
del propio carácter y andar de Jesucristo, y por consiguiente también una
característica esencial del andar de todo verdadero creyente que ha nacido de
nuevo; un principio rector de vida, que resulta de la implantación del
principio de la nueva vida espiritual en Cristo. No puede ser de otro modo.
Pero nótese también que la exhortación no es a seguir “la paz con todos o
la santidad”, como si se nos diera la posibilidad de escoger entre una de las
dos cuál hemos de seguir, sino más bien ambas cosas juntas—“la paz con todos, Y
la santidad”. Sin embargo, más allá de esta relevancia mutua en la práctica de
la identificación del creyente con el Cristo a quien sirve, quiero llamar su atención
a la segunda parte del versículo, y desarrollar el presente tema a partir de
allí:
"Y la santidad, sin la cual nadie verá al
Señor"
No está demás señalar que esta es una exhortación que no
depende de algún contexto en particular ajeno al nuestro, para ver si acaso
aplica a nuestra propia realidad; muy por el contrario, aún sigue vigente, y
quien piense de otro modo está lejos de haber entendido a Jesús cuando dijo:
“Bienaventurados los de
limpio corazón, porque ellos verán a Dios”
(Mateo 5:8, RV60).
Cabe indicar que la base sobre la cual se sostiene este
último concepto, es la misma sobre la cual descansa lo dicho por el salmista, cuando
reproduce el diálogo entre los peregrinos que deseaban subir al monte de Dios
en Jerusalén y entrar al lugar del Templo (o Tabernáculo de reunión) a adorar,
y la persona encargada de la entrada[1]: “¿Quién
subirá al Monte de YHVH [Yahvé]? ¿Y quién podrá estar en pie en su lugar
santo?”, y enseguida se articula la respuesta necesaria a esas dos preguntas
(que juntas conforman una sola gran pregunta): “El limpio de manos y puro de
corazón; El que no ha elevado su alma a cosas vanas, Ni ha jurado con engaño”
(Salmo 24:3-4, BTX3)[2]. De
otro modo: Sólo el que es santo puede subir a adorar a Dios delante de la
presencia santa de Dios mismo; pues que no puede, Aquel que es adorado por sus súbditos
celestiales en la elevada corte del cielo en las palabras expresadas por el
conocido superlativo “Santo, Santo, Santo” (véase Isaías 6:3), exigir menos que lo que le caracteriza.
SANTO, SANTO, SANTO...
Quiero
detenerme aquí por un momento, en la adoración descrita en Isaías 6:3, antes de
continuar.
Cuando
pensamos en la Santidad de Dios, en la suprema y perfecta Santidad de Dios, muy
a menudo se viene a nuestras mentes este conocido pasaje de la visión beatífica
de Isaías en 6:3, en donde los Serafines de Dios, cubriendo con dos de sus alas
sus rostros daban voces diciendo: "¡Santo, Santo, Santo, Yahvé de los ejércitos!
¡Toda la tierra está llena de su gloria!". Es un pasaje bíblico muy
apropiado, si lo que se busca es desarrollar una exposición de la doctrina de
la Santidad de Dios. Como versículo introductorio a esa temática creo que no
hay otro más pertinente que este, lleno de detalles altamente significativos.
Nótese, por ejemplo, cómo es que los Serafines son descritos como cubriendo con
sus alas sus rostros y sus pies (v. 2). La Santidad de Dios alcanza tal grado
sumo, que incluso estos seres puros y santos exhiben un nivel de reverencia y
asombro, propio de quienes están ante la mismísima presencia de la Gloria de Dios,
y son plenamente conscientes de lo que ello significa.
