Entrada triunfal de Jesús
en Jerusalén, por Pedro Orrente (1620). Museo Hermitage, San Petesburgo, Rusia.
"Domingo de ramos", es así llamado hoy ese día en que una gran
multitud de judíos —entre discípulos y gentes de alrededor—, acompañó a Jesús
en su entrada solemne a Jerusalén los días previos a la pascua (Mt 21:1-11; Mr
11:1-11; Lc 19:28-40; Jn 12:12-19), llevando ramas en sus manos cortadas en el
camino, las que eran puestas a su paso, junto con sus mantos en señal de mayor dignidad,
dando así la bienvenida al Cristo de Dios en su regia pero humilde procesión a
la ciudad; en una escena que recuerda a la de Salomón en su procesión a Gihón (1
Re 1:38-39); en una escena que nos muestra a un Mesías en nada parecido a esos
conquistadores externamente majestuosos que habían conocido los israelitas en
su historia pasada, pero; sin embargo, es una escena cargada de plena señal
profética, que más que anunciar humildad comunica identidad mesiánica y
cumplimiento de la palabra profética (Zacarías 9:9). Es el Rey profetizado que viene
a culminar su tarea mesiánica comenzada en Galilea, y lo hace mediante una
entrada triunfal, solemne y llena de significado.
Muchos de los judíos que se unieron a los discípulos en este recorrido
hacia la "ciudad santa", estaban aún absortos de lo que hace pocos días atrás había sucedido
en Betania, en el evento milagroso de la resurrección de Lázaro, un
acontecimiento de carácter local que se había hecho viral entre los judíos de
Jerusalén y sus alrededores. Tal cosa acontecida en Betania había sido, para
los judíos de esa región, una señal indubitable acerca de Jesús como Mesías y
como profeta de Dios; de ahí la gran expectación y conmoción de los judíos
cuando oyeron que este Jesús venía a Jerusalén (Jn 12:12-13, 17-18), la antigua
capital de David, y en estos días de agitada actividad religiosa; de ahí el
recibimiento pomposo y lleno de esperanzas a este que presumiblemente venía a
reclamar el trono de David, como el Mesías profetizado y tan esperado por todos
los que se habían mantenido fieles al pacto de Dios.
¿No es acaso significativo que estas cosas acontecieran los días previos
a la pascua, una festividad anual que traía a la memoria de los israelitas la
liberación de Dios del yugo egipcio? No podemos olvidar el desfavorable escenario político y religioso por el que ahora se desarrollaba la historia de Israel.
"¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el reino de nuestro padre
David que viene! ¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en
las alturas!" (Mt 21:9; Mr 11:10; Lc 19:38), son algunas de las
exclamaciones de sus seguidores en el camino de esta procesión, a las que luego
se unieron también en cántico los que salieron al paso a recibir al Mesías. La atmósfera que se respiraba era de gran entusiasmo, de ahí estas palabras de
alabanza en respuesta a esta enorme expectativa que había envuelto los
corazones esperanzados de estos judíos que —como ya sabemos, era común en este
período turbulento— esperaban la consolación de Israel. “¡Hosanna al Hijo de
David!”, no era, en su significado original, una simple alabanza ahora dirigida
a Jesús (aunque lo era), sino también un clamor del pueblo que pide a Dios su
irrupción y salvación por medio de su Mesías. “¡Salva ahora!”, es el sentido de
esas palabras de súplica, una clara alusión al Salmo 118:25-26. Es, sin duda
alguna, una aclamación mesiánica en medio de una época de gran expectación
escatológica.
Es interesante notar que los días que siguieron a esta primera “entrada
triunfal”, no fueron precisamente para establecer el trono de David, no al
menos en la forma en que los habitantes de la ciudad —y demás gentes que venían
a celebrar la pascua— se habrían imaginado. Este Mesías de Dios, este que venía
en el nombre del Señor a restaurar el trono de Israel a su antigua gloria, no
manifestó ni por un momento las pretensiones esperadas según el ideal de estos judíos expectantes.
Muy por el contrario, se mantuvo ocupado en otras cuestiones religiosas que
nada tenían que ver con las de un líder político y nacionalista, ni con las de un
reformador militar.
No es de extrañarnos entonces la actitud de la muchedumbre cuando Jesús,
días después, había sido arrestado y estaba ahora en manos del prefecto romano.
No es de extrañarnos que mucho de este gentío que otrora se unió al canto y clamor
de los discípulos —“¡Hosanna al Hijo de David!”—, ahora enojados gritaran a
Pilatos: “¡Fuera este, crucifícale!”. No debe parecernos extraño este abrupto
cambio de parecer en la conducta de estos judíos —desde un principio incrédulos
en su corazón—, cuya imagen del Mesías distaba de lo que era realmente el
Mesías de Dios; de estos que en lugar de uno como Jesús, esperaban a una
especie de libertador político que terminara, de una vez y para siempre, con la opresión de Roma y
santificara el templo y los rituales de las abominaciones introducidas por los
paganos gentiles.
Pero lo cierto y a la vez paradójico del caso, es que Aquel de quien se
dijo: “¡Hosanna al Hijo de David!”, realmente entró a la ciudad en calidad de Rey
y Salvador de su pueblo, pero lo hizo mediante un acto de redención que no
sería entendido, al menos en ese momento, por los que aguardaban la tan
esperada redención de Israel, sino sólo después cuando, resucitado de entre los
muertos por el poder de Dios, y habiendo recibido del Padre la aprobación de su
sacrificio, se sentó a la diestra Suya en la gloria de su trono, desde el cual
reina e intercede para salvación de todos nosotros, su pueblo escogido.
Mauricio A. Jiménez