"mi reino no es de este mundo"
(Juan 18:36)
Ya a estas horas desde el arresto en Getsemaní, y
ya aclarando el día, Jesús se encontraba en el pretorio, en dependencias
romanas frente a Poncio Pilato, el Praefectus Iudaeae (el Prefecto
de Judea). Allí estaba el acusado frente a quien tenía el cargo de gobernador y
administrador de las provincias de Judea, Samaria e Idumea; allí estaba el interrogado frente al
interrogador al que la historia describe como «un gobernante brutal a quien se
atribuyen legendarias atrocidades contra los judíos» [Gary M. Burge].
“Mi
reino no es de este mundo”,
es la respuesta abreviada de Jesús a Pilato, cuando este le dijo: “tu nación, y los principales sacerdotes,
te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (Jn 18:35). Pero es una
respuesta que se genera a partir de estas primeras palabras del Prefecto en su
interrogatorio a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (18:33). Ciertamente, esta pregunta no surgió de improviso—recuérdense los cargos presentados por los acusadores judíos: “A éste hemos hallado que pervierte a la
nación, y que prohíbe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo,
un rey” (Lucas 23:2). Era una acusación grave teniendo en cuenta que en la
roma imperial no había mayor delito que oponerse al César, cuya autoridad era
simplemente inviolable (y amenazar el orden público era una forma de oponerse
al César). El cargo por sedición y lesa majestad era penado con la muerte; y si
esta acusación resultaba ser cierta, Jesús debía morir (los israelitas ya
habían sido testigos de eso tiempo atrás). Pero Pilato no parece ver una real
amenaza en este acusado, y tal parece ser que consideraba que este era un caso
que debían los propios judíos resolver, pues parecía tratarse más de un
problema religioso que de un problema político que desafiara al imperio y a su autoridad. Pero
la insistencia de las autoridades judías, sumado al hecho de que Pilato ya
había protagonizado algunos escándalos para con los judíos durante los primeros
años de su mandato (véase en Filón y en Josefo), le llevaron a darle el gusto
esta vez a la multitud indignada, y Jesús fue juzgado a la usanza romana.
“¿Eres
tú el rey de los judíos? ”
La respuesta
de Jesús a esa pregunta es simplemente desconcertante. No negó, pero tampoco
asintió, simplemente contestó con otra pregunta: “¿Dices tú esto por tu cuenta o te lo dijeron otros de mí?” (BTX3).
La réplica de Pilato ante esta contestación nos hace pensar en que ya a estas
alturas estaba comenzando a irritarse: “¿Acaso
yo soy judío? Tu nación y los principales sacerdotes te entregaron a mí. ¿Qué
hiciste?” (BTX3). En otras palabras, es como si dijera: «Yo no tengo nada que ver con sus problemas, pues no soy judío. Ahora, no soy yo quien dice esto acerca
de ti, son los mismos sobre los cuales supuestamente dices que eres rey quienes te han
acusado y te han traído para que te juzgue por estas cosas. ¿Qué puedes decir a
este respecto? ¿Realmente tus acciones representan una amenaza?» Y si la
anterior respuesta del Señor es desconcertante, esta otra podría confundir
incluso al más intelectual de ese tiempo: «MI
REINO NO ES DE ESTE MUNDO».
Esta es, pues, en primer lugar, una respuesta a
la afirmación de Pilato de que “tu nación te ha entregado a mí para ser
enjuiciado”, pero que se origina—como ya hemos señalado—de la pregunta, quizás en tono burlesco, de si acaso era Él el rey de los judíos. No es seguro
que Pilato haya asimilado o vinculado este concepto con las profecías davídicas que
anunciaban el restablecimiento del trono de David en el contexto de la era
mesíanica, pero el añadido según el registro de Lucas (“diciendo
que él mismo es el Cristo”) en referencia a la acusación judía en contra de
Jesús, podría hacer que la pregunta de Pilato siguiera esa misma idea, por lo
cual su pregunta tendría en vista esa vinculación con el Mesías a quien los
judíos tanto esperaban. Es imposible de saberlo; no obstante, es difícil pensar que Jesús pudiera no haber respondido afirmativamente a la pregunta si ese hubiera
sido el sentido de la misma (cf. Jn. 10:24-26).