Pero hay algo
que observar acerca de esta alabanza del versículo 3, y que es en donde me
quiero detener:
Es muy
conocida la lectura que de inmediato algunos expositores infieren de esa
exclamación celestial, diciendo: "¡Dios es tres veces Santo!". ¿Lo ha
escuchado, verdad? El problema con esa afirmación, es que ¡no es bíblica! ¡Dios
no es "tres veces Santo"!, no si con ello sólo se quiere expresar una
cantidad numérica; ni tampoco es un Dios "¡muy Santo!" (como cuando
se decía de aquel lugar del tabernáculo, llamado "santísimo"), aunque
ciertamente Él es "muy Santo". El Dios en quien yo creo y a quien
adoro, el Dios en quien seguramente usted cree y adora como cristiano; el Dios de
Israel a quien Isaías ve y que sus ministros de luz exaltan en toda majestad,
es ¡infinita y absolutamente Santo!
Es tan inmensa
y perfecta su santidad, que al no existir una palabra en el hebreo para
expresar en toda su fuerza esta idea, se recurrió a una forma ya conocida a la
hora de quererse enfatizar o elevar la categoría de una afirmación: la
repetición. La conocida frase con la que Jesús solía comenzar algunas de sus
enseñanzas—"de cierto, de cierto os digo"—es un buen ejemplo de este método usado también por los
rabinos de la época de Cristo, pero véanse también en Jeremías 7:4—y posiblemente también en Jeremías 22:29—el uso de la triple repetición para enfatizar, destacar o
dar intensidad a lo que se estaba allí diciendo.[3] Ahora
bien, esta triple repetición de Isaías (y que no vuelve a ocurrir en ningún
otro lugar en la Biblia, salvo en Apocalipsis 4:8, en donde leemos una cosa
similar, y en donde al parecer es Jesús el aludido) significa un grado
superlativo absoluto, queriendo decirse con ello que Dios en verdad es perfecta
y totalmente Santo. No es una afirmación cuantitativa de Santidad, es una
afirmación cualitativa, que expresa el perfecto y completo sentido de lo que se
quiere enfatizar.
Este es, pues,
el Dios a quien adoramos; este el Santo a quien sin santidad nadie le verá;
esta la razón por la que el profeta exclamó en el acto, diciendo: «¡Ay de mí, que estoy
perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios
blasfemos, ¡y no obstante mis ojos han visto al Rey, al Señor Todopoderoso!» (Isaías 6:5, NVI 1999).
El Dios de
Israel, el Dios que hizo pacto con Abraham y nos prometió un Salvador, una
simiente en la que serían bendecidas todas las familias de la Tierra, es un
Dios ciertamente Santo; perfecta, infinita y absolutamente Santo.
Esa es
entonces la razón por la cual sólo los de corazón limpio podrán ver a Dios.
¡Qué dignidad más grande que esta! ¡Cuánta excelencia exigida a aquellos que
han de ver a Dios! Recuérdese también lo que leímos hace unos momentos, en el
Salmo 24, y cuáles son las cualidades morales necesarias para estar en el lugar
santo y adorar a Dios (véase la nota 2, para una explicación de las mismas).
Como dice el Dr. Pagán, la pregunta que reproduce el salmista es
"teológicamente básica e impostergable: ¿Quién puede subir al monte y
entrar al Templo? ¿Quién está capacitado para entablar un diálogo serio y una
conversación sincera con Dios?"[4] Y
dada la naturaleza de la respuesta ofrecida, la implicación obvia es que sólo
el que es a la verdad santo en toda su manera de vivir—esto es, apartado de todo lo que desagrada a Dios—puede adorar a Dios sin los obstáculos del pecado y la
mundanalidad que caracteriza a los que aborrecen a Dios, de manera que su
adoración y su súplica sean atendidas por Aquel que no presta sus oídos al
impío (Juan 9:31 cf. Proverbios 15:29; Job 35:13; Salmo 145:18-19), ni mira con
agrado a los soberbios (Salmo 138:6). Él recibirá la bendición de Yahvé, y la
justicia del Dios de su salvación (Salmo 24:5). La pregunta que, llegados a este
punto, debemos hacernos todos, es si acaso somos nosotros así de santos. La
respuesta es categórica: ¡NO! No, al menos por nosotros mismos.
A este
respecto, nuestro gozo presente está en que Cristo, por su sangre, nos abrió
paso para entrar en el Lugar Santísimo, por el camino nuevo y vivo que Él nos
abrió a través del velo de su carne (Hebreos 10:19-20). En Cristo, y sólo por
Cristo, podemos ahora acercarnos a Dios, como dice Hebreos 10:22: “con corazón
sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala
conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura”. ¡Él es el Rey de la Gloria
que puede, y tiene el derecho supremo de entrar a su lugar santo (cf. Salmo
24:7 y ss.)! Y nosotros podemos ahora entrar ante la presencia del Santo,
porque Cristo nos ha hecho posible la entrada. Como dijo el apóstol Pablo,
"ya hemos sido lavados, ya hemos sido santificados, ya hemos sido
justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios"
(1Corintios 6:11, RV60). Estamos en Cristo, y somos santos en Él.
Pero, ¿qué
queda para el cristiano que ha sido así colocado en Cristo? Seguir la santidad,
sin la cual nadie verá al Señor—aquí en el tiempo presente; voz activa y modo
imperativo (“estén siguiendo”)—, implica más que simplemente estar en una
condición pasiva, es más bien una exhortación a perseguir la santidad (y la paz
con todos), esto es, a llevar una vida de santidad práctica. En este mismo
sentido, leemos que la santidad es la voluntad de Dios para nuestras vidas; es
a lo que hemos sido llamados (1 Tesalonicenses 4:3, 7)[5], como
también se dice en otro lugar, “con todos los que en cualquier lugar invocan el
nombre de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 1:2, RV60). Es el propósito
para el cual fuimos escogidos desde antes de la fundación del mundo, como dice Pablo: “para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él” (Efesios 1:4, RV60).
La santidad del creyente, según se puede ver claramente en la cita
anterior, es un propósito divino que descansa en la prerrogativa de Dios de
apartar a un pueblo para sí, de manera que el bien obrar pasa a ser “una forma visible
de manifestar la santidad del llamamiento celestial a que los cristianos son
llamados, propia de quienes Dios eligió desde la eternidad.”[6]
La santidad es
la exhortación de Pedro a la Iglesia—“sino, como aquel que os llamó es santo,
sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito
está: Sed santos, porque yo soy santo”
(1 Pedro 1:15-16, RV60)—, y es el mandato imperativo del Señor casi al final de
Apocalipsis—“el que es santo siga santificándose” (22:11, NVI 1999). Simplemente
no hay excusa para una vida sin santidad; nada en las Escrituras que nos
permita disfrutar de nuestra libertad cristiana desde una definición antinomiana de la misma. Nuestra
vocación divina debe, necesariamente, caracterizarse por un constante y
perseverante deseo de santidad; si no, no hemos conocido a Dios.
Desde luego,
aquí no se está hablando de la santificación en su aspecto inmediato, i.e. de ese estado de la gracia que
acompaña a la regeneración y a la justificación en el tiempo de la conversión
(en este último sentido todos somos santos. Véase 1 Corintios 6:11; Hebreos 10:10, 14, 19-21; 1 Pedro 2:9), sino más
bien a la santidad en cuanto a práctica de la vida cristiana; a la santidad definida
en su vinculación al atributo divino de ser Santo, esto es, apartado de toda
inmundicia y maldad. En otras palabras, de lo que se está hablando es de la
santificación como un trayecto de vida y crecimiento progresivo en la gracia de
Dios, que reproduce el carácter de Cristo y la santa piedad (devoción)
característica de su peregrinar el tiempo de su ministerio en la tierra.
"La
santidad, sin la cual ninguno verá al Señor", dice F. F. Bruce, “no es,
como las mismas palabras lo dejan en claro, una opción extra en la vida
cristiana, sino algo que pertenece a su esencia. Es el puro de corazón, y
ningún otro, el que verá a Dios (Mt. 5:8). [...] Aquellos que son llamados a
compartir la santidad de Dios deben ser santos ellos mismos; este es el tema
recurrente de la ley de santidad del Pentateuco, que tiene su eco otra vez en
el Nuevo Testamento: "Seréis, pues, santos, porque yo soy santo" (Lv.