Pero vayamos a la respuesta del Señor. Para Jesús, el reino del cual Él es el Rey (o aún mejor, el «reinado» suyo: su realeza, su gobierno y su autoridad), no solamente no conoce fronteras demográficas, también su naturaleza misma escapa de la comprensión terrenal, y Pilato, aun con toda su experiencia en asuntos geopolíticos, estaba lejos de haber captado la dimensión de este gobierno no humano. Nótese bien que, como correctamente ha observado también Leon Morris: «Jesús admite que, en cierto sentido, Él es soberano de un "reino". Pero subraya que no se trata de un reino tal y como el mundo entiende ese concepto. El origen de su reino no está en este mundo y, en cierta manera, no tiene nada que ver con este mundo». “Si mi reino fuera de este mundo”, continúa diciendo Jesús, “mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos”. Debemos notar que, tanto los miembros del Sanedrín como el Prefecto romano, contaban con soldados siempre dispuestos a defender y/o a proteger sus intereses. Pero el reino del Señor incluso en ello era diferente de los gobiernos terrenales, y esta respuesta bien habría dado a entender a Pilato que no tenía él de qué temer. «Si sus servidores no pelearon para evitar que su Rey fuese entregado a sus enemigos, mucho menos usarían la fuerza para establecer su reino» [Webster y Wilkinson], ese parece ser el claro sentido de esto que dijo Jesús. En otras palabras, si realmente su reino representaba una amenaza para el imperio, seguramente Jesús ya hubiera organizado un levantamiento en armas—o reunido un ejército—en contra de las autoridades romanas, pero su reino «no es de este mundo», por lo tanto tal cosa no iba realmente a suceder.
Esta respuesta de Jesús me hace recordar el testimonio del arresto según el relato de Mateo. Este nos dice que al momento en que Pedro intentó evitar el arresto de Jesús, él le reprendió diciendo: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mt. 26:53-54). Ciertamente, los ejércitos de Dios son más poderosos que cualquier adiestrada legión romana con amplia experiencia táctica; sin embargo, no estaba en los planes de Dios el establecimiento de un nuevo imperio físico en lugar del actual imperio romano. ¡Y he aquí lo grandioso! Era necesario que su reino «no fuera de este mundo», de lo contrario no hubiera sido crucificado; eso explica también el por qué Jesús, literalmente, huía de las «buenas intenciones» de aquellos que querían hacerlo rey (ver Jn. 6:14-15; cf. Lc. 9:20-22). Sí, Él era el Mesías prometido que había de venir (Lc. 1:32-33, 2:10-11; Hch. 2:30-36; Ro. 1:1-4; etc.); Sí, en Jesús Dios irrumpió en el mundo para traer su Reino y establecer su trono de justicia y misericordia; Sí, en Cristo el Reino de Dios se había acercado a los hombres y la era mesiánica había comenzado, el actual eón ya había tocado a su fin (Mr. 1:14-15; Lc. 11:20). Todo esto es el evangelio que el propio Cristo y sus discípulos predicaron en un principio por las provincias de palestina (ver, p. ej: Mt. 4:23; 9:35; Lc. 9:2, 60; 10:9-11; 16:16; Hch. 8:12; 20:25; 28:23, 31), dando señales indubitables de que Dios estaba haciendo cosas nuevas y de que las profecías del Antiguo Pacto se estaban cumpliendo en Cristo. Pero el Reino de Dios no tenía (ni tiene) las características de este kósmos en el que los reinos terrenales se fundamentan y se mueven. Es por eso que Jesús puede decir: «mi reino no es de este mundo», lo cual es otra manera de decir: «mi Reino no es de aquí», y todavía más: «está lejos de ser asimilado por quien no es parte de él, pues su misma naturaleza no tiene paralelo aquí en la tierra»; su origen no se remonta a las viejas conquistas militares de los grandes imperios, ni tampoco tiene el carácter de ser sólo temporal. El Reino de Dios es como es Dios: celestial, eterno, indestructible e imperecedero.
Pero vayamos a la respuesta del Señor. Para Jesús, el reino del cual Él es el Rey (o aún mejor, el «reinado» suyo: su realeza, su gobierno y su autoridad), no solamente no conoce fronteras demográficas, también su naturaleza misma escapa de la comprensión terrenal, y Pilato, aun con toda su experiencia en asuntos geopolíticos, estaba lejos de haber captado la dimensión de este gobierno no humano. Nótese bien que, como correctamente ha observado también Leon Morris: «Jesús admite que, en cierto sentido, Él es soberano de un "reino". Pero subraya que no se trata de un reino tal y como el mundo entiende ese concepto. El origen de su reino no está en este mundo y, en cierta manera, no tiene nada que ver con este mundo». “Si mi reino fuera de este mundo”, continúa diciendo Jesús, “mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos”. Debemos notar que, tanto los miembros del Sanedrín como el Prefecto romano, contaban con soldados siempre dispuestos a defender y/o a proteger sus intereses. Pero el reino del Señor incluso en ello era diferente de los gobiernos terrenales, y esta respuesta bien habría dado a entender a Pilato que no tenía él de qué temer. «Si sus servidores no pelearon para evitar que su Rey fuese entregado a sus enemigos, mucho menos usarían la fuerza para establecer su reino» [Webster y Wilkinson], ese parece ser el claro sentido de esto que dijo Jesús. En otras palabras, si realmente su reino representaba una amenaza para el imperio, seguramente Jesús ya hubiera organizado un levantamiento en armas—o reunido un ejército—en contra de las autoridades romanas, pero su reino «no es de este mundo», por lo tanto tal cosa no iba realmente a suceder.