11:45, etc.: cf. 1 P. 1:15s.). Ver al Señor es la bendición más alta y más
gloriosa que los mortales pueden disfrutar, pero la visión beatífica está
reservada para aquellos que son santos en su corazón y en su vida.”[7]
No
hay otra opción aparte de ser santos en toda nuestra manera de vivir; ninguna
otra alternativa de vida a la que el cristiano se pueda apuntar. Este llamado
imperativo no radica en el simple hecho de haber sido escogidos por Dios, sino
en el hecho de que quien nos escogió es Santo, de manera que los suyos han de avanzar
en el peregrinaje de la vida como teniendo esta señal sobre sus cabezas: "SANTIDAD
PARA YHVH" (o PARA EL SEÑOR), no por supuesto en la forma de una lámina de
oro dispuesta sobre la frente (como fue instruido para el ministerio de Aarón, cf. Éxodo 28:36. Ver imagen más abajo), sino en el hábito firme
y constante de pensar y reflexionar, teniendo a Dios en cuenta todo el tiempo
de este peregrinar en la fe.
Este
es, pues, nuestro desafío diario; esta la demanda divina a los que han sido
apartados para ser “luz del mundo” y “sal de la tierra”. Pero Dios, quien nos
exhorta en la plenitud de su autoridad a esta manera de vida, no nos ha
abandonado; ni puesto sobre nuestros lomos una carga que no podemos llevar,
pues nos ha dotado de la gracia para ello, y derramado de su Espíritu en
nosotros, de manera que podamos obedecerle con gozo y gratitud; siempre
confiados y convencidos de que, como dijo el apóstol Pablo, el que comenzó en
nosotros la buena obra, la seguirá perfeccionando hasta el día de Jesucristo
(Filipenses 1:6).
Que
Dios nos ayude...
Mauricio
A. Jiménez
NOTAS:
[1] Samuel Pagán, De Lo Profundo, Señor, a Ti Clamo:
Introducción y comentario al libro de los Salmos (Miami, Fl: Editorial
Patmos, 2007), p. 213.
[2] "La expresión
«limpio de manos», que aparece únicamente aquí en el Antiguo Testamento,
identifica a la persona de conducta intachable y carácter íntegro; alude a
quienes actúan en la vida fundamentados en la justicia y no desobedecen los
mandamientos de Dios (Dt 26.13); y representa a las personas obedientes y
fieles a la voluntad del Señor. La frase «puro de corazón» indica que la
persona íntegra no solo actúa bien, sino que su vida está fundamentada en los
principios correctos, que en lo más íntimo de su ser se anidan los valores que
guían sus decisiones.
«No elevar su alma a cosas vanas» es, posiblemente, una frase hebrea
idiomática que indica la actitud correcta en la adoración, es una manera de
rechazo firme a la idolatría. Tanto en los salmos como en la literatura
profética a los ídolos paganos se les llama «vanos» o «vacíos» (Sal 31.6; Je
18.15; Jon 2.8). Y «jurar con engaño» puede identificar tanto a la persona que
hace falsas declaraciones en contraposición a los mandamientos de la Ley (Ex
20.16), como a los que basan sus juramentos en ídolos o dioses paganos." —Samuel Pagán, Ibíd.
[3] "No confiéis en palabras engañosas diciendo: "¡Templo de
Yahvé, Templo de Yahvé, Templo de Yahvé es éste!" (Jeremías 7:4, BJ); "¡Tierra, tierra, tierra!, oye la palabra
de Yahvé" (Jeremías 22:29, BJ), cf. Jeremías 23:30-32.
[4] Samuel Pagán, De Lo Profundo,
Señor, a Ti Clamo, Ibíd.
[5] "pues la voluntad de Dios es
vuestra santificación; que os apartéis de fornicación; [...] Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia,
sino a santificación." (vv. 3, 7, RV60).
[6] Samuel Pérez millos, Comentario Exegético al Texto Griego del
Nuevo Testamento. Efesios (Barcelona: CLIE, 2010), pp. 156-157.
[7] F. F. Bruce, La Epístola a los Hebreos (Grand Rapids, Michigan: Libros Desafío, 2013), pp. 367-368.