Esta respuesta de Jesús me hace recordar el testimonio del arresto según el relato de Mateo. Este nos dice que al momento en que Pedro intentó evitar el arresto de Jesús, él le reprendió diciendo: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mt. 26:53-54). Ciertamente, los ejércitos de Dios son más poderosos que cualquier adiestrada legión romana con amplia experiencia táctica; sin embargo, no estaba en los planes de Dios el establecimiento de un nuevo imperio físico en lugar del actual imperio romano. ¡Y he aquí lo grandioso! Era necesario que su reino «no fuera de este mundo», de lo contrario no hubiera sido crucificado; eso explica también el por qué Jesús, literalmente, huía de las «buenas intenciones» de aquellos que querían hacerlo rey (ver Jn. 6:14-15; cf. Lc. 9:20-22). Sí, Él era el Mesías prometido que había de venir (Lc. 1:32-33, 2:10-11; Hch. 2:30-36; Ro. 1:1-4; etc.); Sí, en Jesús Dios irrumpió en el mundo para traer su Reino y establecer su trono de justicia y misericordia; Sí, en Cristo el Reino de Dios se había acercado a los hombres y la era mesiánica había comenzado, el actual eón ya había tocado a su fin (Mr. 1:14-15; Lc. 11:20). Todo esto es el evangelio que el propio Cristo y sus discípulos predicaron en un principio por las provincias de palestina (ver, p. ej: Mt. 4:23; 9:35; Lc. 9:2, 60; 10:9-11; 16:16; Hch. 8:12; 20:25; 28:23, 31), dando señales indubitables de que Dios estaba haciendo cosas nuevas y de que las profecías del Antiguo Pacto se estaban cumpliendo en Cristo. Pero el Reino de Dios no tenía (ni tiene) las características de este kósmos en el que los reinos terrenales se fundamentan y se mueven. Es por eso que Jesús puede decir: «mi reino no es de este mundo», lo cual es otra manera de decir: «mi Reino no es de aquí», y todavía más: «está lejos de ser asimilado por quien no es parte de él, pues su misma naturaleza no tiene paralelo aquí en la tierra»; su origen no se remonta a las viejas conquistas militares de los grandes imperios, ni tampoco tiene el carácter de ser sólo temporal. El Reino de Dios es como es Dios: celestial, eterno, indestructible e imperecedero.
Erróneamente algunos han pensado que el Reino
del Señor, al no ser de este mundo, quiere decir que este mundo no está entonces
bajo el gobierno de Dios, en el sentido de estar bajo su control soberano y
providencial. ¿No dice acaso Juan que el mundo entero está “bajo el maligno” (1Jn. 5:19), y que Satanás es el príncipe de este mundo (Jn. 12:31; 14:30; 16:11)? Pero debemos entender que, en el presente contexto, Juan no está
empleando el genitivo kósmou (mundo) en
un sentido moral y/o espiritual (no está haciendo referencia a este sistema de
maldad y de constante oposición a Dios, lo que llamamos «el mundo», y cuyo príncipe vencido es Satanás), sino únicamente en un sentido físico y material (el «mundo» como «el lugar de habitación» de los hombres; como «el escenario» en donde
trascurre la historia). Ahora bien, Jesús no dijo que Él no era el rey de este
mundo (la definición anterior); lo contrario es precisamente lo correcto: Él es el Rey de reyes y el Señor
de señores; Aquel a quien toda potestad le ha sido dada, en los cielos y en la tierra (Mt 28:18 cf. Ef 1:20-22). Tampoco dijo que no tuviera un Reino; más bien a lo que estaba aludiendo era a su Reinado espiritual y escatológico, cuyo origen y
naturaleza no eran de este mundo, y por lo tanto no precisa de ser apoyado por las fuerzas físicas de este mundo (es un Reino que trasciende a toda fuerza física, que viene desde lo alto, que es dado por Dios mismo).
Aunque el Reino de Dios había sido acercado en la Persona de Jesús de Nazaret, este reino escatológico
(pero ya inaugurado y en tensión escatológica hasta su consumación en la Segunda Venida) es—como ya se dijo—de una naturaleza totalmente diferente
a cualquier otra forma de reino conocido hasta ese entonces.
Pilato simplemente parece no haber entendido
la profundidad de estos dichos de Jesús. En lo que siguió de su interrogatorio—y del juicio subsiguiente—su comprensión acerca de quién era en verdad este
manso nazareno acusado de sedición, estaba muy lejos de lo que realmente significaban
para Jesús las escuetas respuestas hasta ese momento entregadas. Cierto es que
Poncio Pilato no pudo entender en qué sentido Jesús era el Rey de un reino que
no es de este mundo, y sus palabras registradas en los vv. 14 al 15 del
capítulo 19, dejan entrever cuán cegado estaba su entendimiento, y también el
de los principales sacerdotes que clamaron, a una sola voz: “¡No tenemos más
rey que César!”.
A Jesucristo, nuestro Rey y Señor,
sea toda la gloria.
Mauricio A. Jiménez